01-11-2006 - Huellas, n.10

Experiencia

Una razón reducida
a mecanismo
o interpretación

El nacimiento del concepto moderno de experiencia científica. Desde Galileo a Kant, hasta llegar a su reducción a un puro “probar” subjetivo sin juicio.
La contribución de un filósofo que tiene que vérselas con una razón reducida


Constantino Esposito

Cuando Galilei, en una famosa carta de 1613 dirigida a Benedetto Castelli, individuó como momentos esenciales del método científico por un lado las “sensatas experiencias” y, por otro, las “necesarias demostraciones”, inauguró de hecho la historia moderna del concepto de experiencia. En la definición galileana encontramos, en efecto, en primer lugar la identificación de la experiencia con la percepción de los sentidos: a nivel inmediato nosotros experimentamos el mundo a través de nuestros órganos sensoriales –lo tocamos, lo vemos, lo oímos, etc...–, que hacen las veces de puerta principal a través de la cual la realidad nos impacta y entra en nuestra conciencia. Pero, en segundo lugar, esta aproximación inicial necesita ser integrada, y al final reducida, en una deducción lógica, en un juicio que traslade los aspectos “cualitativos” del mundo (aquellos que dependen de las condiciones subjetivas de aquel que percibe con los sentidos) y lo formalice según relaciones matemáticas necesarias, esas que tienen que ver con los aspectos puramente “cuantitativos” de la realidad. Solo de esta manera se pueden integrar las experiencias sensibles en un método experimental, como el de Galilei; y este método, contrariamente a lo que podría pensarse, no se basa tanto en el hecho de que nosotros hacemos experiencia directa y concreta de la naturaleza, sino en el hecho de que la naturaleza es entendida como una construcción rigurosa y abstracta de relaciones mecánicas.

Acción / reacción
A partir de este momento el destino de la palabra “experiencia” se verá definitivamente marcado –en sentido restrictivo– por los siglos venideros: hacer experiencia será entendido como un mecanismo de acción / reacción entre los impulsos que nos vienen de la realidad y la respuesta de nuestros órganos sensoriales, una relación en última instancia de tipo subjetivo, pues cada uno “siente” el mundo a su alrededor de forma individual y condicionada, parcial. Con el fin de que la experiencia pueda convertirse en “objetiva”, debe transformarse en un juicio de medición que sea reproducible y válido para todos. Esto solo puede asegurarse por sus términos matemáticos. En resumen, el sujeto de carne y hueso, el sujeto de los sentidos no tiene ya “en sí mismo” un criterio de juicio “objetivo”. Por otra parte, el juicio objetivo sobre la realidad no precisa ya, para funcionar, de un sujeto o de un “yo” individual, sino solo de un procedimiento general (es decir, abstracto).

Conocimiento a priori
Habrá que llegar hasta Kant para encontrar la versión canónica de esta tendencia interpretativa: en la Crítica de la razón pura (1781) el término “experiencia” viene a significar lo mismo que “conocimiento”. Pero, a diferencia de Galilei, para el que las Matemáticas correspondían a la naturaleza misma de la realidad, para Kant conocer no quiere decir ya entrar en relación con la “realidad” y con el “ser” de las cosas (que siempre permanecerá como una incógnita para nosotros), sino que quiere decir determinar los fenómenos de la naturaleza mediante las categorías de nuestra mente, y por tanto “construir a priori” los objetos que conocemos con la sensibilidad y el intelecto. El mundo de la experiencia no se basa ya simplemente en aquello que nos es dado, sino que –exactamente lo contrario– es nuestra misma mente la que condiciona a priori aquello de lo que se puede hacer experiencia y aquello cuya experiencia nos resulta irremediablemente imposibile. Pero si la experiencia se identifica exclusivamente con el conocimiento científico, esto quiere decir que todo lo que no entra en estas categorías a priori –el significado de la realidad o la búsqueda de la verdad última de las cosas, la tensión hacia el bien o el fenómeno amoroso– no podrá ser conocido jamás, es decir, encontrado y comprendido por lo que es, sino solo “deseado” por nuestro sentimiento subjetivo o “impuesto” como deber moral de nuestra voluntad.

Solo reactividad
De esta forma, por ejemplo, yo podré tener experiencia (es decir, medición científica) de las leyes de causalidad, pero en rigor no podré hacer una verdadera y auténtica “experiencia” del amor que mi madre me tiene, ya que este segundo caso no es medible a priori en base a mis esquemas mentales, sino solo algo que entra en el ámbito de los afectos y de los sentimientos. Y cuando, en el paso de la modernidad a la posmodernidad, se quiera dar espacio nuevamente a esta esfera subjetiva, asignándole también la dignidad de una verdadera “experiencia”, se volverá a entender esta última como el mero “probar” o “sentir” algo (el feeling), explicable a partir de una reactividad de tipo biológico y emotivo. Hasta llegar a la explicación de los estados de conciencia y de los actos de voluntad –es decir, la experiencia interior del yo– sobre la única base de las conexiones neuronales de nuestro cerebro, como se propone en las neurociencias y en las teorías cognitivas contemporáneas.

Versión “hermenéutica”
Y junto a esta explicación se sitúa la idea (en apariencia contraria, pero en realidad totalmente complementaria) de que cada experiencia nuestra es siempre un producto de la cultura, del lenguaje y del contexto social en el que vivimos. Es lo que podríamos llamar la versión “hermenéutica” de la experiencia, en la que el papel del sujeto humano parece ser valorado al máximo, pero que en realidad se revela también él como una construcción mental. O el mecanismo o la interpretación: esta es la alternativa en la que parece agotarse el significado de la experiencia en nuestra época. Pero se trata de una alternativa que crea muchos más problemas de los que resuelve: ¿cómo es posible sentir algo verdaderamente como “nuestro” (hacer experiencia de ello) sin comprender el significado que tiene para el yo y para la vida? Sin juicio, en efecto, no hay verdadera experiencia, y el mundo se disolvería simplemente en el haz de nuestras impresiones. Aquí radica el misterio fascinante de la experiencia humana: que se vuelva “mío”, es decir, contenido de mi conciencia, algo que nunca podré reducir a mí mismo, porque se me ha dado, es objetivo y me alcanza, reclamando que me ponga en juego.