01-06-2006 - Huellas, n.6

El Código Da Vinci

La verdad en torno a aquella mesa
Contra todas las falsedades sobre La Última Cena contadas en el libro de Dan Brown bastan los apuntes de Leonardo sobre el fresco. Nada que ver con Magdalena y gargantas degolladas...

Giuseppe Frangi

Juan, capítulo 13, versículo 24. Un versículo que es como un fotograma. El fotograma exacto de la Última Cena de Leonardo. La fidelidad del gran artista a las dinámicas de aquel instante es impresionante. Leonardo había sido explícito en sus intenciones desde los primeros estudios, como demuestran las extraordinarias anotaciones contenidas en el Códice Forster II, conservado en la actualidad en el Victoria and Albert Museum de Londres.
Pero sigamos el relato de Juan: Jesús, sentado a la mesa, acaba de anunciar algo que hiela la sangre de los comensales: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará» (v. 21). Son palabras que caen como piedras sobre la mesa y que explican el revuelo y la agitación que se apodera de los apóstoles. Muchos de ellos, como un resorte, han saltado de sus asientos. Miradas incrédulas y sombras de sospecha recorren la mesa. Añade Juan (v. 22): «Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba». Le hace eco Leonardo, casi como si estuviera presenciando la escena que relata el evangelista, y fijase su mirada en la larga mesa. Así anota: «Uno, que estaba bebiendo, deja el vaso en su sitio y vuelve la cabeza hacia el que acaba de hablar. Otro entrelaza los dedos y con el ceño fruncido se arrima a su compañero... Otro habla al oído del de al lado, y ese le escucha... uno se da la vuelta para hablar a Juan, mientras agarra un cuchillo con la mano... El otro al girarse... le derrama con esa mano un vaso sobre la espalda. Otro pone las manos sobre la mesa, se levanta y mira. Otro sopla el bocado que va a comer. Otro, de pie, se inclina para mirar el que habla... Otro se echa para atrás para preguntar...».

Pedro y Juan
Leonardo escruta e indaga la escena para acompañar y casi completar el relato de Juan. «Uno de ellos, al que Jesús tanto amaba, estaba a la mesa a su derecha»: escribe el evangelista que bien se acordaba de aquel detalle, pues estaba hablando de sí mismo. Leonardo, tras su estela, trata de imaginar: entre los apóstoles ninguno sabe cómo dirigirse a Jesús, ninguno sabe cómo arrancarle el secreto de aquellas terribles palabras. Ni siquiera Tomás que, con el dedo estirado hacia arriba (ese que tras la Resurrección utilizará para “tocar” el cuerpo del Señor), parece implorar un poco de claridad. Tampoco Santiago, que con los brazos abiertos se queda como paralizado, pendiente. Ni Felipe, que temeroso se lleva las manos al pecho como diciendo que él no tiene nada que ver con esa traición.
Sólo Pedro, el más práctico y experto, sabe qué es lo que hay que hacer para salir de esa angustiosa situación. Y por eso llama a Juan y se arrima a él: es el único de los apóstoles que puede llegar a saber, que puede escrutar el corazón de Jesús al ser el que el Señor más ama. Leonardo capta exactamente esta instantánea, respetando de forma asombrosa la psicología de los personajes: Pedro ha llamado a Juan y le susurra algo al oído. Y si el fresco fuese una película, en la secuencia siguiente veríamos la escena célebre y muy conocida de Juan recostando su cabeza sobre el pecho de Jesús.

Un orden preciso
El mismo Pedro aprieta ya un cuchillo con la otra mano, que se asoma detrás de la figura de Judas. Es un Pedro lúcido y vehemente, dispuesto a todo con tal de defender a Jesús, como demostraría unas horas después en el Huerto de los Olivos, cuando con ese cuchillo cortara la oreja de Malco, uno de los soldados llegados para prender al Señor.
El terremoto que Jesús ha desencadenado con su anuncio provoca, sin embargo, un orden preciso: entre los apóstoles, Judas aparece como apartado, implacablemente solo, con la maldita bolsa de monedas apretada en el puño. Está presente, pero es como si ya estuviese lejos, ausente, como si fuese irremediablemente extraño, enemigo.
Esta es La Última Cena de Leonardo. Lo demás son, como mucho, fantasías.