01-04-2006 - Huellas, n.4

San Benito

Hombres con la mirada fija en Dios
hicieron renacer la civilización

En un tiempo en el que el Imperio y todo el mundo se disolvía, san Benito marcó el inicio de una convivencia nueva, de una porción de humanidad que no vivía la existencia en el caos, sino dentro de un orden. Fue el testimonio de una convivencia así lo que generó una civilización. Una compañía en nombre de Cristo, donde cada uno empieza a ser por fin él mismo, porque se hace consciente de su origen, consistencia y destino.
La figura de san Benito sigue siendo sumamente actual


Necesitamos hombres que fijen su mirada en Dios para aprender de él el verdadero humanismo. Necesitamos hombres cuya mente esté alumbrada por la luz de Dios y a los que el propio Dios abra el corazón para que su inteligencia pueda hablar a la inteligencia de los otros y su amor abrirse a los demás. Sólo a través de hombres tocados por Dios, puede el propio Dios volver a habitar entre nosotros. Necesitamos hombres como Benito de Nursia que, en una época de disipación y decadencia, se sumió en la soledad más extrema y, tras pasar por todas las purificaciones que tuvo que sufrir, pudo volver a la luz y fundar Montecasino, una ciudad edificada en la cumbre del monte. A pesar de toda su ruina, aunó las fuerzas de las que surgió un mundo nuevo. De esa manera, Benito, igual que Abrahán, se convirtió en «padre de muchos pueblos». Las recomendaciones a sus monjes, que se recogen al final de su Regla, son indicaciones que nos muestran, a todos, el camino que lleva a lo alto, lejos de las crisis y las ruinas: «Igual que hay un celo amargo que aleja de Dios y lleva al infierno, hay un celo bueno que aleja de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Éste es el celo en el que los monjes deberán ejercitarse con amor ardiente. Que se superen unos a otros en colmarse de honores, que soporten con suma paciencia sus respectivas enfermedades físicas y morales (...) Que se amen unos a otros con amor fraterno (...) Que amen a Dios sin olvidar el temor (...) Que no antepongan absolutamente nada a Cristo, que nos conducirá a todos a la vida eterna» (capítulo 72).
(Joseph Ratzinger, Conferencia sobre “Europa en la crisis de las culturas”,
en la entrega del Premio San Benito. Subiaco, 1 de abril de 2005)


...hubo un tiempo en que esta compañía, o este camino, tenía un perímetro imponente, imponente por la robustez de sus muros, imponente por su arrojo estético. Nada más hermoso y fascinante, en las lejanas épocas, que el monasterio. Sus muros eran defensa de los enemigos, incluso físicos, y la belleza de su arquitectura tenía un solo rival: la belleza del canto y de la oración que se alzaba entre esos muros, bajo sus bóvedas. Ahora todo se ha vuelto más espiritual, todo se ha vuelto más sutil, parece más inconsistente; no tenemos esos muros de más de un metro de profundidad, no tenemos esas volutas arquitectónicas, esos espacios que atraían al alma por sí mismos, no tenemos esa sugerencia fascinante del canto y de la oración regular. Existe una compañía, la que hay entre nosotros, nuestra amistad, una compañía en la que todo depende de la buena voluntad de los que la conforman, de la voluntad de sus miembros. Esta compañía debe sustituir a esos muros, debe rastrear el eco de aquellos cantos y oraciones, debe saber inspirar una mirada que haga percibir por lo menos de alguna forma el atractivo físico de Dios que se transparenta en su realidad dentro del mundo, el atractivo del signo de Cristo, ese atractivo que es signo de Cristo.
(don Giussani a los Memores Domini)