01-07-2007 - Huellas, n. 7
LA ACTITUD ANTE LA REALIDAD
María Zambrano
Texto tomado del libro Filosofía y Educación. Manuscritos. Ágora, Málaga 2007


No se ha tenido en cuenta, en esta época moderna que puede definirse como la de la crisis de la realidad, la actitud ante ella. Y la actitud ante la realidad es cosa diferente de las condiciones que el conocimiento empezando por la simple percepción de la realidad, requiere. Enunciamos así que de un modo a lo menos igualmente radical que las condiciones para la percepción de la realidad existe una disposición para la realidad en el ser humano, metafísica y práctica al mismo tiempo, unitaria; una necesidad que es vocación, es decir: necesidad total; vocación en virtud de la cual se pueden cumplir únicamente las posibilidades del ser humano. Y así entre tantas definiciones que se han dado del hombre, podría darse también ésta, de que el hombre sea la criatura que tiene que cumplir su ser a través de la realidad, la criatura predestinada a la realidad. Y en este sentido pues, la vocación envuelve las condiciones sensibles, intelectuales, de todo orden que la percepción y aun el simple “contacto” con la realidad –ese aviso de que estamos ante ella–, requiere.
Si ello es así, quiere decir que la “teoría del conocimiento” no puede ser ofrecer las consideraciones primeras y primarias para lo que en época moderna se ha llamado “el problema de la realidad”; que la Teoría del conocimiento ha de venir después de la consideración previa acerca de la situación, de la actitud del hombre ante la realidad, de lo que en su trato con ella, al hombre le va, de que ella sea, en cualquier momento histórico, en cualquier situación personal, aquello que más cuente y que más inexorablemente cuente. Que en su situación específica frente a la realidad –ante, entre, con...– el hombre descubra su condición propiamente humana y personal, y modulándola, la situación concreta en que el hombre de una época determinada y aun un determinado individuo, se descubra, inevitablemente, delatoramente.
Si posible fuera la expresión matemática de la situación, actitud y aptitud del hombre ante la realidad, ella nos daría la cifra del grado de humanización o de hombría alcanzado por una época de la historia, por un hombre en su desarrollo individual. Lejos estamos de una tal clase de conocimiento, pero ello no invalida el hecho de que la cifra de una persona sea su actitud y su aptitud para la realidad, el grado del cumplimiento de la vocación que al ser vocación no es solamente vocación de realizar sino realizadora.

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Lo que llamamos realidad se nos [da] siempre en un despertar, es decir, en modo intermitente por tanto. Y nos encontramos con ello como algo “que estaba ya ahí antes de que yo lo percibiese”, y nunca en modo indiferente. Lo que quiere decir que la impresión de realidad la tenemos en instantes privilegiados y que en los restantes, la realidad se da por sabida; no se duda de ella, de que esté ahí en un estar anterior y posterior también al instante en que la percibimos como tal realidad.
La realidad nos despierta y así en cada diario despertar de la profundidad del sueño, en cada retorno de la ausencia en que el sueño nos envuelve, despertamos propiamente cuando sentimos al par la realidad y el tiempo. El tiempo en forma de libertad; en modo de dejarnos libres para movernos entre la realidad, para irla haciendo pasar, pues que si no, sin el fluir temporal, la realidad entera, inmovilizada ante nosotros nos devolvería al estado de sueño, con ensueños o sin ellos. El tiempo hace posible que la realidad total, se fragmente, que podamos atender sucesivamente a ella, que entre ella y la conciencia humana haya una comunicación, un contacto y una distancia; el tiempo nos libera de la realidad haciéndonos posible que tratemos con ella, y tratar para el hombre es conocer y actuar.
Realidad-tiempo-libertad es la ecuación del despertar, su cifra. La ecuación que muestra la adecuación entre el ser humano y la realidad que le rodea por virtud del tiempo mediador, del tiempo en su aspecto sucesivo que es el tiempo de la conciencia, del discernimiento.
Mas luego, la realidad dócilmente se deja colonizar por el hábito, por los hábitos que el hombre adquiere en su vivir cotidiano. Y casi desaparece. Dentro de esa cuadrícula de los hábitos, la realidad se desrealiza, se oculta, y al par que se desvanece se solidifica. La conciencia deja de estar despierta y atiende solamente a aquello que tiene ante sí, a aquello que tiene que captar de momento. El tiempo se contrae, se divide y su fluir se hace imperceptible o tiende a hacerse. La libertad se aduerme. Pues que la realidad y el ser que ante ella está –el hombre– están ligados, corren diríamos, la misma suerte: si la realidad huidiza, se oculta, la conciencia se apaga, pierde intensidad y el ser mismo, el ser a quien esta conciencia pertenece como una lámpara, se oculta tanto o más que la realidad.
Y así la vida cuotidiana regida por el hábito, por la tranquilizadora costumbre que es seguridad, eclipsa la realidad y al ser que con ella trata. La ecuación señalada, sigue válida, mas todos sus integrantes han disminuido, y la vigilia se acerca insensiblemente al estado de sueño.
Y en el estado de sueño se imagina, lentamente al principio, se sustituyen percepciones reales por otras que son su sombra; se introducen extraños sentimientos que dan origen a figuraciones fantásticas, aunque a menudo haya en ellas elementos de la realidad y aun alguna realidad completa.
En la vigilia decaída, cuando la conciencia se desliza por la realidad, el estado de sueño se insinúa; es cuando se cometen las grandes equivocaciones, productos de la distracción, de esa distracción que más que nada es desatención, abandono, falta de contacto con la realidad. Cuando el error se instala a veces sin ser notado en la conciencia y más aún, en como un supuesto de donde parten después juicios, convicciones, obcecaciones en verdad que ocupan el lugar de la realidad y de los juicios fundados en ella, de las convicciones adquiridas en el trato con ella. Insensiblemente la conciencia ha ido abdicando de su función de guía, directora. Y como cuando no se tiene guía el camino se cierra, la mente encuentra una pseudo libertad sustituto de la libertad verdadera; la libertad de vagar por su cuenta extra muros de esa ciudadela que es lo real.
Y en cuanto al tiempo fatalmente se pierde en esta situación, se va sin haber servido, lo cual no es un suceso tan simple, pues que de una parte el tiempo no ha servido para nada, mas nada humano puede perderse así, sin que traiga más consecuencias que las negativas. En el vacío de lo que no ha servido, de lo desaprovechado se instalan, análogamente a lo que sucede en el vacío de lo desatendido. Pues que hasta un objeto cuando se pierde deja un hueco que puede ser llenado por otro que no le es equivalente y una desazón en el ánimo de su dueño que lo dejó perder. El tiempo escapado sin haber servido no es una cosa que se pierde, es decir las cosas que se perdieron con él, lo que no se percibió, lo que no se pensó o no se hizo, lo que es ya sumamente grave, sino antes y más allá de ello, el declinar de la condición misma transcendente del ser humano que vale tanto como decir la condición del ser humano en su esencia y en su función integradora.
Transcender es un pasar, un ir atravesando los propios limites sin por ello abandonarlos; un partir que es al mismo tiempo quedarse; un movimiento pues propio exclusivamente del ser, que sólo algo que es puede tener. Y que todo lo que es, tiene necesariamente.
El transcender es pues la acción entre todas, la más activa y la más constante. Acción que se configura en acciones determinadas, mas no siempre ni necesariamente, mas que es el núcleo activo, actuante de toda acción verdadera. Una acción privada de transcender es simplemente una caricatura o una contrafigura de la acción, cosa aún más grave.
Este inexorable transcender del sujeto marca como con un sello todas sus acciones y actividades a partir de las más primarias, de las que establecen la continuidad del sentir y del entender, como son las formas de la sensibilidad que según Kant establecen “a priori” el tiempo y el espacio, y, sin duda alguna, los mismos sentidos dirigidos, guiados por ellas; los sentidos, que en el hombre ciertamente son ya razón. Todo en el organismo humano –en el hombre como organismo– está predispuesto a la razón y configurado por ella. Solamente el desequilibrio de la persona hace que así no sea, inalterablemente.
Y los sentidos y las formas de la sensibilidad que establecen el espacio y el tiempo, son vías de acceso a la realidad. Vías de acceso, mas no pasivamente, como un camino que está ahí y cuya invitación a ser seguido puede o no ser aceptada; un camino que es al par la máxima exigencia: el recorrerlo cumplidamente íntegramente decidirá en cada momento la situación del hombre y la recapitulación final, esa en que de un modo o en otro, se condensa toda vida. Lo que decide que la vida se realice plenamente o se vaya desvaneciendo a medida que se va viviendo, borrándose en la irrealidad. Ya que no basta que algo parezca realidad para que lo sea. Es una de las dificultades –no la única ciertamente– que al hombre se le presenta en tan decisiva cuestión.

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Y si el camino de la realidad ha de ser recorrido inexorablemente por el hombre, ¿cómo es posible entonces que la realidad haya llegado a ser el problema entre todos del pensamiento moderno? ¿Cómo es posible que exista una actitud y hasta una aptitud para la realidad, como hemos señalado? La existencia y presencia de la realidad y el ir hacia ella habría de ser una constante de la vida humana, fuese cual fuese esa realidad, es decir, aunque la realidad variara.
Mas si fuera así, si la realidad ofreciera siempre su presencia al hombre, lo que llevaría consigo que la actitud frente a la realidad fuese a su vez invariable, el hombre sería exactamente como un animal, aunque tuviese historia. De ser posible que tuviese historia, sería un animal de la historia, como los animales lo son de la naturaleza -dicho sea de pasada no sabemos muy bien en qué consiste esta naturaleza en la que el animal está como en su casa, cuáles son sus profundidades, sus límites, su trasfondo anímico-. El hombre no sería propiamente libre como el animal no lo es, y como él estaría perfectamente encajado, más aún que adaptado, en un determinado mundo. Mas al no ser así en virtud de su libertad, el hombre puede retraerse ante la realidad, puede eludirla, puede confundirla y confundirse, porque puede modificarla simplemente, mientras que el animal nunca la modifica.
No modifica nunca la realidad el animal, aunque extraiga de los campos las briznas para hacer su nido sobre una rama, aunque excave en el monte su madriguera o construya su colmena, aunque transforme por su sola presencia la configuración y la composición química de su contorno, porque la vida opera siempre una transformación. Mas todo ello sigue siempre el mismo curso como lo sigue el sol, la luna y las estrellas; en este sentido el sol sería el primer animal en la vida de la tierra. Como un dios ha sido mirado en la mayor parte de las culturas anteriores al cristianismo. Pero ni el sol, ni la luna, ni las plantas ni los animales inventan nuevos modos de tratar con la realidad que les circunda; ni tampoco, cambian la “elección” que en la inmensidad de lo real operan en su acción, cualquiera que ella sea. Solamente el hombre, dentro de los límites de su espacio-tiempo, cierto es, cambia su modo de tratar con la realidad, inventa y descubre otros nuevos, sólo él introduce verdaderas modificaciones y aun transformaciones en ella. El “homo faber” es ya una prueba del “homo sapiens” y los dos del hombre transcendente, del hombre en tanto que es transcendente y libre.

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Hasta ahora todo lo que hemos señalado acerca de la condición transcendente del ser humano –una doble transcendencia, por lo que tiene de vida y por lo que tiene de ser– [es] su aspecto positivo. Mas ya vemos que en tanto que libertad lleva consigo algo negativo, ese vacío que proviene de la no adecuación a un medio determinado, como al animal y a la planta les sucede; o sea, la continua necesidad de hacerse y rehacerse su equilibrio, la constante tensión para sostenerse en ese mundo que se le presenta en tanto que medio vital, vacío y lleno al mismo tiempo y por tanto cambiante. Sometido pues a una doble atracción, la de la realidad visible y declarada y la de esa ausencia o vacío que la misma realidad le depara. Absolutamente forzado de atender a lo que circunda, a lo dado, a lo que encuentra ya estando ahí, y forzado igualmente de hacer, de sostenerse inventando, supliendo, compensando, en último extremo, creando; creando tras de haber pensado. Pues que esa desigual realidad que se le presenta necesita ser ante todo desenmascarada, descifrada a veces, llevada a la claridad del pensamiento, sea por la instantánea intuición o en el proceso discursivo de la razón.
Y esta deficiencia también que es alteración, cambio y máscara de la realidad, que al hombre se le presenta, es la que le exige de una especial actitud ante ella. Una actitud que es algo más de un simple estar. Pues que propiamente ni la realidad está, ni está el hombre ni ante ella ni en sí mismo. El estar, verbo tan característico del idioma español, no expresa un modo espontáneo del vivir humano, primario, como a veces algunos pensadores han creído. A estar se llega por una especie de conquista cumplida, o por un aquietamiento de la perenne inquietud del ánimo y del sobresalto de la conciencia, o como hemos apuntado más arriba, en la decadencia de la consuetudine que se revela ser tan peligrosa. Rara vez del estar no se despierta con sobresalto y hasta con un cierto remordimiento por haber prolongado algo que sólo como premio se otorga; tomándonos alguna libertad diríamos que el estar es un resto del paraíso.
Y si mirado desde la finalidad el transcender humano es un ir hacia algo para seguir más allá, tras de haberlo asumido, mirado desde el origen, desde el humano ser se asemeja a una herida que no puede cerrarse. Pues que es una apertura, a la realidad por el pronto y a la verdad, como veremos, pues que sin la verdad la realidad no se sostiene ni llega siquiera a serlo propiamente. Una apertura y un recinto donde la realidad halla acogida y albergue; donde es retenida y aun asimilada. Y aún en este su nacimiento es como un manantial: atención sostenida, atención renaciente en cada instante. Y lo que tiene que renacer de sí mismo constantemente, evoca enseguida la imagen de un corazón, como la evoca igualmente ese recinto que hemos llamado y que no puede ser un lugar sin más, que ha de ser un lugar privilegiado. Y lugar privilegiado, el más de todos es el centro, el centro viviente, de cualquier cosa que se trate, siendo del hombre, el corazón.
La actitud que corresponde al trato y entendimiento de la realidad es más radical y profunda que las operaciones intelectuales necesarias para captarla que son solamente el órgano, el método, el modo que no pueden dejar de estar condicionados por la actitud hacia la realidad.
Y si la actitud hacia la realidad condiciona su conocimiento y hasta relativamente su presencia efectiva es porque la libertad humana se manifiesta en esto como en todo –hasta en esto– pudiendo hacer decir no, o sí, frente a ella. Lo cual significa entre otras cosas que la realidad hay que descubrirla y que antes que descubrirla hay que buscarla.
La realidad que en cierto sentido se presenta por sí misma, arrolladora, inexorable, dada la condición humana, exige ser buscada. La vida humana es un viaje hacia la realidad, como conocimiento. Lo que exige una moral, una moral que sostenga el ánimo y enderece la voluntad hacia ella, que temple el corazón y la sensibilidad también tal como sucede con toda vocación. La vocación que sea lo que sea, procede de una fe y que pide para realizarse, la formulación de un voto, y los votos se pueden empeñar en un momento de entusiasmo, mas han de ser renovados, sostenidos, cada vez que su cumplimiento va a desfallecer. Una actividad típicamente moral en la que la educación tiene su decisiva parte.

Septiembre de 1965 María Zambrano

Texto tomado del libro de María Zambrano, Filosofía y Educación. Manuscritos
(ed. Ángel Casado y Juana Sánchez-Gey. Ágora, Málaga 2007, pp. 141-147).


María Zambrano nace en Vélez-Málaga el 22 de abril de 1904, donde permanece hasta los cuatro años, pues en 1909, tras una breve estancia en Madrid, la familia se traslada a Segovia, donde transcurre su adolescencia. Estos años, que coinciden con la gran amistad de su padre, Blas Zambrano, con Antonio Machado, son de gran importancia en la vida de María Zambrano.
En 1927 María asiste a las clases de José Ortega y Gasset y de Javier Zubiri en la Universidad Central de Madrid. Completa así la carrera de Filosofía, asumiendo un papel de mediadora entre Ortega y algunos escritores jóvenes, como Sánchez Barbudo o J.A. Maravall. En 1931 es profesora auxiliar de la Cátedra de Metafísica en la Universidad Central, hasta el año 1936. Por estos años trabaja en la que va a ser su tesis doctoral: “La salvación del individuo en Spinoza”. Durante los años de II República conoce y estrecha su amistad con Luis Cernuda, Rafael Dieste, Ramón Gaya, Miguel Hernández, Camilo José Cela o Arturo Serrano Plaja, a través de las Misiones Pedagógicas y de otras iniciativas culturales.
El 14 de septiembre de 1936 María Zambrano contrae matrimonio con el historiador Alfonso Rodríguez Aldave. Poco después viaja a Chile, donde éste había sido nombrado secretario de la Embajada de la República. Haciendo escala en La Habana, conoce a José Lezama Lima y pronuncia una conferencia sobre Ortega y Gasset. En 1937, el mismo día en que cae la ciudad de Bilbao, María Zambrano y su marido regresan a España; a la pregunta de por qué vuelven si la guerra está perdida, responderán: por eso. Hasta el día de su salida camino del exilio, María Zambrano reside sucesivamente en Valencia y Barcelona. Su marido se incorpora al ejército, y María Zambrano colabora en defensa de la República como Consejero de Propaganda y Consejero Nacional de la Infancia Evacuada.
El 28 de enero de 1939 María Zambrano cruza la frontera francesa, camino del exilio, en compañía de su madre, su hermana y el marido de ésta. Tras unas breves estancias en París y Nueva York se dirige a La Habana, donde reencuentra a Lezama Lima, invitada como profesora de la Universidad y del Instituto de Altos Estudios e Investigaciones Científicas. De La Habana se dirige a México, donde es nombrada profesora de Filosofía en la Universidad San Nicolás de Hidalgo de Morelia, Michoacán. En 1943 y 1944 dicta cursos en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de San Juan de Puerto Rico, así como en la Asociación de Mujeres Graduadas. También da conferencias en la Asamblea de Profesores de Universidad en el exilio, en La Habana. En septiembre de 1946 viaja desde La Habana a París con motivo del fallecimiento de su madre, permaneciendo en esta ciudad, en estos duros años de posguerra, hasta el 1 de enero de 1949. Desde esta fecha se traslada a La Habana, donde vivirá hasta el año 1953, impartiendo conferencias, cursos y clases particulares. En 1953 María Zambrano vuelve a Europa y se instala en Roma, donde vivirá hasta el año 1964, relacionándose con intelectuales italianos, como Elena Croce, Elemire Zolla y Victoria Guerrini y españoles, como Ramón Gaya, Diego de Mesa, Enrique de Rivas, Rafael Alberti y Jorge Guillén. En 1964 se instala en una viaja casa de campo de La Piéce, junto a un bosque del Jura francés, lugar sin duda emparentado con la concepción extraordinaria de su libro Claros del bosque. Con el artículo de J.L. Aranguren “Los sueños de María Zambrano” (Revista de Occidente, feb. 1966) se inicia un lento reconocimiento en España de la importancia de su obra. Todo el año 1973 lo pasa en Roma y de 1974 a 1978 vuelve a residir en La Piéce y escribe Claros del Bosque.
El deterioro de su salud física es constante cuando en 1978 se traslada a Ferney-Voltaire, donde permanece dos años, hasta que en 1980 se traslada a Ginebra. En ese año, a propuesta de la colonia asturiana en Ginebra, es nombrada Hija Adoptiva de Principado de Asturias, lo que constituyó el primer reconocimiento oficial de Zambrano en España. En 1981 se la concede el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y el Ayuntamiento de su pueblo, Vélez-Málaga, la nombra Hija Predilecta. Al año siguiente la Junta de Gobierno de la Universidad de Málaga acuerda el nombramiento de María Zambrano como Doctora Honoris Causa. El 20 de noviembre de 1984, María Zambrano pisa de nuevo suelo español y se instala en Madrid, de donde salió en pocas ocasiones. En esta última etapa la actividad intelectual de María Zambrano es incansable, siendo nombrada Hija Predilecta de Andalucía el 28 de febrero de 1985. En 1987 se constituye en Vélez-Málaga la Fundación que lleva su nombre y en 1988 se le concede el Premio Cervantes.
El 6 de febrero de 1991 María Zambrano fallece en Madrid, siendo enterrada en Vélez-Málaga, su pueblo natal.