01-01-2006 - Huellas, n.1
Antón Bruckner Novena sinfonía

Fascinado por Cristo
Una guía a la audición de la Novena sinfonía de un compositor que fue considerado un místico inocente y puro o, sencillamente, un hombre de Dios

Ángel Misut

«¡Dejaos fascinar por Cristo!». Este llamamiento de Benedicto XVI a los jóvenes congregados en Colonia para la Jornada Mundial de la Juventud, define bien el hilo conductor que determinó la vida entera de Antón Bruckner, uno de los más grandes compositores de la historia de la música. Un hombre controvertido, cuya genialidad no comenzó a cosechar reconocimientos hasta que estrenó su Séptima sinfonía, cuando ya había cumplido los 61 años.
Los comentaristas que se mueven en el terreno de lo políticamente correcto (la mayoría), tratan de justificar esta incomprensión en lo que definen como «su obsesiva vivencia de la religión católica». Tanto es así, que ya en su tiempo, para sus críticos contemporáneos no era más que un campesino provinciano, ingenuo, simple y beato. Aunque justo es reconocer que tampoco faltaron los que le calificaban de místico inocente y puro, o, sencillamente, como un hombre de Dios, y es que, en él se unían una profunda religiosidad con una sencillez, modestia e inseguridad emocional muy acusadas.

Hijo y nieto de maestros
Antón Bruckner comenzó a mostrar un extraordinario talento musical cuando apenas levantaba unos palmos del suelo. Fue hijo y nieto de maestros. Su padre fue también Cantor y sacristán de la iglesia del pueblo de Ansfelden. Con diez años, se vio obligado a sustituir al padre como maestro y profesor de música durante una larga enfermedad de este.
Dos épocas marcaron la vida del compositor. La primera fue la estancia en la abadía de San Florián, a donde, tras la muerte del padre y contando tan sólo trece años, la madre le llevó insistiendo al prior, Michael Arneth, para que admitiera a Antón como cantor en la escolanía del monasterio. Allí pasó tres años serenos y llenos de paz que el Bruckner adulto recordaría siempre con cariño. A menudo visitaba la abadía, tocaba en ella el órgano y recobraba la serenidad espiritual.
La segunda se inició en noviembre de 1855, cuando Bruckner se presentó al concurso para obtener el cargo de organista de la catedral de Linz. Certamen que ganó con una de sus geniales improvisaciones. En la catedral de Linz coexistían los cultos católico y luterano y ello permitió a Bruckner compaginar la música gregoriana, la instrumental y las piezas dramáticas del Barroco, con los cánticos espirituales propios de las regiones luteranas vecinas.


La orquesta
como un gran órgano

Bruckner inscribió su nombre entre los de los grandes organistas y maestros de capilla austriacos que tenían a su disposición unos soberbios instrumentos construidos en el norte de Austria.
Lo cierto es que, aunque incomprendido como compositor durante buena parte de su vida, Bruckner siempre fue admirado como organista, hasta tal punto que frecuentemente lo reclamaron a ciudades como París y Londres, para que se pusiera al teclado de los mejores instrumentos construidos en Europa, dejando siempre constancia de la enorme distancia que existía entre su arte y el de sus más avanzados contrincantes.
Excelente organista, paradójicamente destacó por su extraordinaria facilidad para realizar bellísimas improvisaciones, mientras apenas escribió música para órgano. Durante los últimos treinta y cinco años de su vida no escribió ninguna partitura para órgano, pero lo cierto es que siempre concibió la orquesta como un gran órgano, de forma que la totalidad de su música fue compuesta pensando en este instrumento.
Antón Bruckner concibió la labor orquestal como expresión de su fe y acercarse a su obra provoca una evolución de los sentimientos, de tal manera que la curiosidad original se va transformando en interés para despertar, luego, admiración e incluso entusiasmo.


La Novena sinfonía
La Novena sinfonía en re menor es una obra empapada de una insólita majestad, que el compositor, a modo de corolario de su propia vida, dedicó a quien responsabilizaba de todos los bienes que había recibido, «al buen Dios». Bruckner era consciente de que se le había concedido un don y sólo podía utilizarlo para gloria de Dios, como inscribiría de su puño y letra al final de su misa coral para el Jueves Santo: QAMDG (Todo a mayor gloria de Dios), o al finalizar su Te Deum (Gracias Dios mío), del que solía hablar a sus amigos en un tono de broma no exento de certeza: «Cuando muera, Le presentaré esta obra y me juzgará con misericordia».
Si Bruckner consideraba su obra orquestal como la expresión de su fe, esta obra se constituye por derecho propio en la síntesis de esa fe que constituyó el gran pilar que sostuvo su vida. No en vano, en ella se recogen temas de sinfonías anteriores: de la Quinta, de la Séptima y de la Octava, así como elementos procedentes de las misas en re menor y en fa menor.
Desde el punto de vista formal, Bruckner despliega aquí un considerable catálogo de innovaciones que, a través de sus trabajos descriptivos sobre la obra, han permitido a los críticos y estudiosos configurar una interminable catarata de calificativos. Pero la intención del compositor no es sorprender con tecnicismos novedosos, sino inducir en intérpretes y espectadores ese mismo atractivo que hizo de su vida una experiencia fructífera, a pesar de sus continuos fracasos amorosos o de los constantes ataques que recibió de algunos expertos y colegas de su tiempo.

Primero, la fascinación
El primer movimiento “Solemne, misterioso”, como indica el autor, está estructurado en forma sonata y va desplegando tres temas que recrean la vida pública de Jesús. El primero de estos temas aflora tras dos o tres minutos de una introducción ascendente, hasta llegar a un fortísimo de toda la orquesta, donde Bruckner plasma, con eficacia, la emoción que sintieron los que se encontraron con Cristo, Juan y Andrés, Simón de Cirene y Dimas el buen ladrón, Jairo, Mateo, el ciego de nacimiento, la viuda de Nain, el centurión y Zaqueo, la samaritana y tantos y tantos otros que sintieron en su corazón aquella mirada que les abrazaba a pesar de sus límites, aquella mirada que les amaba tal como eran.
El compositor se suma al grupo de los que andaban con Él, se siente uno más de los que Le acompañaban por aquellas tierras y, con una maestría contrapuntística extraordinaria, irá manejando melodías que recrean para el oyente la misma sensación que debieron experimentar, no sólo sus discípulos, sino todos los que le vieron. Bruckner transcribe al pentagrama con una impresionante eficacia el abrazo infinito de la mirada redentora de Cristo, porque es un abrazo que él conoce muy bien, es un abrazo que él siente continuamente.
Como no podía ser de otra manera, el movimiento culmina con gran intensidad, como tuvo que ser el momento en que Jesús volvía a su amigo Lázaro a la vida. Esa intensidad que Bruckner experimentó y que repetidamente le obligó a situarse ante el papel pautado para dejar constancia de ello.


Luego, el dolor
El segundo movimiento nos habla de dolor. Para muchos se trata del Scherzo más terrorífico y descarnado de toda la historia de la música. Incluso para algunos musicólogos evoca imágenes de un infierno pleno de condenados retorciéndose entre las llamas, pero nada más lejos de la realidad.
Comienza con un pizzicato que antecede a la irrupción de todo el grueso orquestal que, lejos de revestir los tintes apocalípticos que algunos sugieren, trata de plasmar la angustia de Cristo abandonado por el hombre. Durante estos tutti orquestales, no es difícil para el espectador rememorar la oración del huerto o cualquier otra escena de la Pasión. Bruckner rememora aquí su propia fragilidad y se siente uno más de los que Le han abandonado, uno más de los que le golpean. Sin embargo, entre tanto dolor, introduce un delicioso trío que evoca esa mirada amorosa que Cristo devuelve a todos los que le agredimos. Esa mirada que hace nuevas todas las cosas.


El éxtasis
En el tercer movimiento, Bruckner continúa mostrando el esquema típico de toda su obra sinfónica, de modo que tras la fascinación y el dolor, llega el momento del éxtasis. El movimiento se inicia con una idea dolorosa que se abre poderosamente hacia lo absoluto. Un dolor que se va perdiendo poco a poco mientras aparece el tema central, pleno de dramatismo, al que, en un segundo plano, replicarán los instrumentos de viento, introduciendo un cierto aire de tristeza.
Tras el ecuador del movimiento, que él tituló como “La despedida de la vida”, se aborda una breve transición en la que se rememoran las oscuridades del scherzo, y es que Bruckner nos sitúa en el Calvario, donde Cristo muere en la cruz y se consuma su sacrificio. Pero la muerte no tiene la última palabra y la obra se encamina con grandiosidad y mansedumbre hacia la luminosidad de un amanecer de esperanza.


Una síntesis
Bruckner pretendía hacer una obra en cuatro movimientos y el final estaba reservado para la gloria, a través de una gran doble fuga que simbolizaría la victoria de Cristo sobre la muerte, pero no pudo pasar de dejar apuntado este último movimiento, porque fue llamado al seno del Padre el 11 de octubre de 1896. Cumpliendo con sus deseos, el día 15 del mismo mes fue enterrado en la cripta de su querido San Florián, bajo su extraordinario órgano.
La Novena sinfonía de Bruckner es una síntesis de la fe de un hombre que se sabe amado por Dios. Como casi la totalidad de la obra Bruckneriana, fue sometida a modificaciones para su estreno en Viena en el año 1903. Este fue el denominador común para toda su obra, tanto en vida como en las décadas siguientes a su muerte. Pero también, poco a poco, se fue imponiendo la versión original y los diferentes interpretes han sucumbido a la belleza que salió de la pluma del autor, y terminaron desechando cualquier modificación posterior para adaptarla al gusto de los tiempos.


Interpretaciones magníficas
de la Novena

A.M.

Podemos destacar las versiones que ha realizado la Orquesta Filarmónica de Berlín bajo las batutas de Jochum y Karajan, para Deutschegrammophon, o Giulini con la Sinfónica de Chicago para EMI. Recomiendo dos versiones menos conocidas, que se pueden conseguir a un precio muy aceptable y que me han resultado especialmente bellas. Se trata de la interpretación que en 1950 grabó Hans Knappertsbusch con la Filarmónica de Berlín y que actualmente distribuye el sello ARCHIPEL, y la bellísima grabación en directo, que se realizó el 30 de enero de 1980, de la interpretación de Yevgeny Mravinsky al frente de la Orquesta Sinfónica de Leningrado.