01-04-2006 - Huellas, n.4

San Benito

La batalla
de la vida

El trabajo del monje, pacífico por naturaleza, es en realidad una lucha. Su arma es la obediencia

Laura Cioni

San Benito vive en un tiempo de barbarie: el Imperio romano de Occidente ha caído, las poblaciones bárbaras se expanden por sus territorios, trayendo consigo guerra y desolación. Los campos se abandonan, las ciudades son presa de la anarquía: ¡estas son las tinieblas del Medievo! Benito parece al principio huir de este mundo en ruinas, dejando a sus espaldas la corrupción de Roma, pero su retiro tiene un resultado imprevisto: se convierte en fundador de una orden monástica que, persiguiendo la finalidad de dar gloria a Dios con la oración y con el trabajo, reconstruye el tejido religioso, cultural y social de Europa.
Una obra colosal, lenta como la azada que cava los surcos en la tierra, inexorable como la fuerza de una buena semilla arrojada a la tierra. Es sabido que campesinos y soldados son enemigos históricos desde los tiempos de Virgilio. Sin embargo, al trazar la figura del monje, san Benito parece unificar las virtudes de ambos. Al comienzo del Prólogo de su Regla se dirige al hombre que le escucha, y le invita a volver, a través del trabajo de la obediencia, a aquel del que se había alejado por la inercia de la desobediencia. La vida monástica es un trabajo que permite al hombre adquirir de nuevo su dignidad de hijo. Pero este trabajo por naturaleza pacífico se presenta como una lucha, y aquel que lo emprende debe estar preparado para combatir, militarurus, blandiendo las armas invencibles y gloriosas de la obediencia. Y he aquí cómo la laboriosidad del campesino y la disciplina del soldado se han unido para construir una figura de hombre tal vez ruda, pero también llena de fascinación. El abad tiene los rasgos de un capitán, de un terrateniente y de un padre: guía a sus hombres en la empresa de la unificación de sí mismos y a la vez de la construcción de una escuela del servicio divino. Resulta claro que nadie nace siendo maestro, y que es necesario ser educados para convertirse en soldados y campesinos, ser educados en un tipo de humanidad sólida y tenaz, pero también tierna y equilibrada.
Cuántos sayales rudos inclinados sobre las tierras incultas o pantanosas de Europa podemos imaginar en los siglos oscuros, atentos a la indicación de sus superiores, trabajadores silenciosos bajo el cielo, en la penumbra de los claustros o en los sólidos muros de las iglesias. El más famoso se encuentra justamente al comienzo de esta historia: se trata de un godo, señal de que en la orden eran acogidos tanto romanos como bárbaros, en una mezcla de costumbres y de lenguas que sólo la discreción del fundador podía mantener unida en un tiempo de lucha entre pueblos tan distintos. El godo, lo cuenta san Gregorio Magno, primero monje y después papa, en su Vida de san Benito, estaba un día limpiando un terreno de zarzas para convertirlo en huerta. Se hallaba a la orilla de un lago y trabajaba con todas sus fuerzas para desbrozarlo todo, cuando el hierro de su herramienta se desprendió del mango y cayó en el agua, que era tan profunda que resultaba imposible albergar cualquier esperanza de recuperarlo. El pobre godo corrió entonces hacia donde estaba el monje que dirigía los trabajos y pidió la penitencia por su descuido. Pero el asunto llegó a oídos de san Benito, que se acercó hasta la orilla del lago, tomó el mango de las manos del monje y recuperó milagrosamente el hierro. Después devolvió al godo el utensilio, diciendo: «Toma, trabaja y no te aflijas más». ¿Énfasis hagiográfica? Puede ser, pero llena de vivacidad y de significado.
Hoy no desbrozamos matorrales de zarzas, pero también a nosotros nos gustaría ser invitados a esa alegría que hace posible trabajar con gratitud y con fruto. Probablemente, también nosotros, como ellos, enraizados en la tierra de la pertenencia y con los ojos fijos en el cielo.


VIdA De UN PADRE
L. C.

Una nueva biografía de san Benito, que no es sino la enésima que obtiene su inspiración de la que escribió el papa Gregorio Magno. No es un reproche, sino lo más hermoso que se puede escribir en el margen del libro con el que Andrea Pamparana, subdirector de Tg5, ha querido representar la figura del padre de Europa, bajo un aspecto adaptado a la comprensión de hoy. Asimismo, el prefacio de Marcello Pera capta toda la actualidad del fundador del monacato occidental en un periodo en el que la identidad europea está confundida, y es constantemente puesta a prueba por los enemigos externos e incluso más por los desgarros internos de su memoria histórica.
El libro, cautivador como una novela y documentado como un ensayo, reconstruye las etapas de la vida de san Benito, desde los estudios en Roma y el retiro en soledad al primer fracaso en la guía de monjes rebeldes, narrando también su paso por Subiaco y Montecasino, trata también de indagar sobre la personalidad de un hombre que, como ya había descrito bien Dante, permanece escondido detrás de su obra. A través de mil episodios se comprende que en él severidad y ternura, dominio de sí y discernimiento de las cualidades de las personas componían la figura de un padre amoroso y exigente, de una autoridad a la que es sabio confiarse en la propia lucha por conquistar una vida más verdadera y más bella.
De allí el atractivo de una personalidad que tiene los rasgos del patriarca bíblico y del magistrado romano, pero también de un proyecto de vida que va más allá de sus intenciones. La nueva civilización de los monasterios nace de la libertad del que ha aceptado su tarea. Benito no salvó solamente la agricultura antigua y las obras literarias de los clásicos: enseñó el arte del silencio, del humor, de la ternura, de la nobleza del espíritu, de la hospitalidad, de la democracia. Conservó un patrimonio de siglos penetrándolo de la perla preciosa de la fe cristiana e incrementó su riqueza, de forma que ha llegado hasta nosotros intacto y al mismo tiempo vivo y nuevo.
En tiempos de luchas entre pueblos muy distintos entre ellos, como los romanos y los bárbaros, los muros del monasterio acogían a los que querían ponerse al servicio divino, vinieran de donde vinieran, y la vida común no era solo una palestra de tolerancia, sino una comunidad de propósitos y de obras. De esta forma en torno al monasterio surgían casas y mercados, florecían de nuevo las ciudades destruidas o abandonadas por las invasiones enemigas; lentamente Occidente retomaba su rostro de civilización no ya junto a los ríos y en torno a los foros, sino a la sombra de iglesias pobres y orantes que, como escribió Roberto el Glabro, hacia el año 1000 recubrían toda Europa como de una vestidura blanca.
Ahora que aquellos muros son casi irreconocibles en las grandes ciudades y que el canto gregoriano está sofocado por su vida ruidosa, nuestro tiempo nos obliga quizá a volver al origen de una construcción tan prodigiosa, a la persona de san Benito como a un maestro no tanto de vida espiritual para algunos privilegiados, como de vida humana y civil para todos aquellos que aman la paz.