01-10-2006 - Huellas, n.9

El perseguidor Cortázar

Esa pequeña
y luminosa grieta

Después de sus dos más famosas colecciones de cuentos, el autor prueba a desplazarse de lo fantástico e internarse en un espacio donde no se siente seguro, el hombre. Nos ofrece así una imagen del deseo como de un perseguidor, alcanzando intuiciones vertiginosas

Alicia Saliva

Dice Julio Cortázar que había mirado muy poco al género humano hasta que escribió El perseguidor. Después de su dos más famosas colecciones de cuentos, Bestiario y Final del juego, libros cuyo problema es exclusivamente la literatura, el autor prueba a desplazarse de lo fantástico e internarse en un espacio donde no se siente seguro, el hombre: «Cuando escribí El perseguidor había llegado un momento en que sentí que debía ocuparme de algo que estaba mucho más cerca de mí mismo. En ese cuento dejé de sentirme seguro [...] quise renunciar a toda invención y ponerme dentro de mi propio terreno personal, es decir, mirarme un poco a mí mismo. Y mirarme a mí mismo era mirar al hombre, mirar también a mi prójimo».1

“Rayuela”
Se habla de El perseguidor como una pequeña Rayuelita. Y lo es ya desde la similitud que guardan los dos títulos: “Rayuela” es aquel juego del que todos recordamos la expectación y el placer cuando –por un azar al que se sumaba nuestra destreza– acertábamos al pisar los cuadraditos que iban de la tierra al cielo. Esta clave de la obra habla de la más importante búsqueda del hombre, la del cielo, como un movimiento relacionado con la inocencia de los juegos de la infancia, juegos donde se necesita tanto de algo semejante a la suerte como de la habilidad humana. La misma idea subyace en el título del relato que comentamos, El perseguidor. Como si fuera un oficio, como si ése fuera el trabajo de la vida: perseguir, ir detrás del ansiado cielo que vislumbramos en el tiempo de la inocencia. El perseguidor-protagonista de nuestro cuento recorre, atento a una suerte que lo descoloca continuamente y buceando en sus fuerzas, este existencial intento de ascender.

Dos extremos
Los dos epígrafes de El perseguidor hacen referencia a los extremos entre los que oscila el personaje, y que podríamos llamar la “autenticidad” y la “máscara”. El primero es un versículo del Apocalipsis: «Sé fiel hasta la muerte» (Ap. 2, 10) y el segundo, un verso de Dylan Thomas: «O make me a mask». Proponemos la lectura de El perseguidor describiendo cómo son y adónde conducen estos caminos que transita Charly Parker, el gran jazzmen del siglo XX, protagonista de esta pequeña joya de Julio Cortázar.
Lo que leemos son los comentarios de Bruno, el biógrafo de Charly Parker, a sus encuentros y charlas con el músico. Es un hábil contrapunto el de estas dos voces: la de profundidades insondables y grandes intuiciones del genio del jazz –drogadicto, suicida, visionario e incorregible– y la más superficial y lógica de su biógrafo, un hombre que detesta lo amoral al igual que detesta las camisas sucias.

Fiel ¿a qué?
El primero de los epígrafes, «Sé fiel hasta la muerte», es el consejo del Ángel del Apocalipsis a la Iglesia de Esmirna, que continúa con estas palabras: «y te daré la corona de la vida». ¿A qué puede ser fiel Charly Parker, si en su inconstancia es igualmente capaz de tocar los tres mejores minutos de la historia del jazz como de romper contra el suelo su saxo, inmediatamente después, porque no soporta la idea de que lo que toca hoy es lo mismo que tocará mañana? Pero el epígrafe es claro: «Sé fiel hasta la muerte». ¿A qué ser fiel para obtener la corona de la vida? Debe valer realmente la pena para proponerle a Parker, justamente a él, la fidelidad.
El mismo Charly Parker se afana en hablar de ello, aunque Bruno quiera llevarlo por otros derroteros. Ser fiel a los momentos en que el instante fue un destello de la eternidad, gracias a ciertos gloriosos soplidos en su saxo: «Bruno, si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos... Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más» (p. 320).

¿Trampas o señales?
«La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo» (p. 314). «Y lo que había a mi lado era como yo mismo pero sin ocupar ningún sitio, sin estar en Nueva York, y sobre todo sin tiempo, sin que después...sin que hubiera un después... Por un rato no hubo más que siempre» (p. 358).
Ser fiel a ese deseo inmenso, ser fiel a lo que dice la insatisfacción, ser fiel a la sed de otra cosa, o conformarse y vivir como ratones que buscan un queso pero caen en la trampa: «Me pareció... pero hay que ser idiota... me pareció que un día iba a encontrar otra cosa. No estaba satisfecho, pensaba que las cosas buenas, el vestido rojo de Lan, y hasta Bee, eran como trampas para ratones [...]. Trampas para que uno se conforme, sabes, para que uno diga que todo está bien [...] hasta el jazz, sí, hasta el jazz, eran como anuncios en una revista, cosas bonitas para que me quedara conforme» (p. 357).
Ser fiel al rato en que ha podido espiar, por una rendija abierta, la existencia de algo más que “cosas bonitas”; a no tapar esa pequeña y luminosa grieta: «Trampas querido... porque no puede ser que no haya otra cosa, no puede ser que estemos tan cerca, tan del otro lado de la puerta» (p. 359).

Intuiciones vertiginosas
Bruno comenta las intuiciones vertiginosas de Charly, en las que piensa como fantasías de la marihuana apenas pisa la calle. Pero hay un momento, mientras las está escuchando, en que son tan reales y golpean tanto como un martillo metiendo una cuña: «cuando Johnny me lo está diciendo siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final» (p. 321).
En esos momentos se da cuenta de que para que estas palabras calen le haría falta olvidar su dialéctica, le haría falta un cambio en su voz, un cambio de posición, como cuando uno se pone de rodillas para rezar: «Me parece comprender porqué la plegaria reclama instintivamente el caer de rodillas. El cambio de posición es el símbolo de un cambio en la voz, en lo que la voz va a articular, en lo articulado mismo [...] Cuando llego al punto de atisbar ese cambio, las cosas que hasta un segundo antes me habían parecido arbitrarias se llenan de sentido profundo, se simplifican extraordinariamente y al mismo tiempo se ahondan» (p. 330).

Ceder o ponerse una máscara
Pero el verso de Dylan Thomas, uno de los tantos que el músico lleva en un sucio cuadernito que lee y relee antes de los ensayos, habla de lo opuesto a esta desnudez, a este caer de rodillas en el que todo se simplifica. «O make me a mask» son las palabras que Charly pronuncia antes de morir; pide una máscara porque si nos miramos sin tapujos, somos una suma de vacíos que el hombre no puede soportar: «no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros [...] En la mano, en el tiempo, en el diario, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo [...] Anoche se me ocurrió mirarme en este espejito, y te aseguro que era tan terriblemente difícil que casi me tiro de la cama» (p. 337). Porque no puede ser que la imagen del espejo sea la del hombre, que sólo eso sea el hombre. «Lo que soy de veras», eso es lo que Jhonny hubiera deseado tocar, porque «Bruno, el jazz no es solamente música, yo no soy solamente Johnny Carter» (p. 356).
Ser fiel, o la máscara. ¿Pero cómo ser fiel si hacemos aguas por todos esos agujeros apenas nos miramos “un poco”? En la última conversación de estos dos amigos, Charly Parker, el perseguidor, intenta explicar a su biógrafo que a su libro le falta algo, que hay algo de lo que el libro no habla, «Bruno, de lo que te has olvidado es de mí [...] ¿Cómo te lo puedo explicar?» (p. 357) Y para explicar quién es ‘él’ repite tres veces, con unos interminables puntos suspensivos, la parte más importante de su biografía, la que Bruno ha olvidado mencionar en su libro: “Bruno, yo me voy a morir sin haber encontrado... [...] Sin haber encontrado... –repite–. Sin haber encontrado».

1 L. Harss, Los nuestros, Bs.As., Sudamericana, 1966, pp. 273-274.