01-01-2006 - Huellas, n.1
México Beatificaciones

Defendieron con la vida el derecho a la libertad
El 20 de noviembre fueron elevados a los altares trece mártires de la persecución religiosa desatada en México entre los años 1926 y 1929. En las pantallas gigantes del Estadio Jalisco, el Papa Benedicto XVI envió un saludo a la Iglesia y al pueblo de México, al que felicitó por los nuevos beatos, y presentó a estos como «un ejemplo permanente, un estímulo para defender la fe y tener fe en la sociedad actual»

Giovanni Brembilla

La multitud recibió, con lágrimas, la beatificación de Anacleto González Flores, de José Sánchez del Río y de otros diez mexicanos y un español (diez laicos y tres sacerdotes) que prefirieron la muerte antes de renegar de su fe.
La historia de la persecución en México, como ha señalado el Cardenal de Guadalajara Juan Sandoval Iñiguez, «es una evidencia de que aquello que permite a cualquier hombre vivir la libertad es la conciencia de su relación directa con el Misterio, con Dios; es la pertenencia a un pueblo, el ser miembro vivo de la Iglesia. Nosotros también pertenecemos a este Pueblo, por lo que la memoria de su historia es condición indispensable para vivir bien el presente y construir el futuro».

En el 95 aniversario
de la Revolución

La beatificación fue cubierta por canales de la televisión mexicana y de otros países y congregó un grandísimo interés por parte de las diócesis involucradas en la procedencia de los trece mártires de la persecución religiosa. La fecha de la beatificación fue escogida por ser la solemnidad de Cristo Rey del Universo, día en el cual se congregan todos los años miles de «cristeros» supervivientes o familiares, en las inmediaciones del Cerro del Cubilete, centro geográfico de México y memoria permanente de los mártires de «la Cristiada». Por casualidad coincidió en esta ocasión con el 95 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana (que trajo consigo las leyes que, finalmente, darían pábulo a la persecución religiosa. La llamada «guerra Cristera» que tuvo lugar entre 1927 y 1928, según datos de especialistas, acabó con la vida de 250 mil personas en México).



La Eucaristía,
fuerza de los mártires

Durante los años de la persecución religiosa en México, murieron junto a sus fieles, muchos sacerdotes. Ellos murieron exclusivamente por ejercer su ministerio sacerdotal. Eran conscientes de que el ejercicio del ministerio sacerdotal los condenaba a una muerte segura. Pudieron huir, como otros lo hicieron, pero prefirieron permanecer en sus parroquias o volver a ellas si habían sido expulsados, para alimentar la fe de los cristianos y sostenerla en su adhesión al Papa y a la Iglesia Católica. Eran sacerdotes y cristianos normales. Tenían conciencia y vivían en la dura cotidianidad su pertenencia a Cristo y a Su Iglesia. Todos mostraban un profundo amor a Jesucristo y tomaban sus fuerzas de la Santa Misa y de la Presencia Eucarística. Estos Mártires, sin ignorar el heroísmo de sus hermanos que se levantaron en armas para defender sus derechos, no tomaron el camino de las armas, no hablaron mal contra nadie. Se dedicaron por completo a sostener en la fe a sus hermanos, imitando al Buen Pastor. Su profunda devoción a la Eucaristía demuestra la conciencia que tenían de la presencia viva de Cristo “aquí y ahora” y de ello nace su amor a Cristo y su valor para testimoniarlo hasta derramar la sangre por Él.
Jean Meyer, el más grande historiador de la persecución religiosa en México, ha escrito: «Durante aquellos años, pobres diablos se convierten en Mártires.(...) explican que la persecución es una prueba del favor con que Nuestro Señor distingue a México, puesto que después de haberle mandado a su madre, la Virgen de Guadalupe, da a sus habitantes la posibilidad de llegar rápidamente al cielo.(...) En 1910, en el campo y en las pequeñas ciudades de provincia, la vida religiosa está tan desarrollada que es omnipresente; estamos ante unas gentes tan piadosas que piensan y hablan como monjes; el sacerdote es para ellos sagrado; las virtudes cristianas son entre ellos sociales».


Amor a Cristo y a los hombres
Lo que movió nuestros Mártires no fue el odio o el orgullo, sino el amor; el amor antes que nada a Cristo, presencia viva en sus vidas y en la vida de la Iglesia, cuyo centro es la Eucaristía y como fruto de este amor a Cristo el amor a los hombres, tanto a sus feligreses como a sus enemigos. En efecto, sus acciones y palabras demuestran este amor que se dilata a todos. Los vemos sumergidos en el torbellino de la vida social, luchando por mejorar las condiciones de la gente, por la justicia social en los círculos obreros, en la prensa y en mil iniciativas, en la formación de niños y jóvenes. La vida no está separada de la fe. Por ello mismo los persiguen con saña y con violencia inaudita.



Ni odio ni violencia,
sino perdón

Nuestros mártires no murieron por venganza u odio ideológico contra sus perseguidores. Al contrario, su amor a Cristo, hizo que en todo momento testimoniaran un amor no sólo hacia los hermanos en la fe sino hacia sus mismos asesinos.
«Guardad íntegra e inmaculada la Fe Católica, Apostólica y Romana evitando con cuidado toda ocasión o peligro de perderla.(...) Perdonad a vuestros enemigos y a todos los que os quieran mal, y no fomentéis odios ni rencores en el pueblo. Rezad con fervor y constancia(...) dedicaos diariamente al trabajo(...) respetad a las autoridades públicas, ayudándoles a guardar el orden a que están estrictamente obligadas por el bien común, y no permitáis que sean burlas de los libertinos y escandalosos». «No hay autoridad que no venga de Dios», dice el Apóstol.


La vida de algunos de los beatificados

Román Adame Rosales
Nacido el 27 de febrero de 1859 en Teocaltiche, Jalisco. Fusilado en el cementerio de Yahualica de Jalisco, el 21 de abril de 1927. Tenía 68 años y 37 de sacerdote.
En su larga vida sacerdotal, San Román Adame, había ocupado varios cargos diocesanos y ejercido diversos ministerios parroquiales. Era un hombre de oración e invitaba a sus colaboradores sacerdotes a vivir una vida intensa de piedad. Se distinguía por su amor a la Eucaristía; por ello procuró edificar numerosas capillas rurales en las que colocaba el Santísimo y las animaba eucarísticamente. Pasó la vida misionando en rancherías. Fue un hombre de fe, la cual proyectaba en el campo social, organizando semanas de estudios sobre la doctrina social de la Iglesia.

Julio Álvarez Mendoza
Nació en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, el 20 de diciembre de 1866. Fue fusilado el 30 de marzo de 1927 a los 60 años y 33 de sacerdote.
Desde recién ordenado, fue destinado a Mechoacanejo, se distinguió por su celo pastoral, sobre todo en la catequesis de niños y jóvenes y en la visita a los ranchos y alquerías. También este sacerdote se distinguía por su amor a la Eucaristía y a la Virgen, el cual manifestaba fundando o promoviendo asociaciones eucarísticas y marianas. Sus feligreses lo recuerdan rezando largo tiempo ante el Santísimo Sacramento y por su devoción al Santo Rosario. Cuidaba sobre todo la limpieza del templo, y tal cuidado lo manifestaba en todo lo que hacía. Era también un hombre austero y pobre. Él mismo se confeccionaba sus vestidos y enseñaba a la gente a hacer lo mismo. Confeccionaba ropa y la repartía entre los pobres. Quería que la gente trabajase y se industriase en ganarse dignamente el pan. Así, por ejemplo, le enseñó incluso a fabricar dulces. Como todos sus compañeros sacerdotes Mártires, fue un hombre sencillo y pobre, cercano al pueblo y su servidor; ardiente en su celo pastoral y profundamente eucarístico y mariano.

Pedro de Jesús Maldonado
Nació en Sacramento, Chihuahua, el 8 de junio de 1892. Muere como consecuencia de las torturas y de los golpes sufridos el 11 de febrero de 1937 a los 44 años de edad y 19 de sacerdocio. Lo detuvieron el miércoles de ceniza, 10 de febrero de 1937, mientras estaba confesando en un rancho donde había establecido su residencia y se preparaba para celebrar la Eucaristía. Aunque había logrado esconderse, se entregó a los soldados porque estos amenazaron con quemar la casa con sus habitantes. Logró recoger la Eucaristía que conservaba en su cuarto convertido en capilla. Lo ataron y lo obligaron a caminar descalzo por delante de los caballos de los soldados. Los cristianos que se habían concentrado en aquel rancho para asistir a la misa lo seguían detrás. El sacerdote rezaba el rosario en voz alta y los cristianos le respondían a pesar de las mofas de los soldados. Parecía una versión moderna del Viernes Santo camino del Calvario. En el camino una mujer, llena de compasión, le ofreció algo de comer. Lo llevaron a la casa de la presidencia municipal, al piso superior, donde lo apalearon. El jefe de los políticos de la región, un cierto Andrés Rivera, le golpeó la cabeza con la culata de su pistola quebrándole el cráneo y haciéndole saltar el ojo izquierdo. Entonces el sacerdote cayó al suelo y de su pecho saltó la caja con la Formas consagradas que allí había escondido. El alcalde, que era uno de los verdugos, recogió las Sagradas Formas y se las metió en la boca gritándole: ¡Cómete eso! Aquella comunión-viático era la gracia que el padre Pedro había pedido tantas veces a su Señor Eucarístico de poder recibir el Santo Viático en la hora de su muerte. ¡Dios se sirvió de su mismo verdugo para ello! De la eucaristía había sacado siempre la fuerza para vivir por Cristo y ahora la sacaba para morir por Él.

Luís Magaña Servín
Nació el 24 de agosto de 1902 en Arandas, Jalisco. Fue uno de los fundadores de la ACJM (Acción Católica de la Juventud Mexicana) en Aranda. Casado y padre de dos hijos; el primero Gilberto y la segunda, que nació cinco meses después de la muerte de su padre, Luisa. La devoción a la Eucaristía fue la fuerza de Luis. Él fue uno de los socios fundadores de la Adoración Nocturna en Arandas. De hecho, dos de los socios fundadores de la Adoración nocturna de Arandas cayeron mártires en la persecución religiosa: Luis Magaña y Ramón Saínz Orozco. Luis era fiel a su turno de la noche. Su primo hermano, el señor José Magaña López, no teme de afirmar que su primo Luis sacaba de ahí la fuerza y el entusiasmo para la defensa de la Iglesia. Luis se levantaba a las cinco de la mañana para estar en la parroquia en la primera Misa. Frente al pelotón de ejecución, a un lado de la Iglesia de Aranda, Luis tuvo el tiempo de decir: «Yo no he sido nunca ni cristero ni rebelde. Pero si de cristiano me acusan, sí lo soy. Soldados que me van a fusilar, quiero decirles que desde este momento quedan perdonados y les prometo que al llegar ante la presencia de Dios, serán los primeros por los que yo pida. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa Maria de Guadalupe!».

Cristóbal Magallanes Jara
Fue párroco de Totatiche. Se convirtió en padre del pueblo: fundó escuelas, centros de catecismo para niños y adultos, un periódico local. Formó comunidades cristianas entre los indígenas huicholes, cooperativas agrarias con terrenos adquiridos que iban a los peones de la tierra. Fomentó la agricultura mediante la construcción de presas de regadío, canales de agua, distribución de abonos y de semillas de maíz. Estableció talleres de carpintería y zapatería, y una planta de energía eléctrica para el suministro de luz y de energía para los molinos. Finalmente fundó una cooperativa de consumo y llegó a promover las semanas sociales regionales siguiendo las indicaciones de la Rerum Novarum de León XIII y un Sindicado Interprofesional. San Cristóbal Magallanes Jara fue detenido el 21 de mayo de 1927 cuando iba a celebrar la Eucaristía a un rancho lejano. Cuando los soldados le preguntaron quién era, él le contestó: “Soy Cristóbal Magallanes, párroco de Totatiche” Inmediatamente se lo llevaron a la cárcel de Totatiche a donde llegaron a la una de la tarde. Sin juicio alguno fue fusilado el 25 de mayo de 1927, en Colotlán, Jalisco y allí fue sepultado.

Anacleto González Flores
Nació en Tepatitlán, Jalisco, el 13 de julio de 1888. Abogado. Abanderado de la lucha pacífica, artífice incansable de la unión y organización de los católicos, enérgico defensor de la libertad religiosa y activo difusor de la doctrina social de la Iglesia. Fue torturado y ejecutado en el Cuartel Colorado sin ninguna formalidad el 1 de abril de 1927. Maestro, orador y organizador social. Anacleto tiene muy claro que la fe no puede estar cerrada en las sacristías y reducida a simple culto. «Porque Cristo no necesita de nosotros para fundar su reino... sin embargo, ha querido establecer su reinado por medio de nosotros, de nuestros esfuerzos, de nuestras luchas, de nuestras batallas... Debemos, pues, tener entendido que Dios, que Cristo pide, exige, quiere que cada uno de nosotros en la medida de sus fuerzas, trabaje vehementemente por establecer el reinado de Cristo en la vida pública. Y esto no se conseguirá con seguir encasillados dentro de nuestros templos y dentro de nuestros hogares. El reinado público de Cristo exige que los católicos hagamos sentir la acción de nuestro pensamiento, de nuestra palabra, de nuestra pluma, de nuestros trabajos de organización y propaganda. Y todo esto debe hacerse en la vida pública, a pleno sol, en plena vía pública, hacia los cuatro vientos y debe hacerse por todos... Hoy lo proclamamos Rey, lo reconocemos como Rey; pero necesitamos jurarle que dejaremos nuestra vieja actitud de momias de sacristía y de enterrados vivos en nuestros hogares».
Anacleto escribe en su libro “La cuestión religiosa en Jalisco” después de haber citado una frase de Villareal en la convención de Aguascalientes cuando dijo: «Es más trascendental prohibirle al clero la enseñanza que prohibirle la Religión; que sigan rezando, que sigan predicando; pero que no enseñen mentiras»... Más adelante Anacleto comenta: «El laicismo, es decir la neutralidad religiosa en la enseñanza, aparte de ser un absurdo implica una contradicción manifiesta y una injusticia incalificable: es un absurdo, porque con el pretexto de respetar todas las creencias y de eludir su defensa o ataque se hiere el sentimiento religioso con la supresión, en los programas de instrucción, de lo que en concepto de los creyentes es lo más santo y tiene que ocupar el lugar de honor en la formación de la niñez y de la juventud; es una injusticia, porque las contribuciones que pesan sobre el pueblo se destinan a combatir sus convicciones religiosas y a precipitarlo en el abismo de la indiferencia primero y en el caos de la impiedad después».



Tranquilino Ubiarco Robles
Antes de llegar al lugar donde moriría por Cristo, preguntó quién era el comisionado para darle muerte. Como todos guardaron silencio, les dijo: «Todo está dispuesto por Dios y el que es mandado, no es culpable».

Elías del Socorro Nieves
Párroco en un pueblo perdido del estado de Michoacán, fue muerto por el capitán Manuel N. Márquez el 10 de marzo de 1928. Llegado al lugar de la ejecución el sacerdote le pidió al capitán unos minutos para prepararse, arrodillándose frente al poste durante un cuarto de hora aproximadamente. Luego se levantó y dijo con sencillez y serenidad: «Estoy listo hijo». El capitán le preguntó la hora y el padre entregándole el reloj como un regalo, le hizo que viera que faltaban cinco minutos para las tres de la tarde y le dio también sus “anteojos” y una “cobija”. Entonces Márquez mandó a los soldados que le formaran el “cuadro” y el padre les dijo: «Antes de disparar arrodíllense para darles mi bendición en señal de perdón». El capitán dio la orden de fuego, pero los soldados obedecieron más al padre arrodillándose para recibir su bendición... (testimonio de un testigo presencial).



José Trinidad Rangel
Nació en el rancho «El Durazno», de la ciudad de Dolores Hidalgo, Guanajuato, el sábado 4 de junio de 1887, en el seno de una familia cristiana humilde. Siendo muy joven sintió la vocación al sacerdocio, pero debido a la escasez de recursos económicos de sus padres tuvo que posponer su entrada en el seminario hasta los veinte años. Ingresó en el seminario como alumno gratuito y externo en 1909, concediéndole una beca por su aplicación al estudio, que le permitió vivir como seminarista interno. El 13 de abril de 1919 recibió la ordenación sacerdotal. El primer destino como sacerdote fue el de adscrito a la parroquia del Sagrario de León en calidad de miembro del Centro Catequístico de la Salle. Se refugió en la ciudad de León, Guanajuato, por no cumplir con la ley civil de inscribirse como sacerdote en el registro del Gobierno. En León, viviendo como refugiado en casa de las hermanas Alba, entabló amistad con el p. Andrés Solá, refugiado como él, con el que compartía sus temores y dificultades, y en quien encontró una ayuda en su vivencia sacerdotal. Sabedor de su vocación y opción, rechazó el ofrecimiento de su hermano Agustín de dejar el país y refugiarse en Estados Unidos, prefiriendo aceptar el ofrecimiento de su superior eclesiástico de ir a celebrar clandestinamente los oficios de la Semana santa a las hermanas Mínimas de San Francisco del Rincón, donde fue detenido y trasladado a la comandancia antes de sufrir el martirio. Como sacerdote destacó por su modestia, humildad, sencillez y celo por la salvación de las almas. Con intrepidez evangélica, desempeñó su ministerio, sin negar en ningún momento su condición sacerdotal aunque eso significara el encarcelamiento y la muerte.



Andrés Solá y Molist
Nació el 7 de octubre de 1895 en la masía conocida con el nombre de Can Vilarrasa, situada en el municipio de Taradell, parroquia de Santa Eugenia de Berga, provincia de Barcelona, diócesis de Vich, España. Fue el tercer hijo de una familia numerosa compuesta de once hermanos y los padres, que eran agricultores. Al escuchar la predicación de un misionero claretiano en el pueblo de Sentforas, él y su hermano Santiago sintieron la vocación religiosa y entraron en el seminario que los misioneros tenían en Vich. Recibió la ordenación sacerdotal el 23 de septiembre de 1922 en la capilla del palacio episcopal de Segovia, España. Durante un año estuvo preparándose para el ministerio de la predicación en Aranda de Duero. Terminado el curso de preparación recibió su destino, México, llegando junto con otros cinco claretianos a Veracruz el 20 de agosto de 1923. Ocho días más tarde llegó a la capital y visitó el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, poniendo bajo su protección su ministerio sacerdotal. Cuando entraron los soldados en la casa de las hermanas Alba no reconocieron al p. Solá como sacerdote, sólo tras el registro efectuado a su habitación descubrieron una fotografía en la que estaba dando la primera Comunión a una niña. En ningún momento negó su condición sacerdotal, más bien confesó su nombre y condición, siendo suficiente para detenerlo junto con Leonardo Pérez, que se encontraba en el oratorio de la casa. Fue llevado a la comandancia militar, último lugar terreno antes de abrazar la palma del martirio y contemplar a Cristo.

Ángel Darío Acosta Zurita
Nació el 13 de diciembre de 1908, en Naolinco, Veracruz. Desde niño conoció las limitaciones y los sacrificios, ya que en las revueltas armadas por la revolución su padre perdió el ganado que poseía y los medios económicos necesarios para el sostenimiento de su familia, enfermó de gravedad y al poco tiempo falleció. La joven viuda tuvo que hacer frente a la situación de extrema pobreza en que quedó. Darío la ayudó en el sostén de sus cuatro hermanos. Con el apoyo de su madre y la ayuda del señor cura Miguel Mesa, pudo ingresar en el seminario del obispo Guízar y Valencia. Eran tiempos difíciles para la Iglesia por la revolución y las continuas luchas por el poder que asolaban el país, y monseñor Guízar decidió trasladar su seminario a la ciudad de México. Recibió la ordenación sacerdotal el 25 de abril de 1931. Monseñor Guízar lo nombró vicario cooperador de la parroquia de la Asunción, en la ciudad de Veracruz. Fue notable para la gente su fervor y bondad, su preocupación por la catequesis infantil y dedicación al sacramento de la reconciliación. El vendaval de la persecución rugía con gran violencia. La disposición al martirio era manifiesta y constantemente renovada en aquellos días en que el perseguidor mostró todo su odio a Dios y a la Iglesia católica, al promulgar el decreto 197, Ley Tejeda, referente a la reducción de los sacerdotes en todo el Estado de Veracruz, para terminar con el «fanatismo del pueblo». De parte del gobernador, fue enviada a cada sacerdote una carta exigiéndole el cumplimiento de esa ley. Al p. Darío le correspondió el número 759 y la recibió el 21 de julio. El día 25 de julio era la fecha establecida por el gobernador para que entrara en vigor la inicua ley. Era un día lluvioso, y en la parroquia de la Asunción todo transcurría normal. Las naves del templo estaban repletas de niños que habían llegado de todos los centros de catecismo, acompañados por sus catequistas. Había también un gran número de adultos, esperando recibir el sacramento de la reconciliación. Eran las 6.10 de la tarde, cuando varios hombres vestidos con gabardinas militares entraron simultáneamente por las tres puertas del templo, y sin previo aviso comenzaron a disparar contra los sacerdotes. El p. Darío, que acababa de salir del bautisterio, en donde había bautizado a un niño, cayó acribillado por las balas asesinas, alcanzando a exclamar: «¡Jesús!».