01-11-2007 - Huellas, n. 10

Mark Rothko

Detrás del color, una revelación
Roma dedica una exposición al insigne pintor norteamericano, en el extraordinario marco del restaurado Palacio de exposiciones. Viaje por la obra de un artista que aceptó «la realidad de las cosas y su concreción», cuya intensa vida desembocó en tragedia

Cristina Terzaghi

«Querido Rothko, (...) en estos cuadros que parecen hechos de nada, es decir, sólo de color, descubro algo nuevo, se descubre todo lo que está detrás del color, para darle sentido, dramaticidad, en definitiva, poesía. Son estupendos estos cuadros, señor Rothko. Por otra parte resulta indiscutible que éste es el límite máximo al que puede llegar la pintura hoy en día». Hoy, es decir, el 27 de mayo de 1962, después de haber visitado por cuarta vez la exposición individual de Mark Rothko en Roma, el gran director Michelangelo Antonioni, recién llegado de Cannes, en donde había presentado El eclipse, escribía de esta forma al pintor, ya célebre en todo el mundo. La carta, publicada por primera vez con ocasión de la exposición antológica que, casi medio siglo después, Roma dedica a Rothko, en el extraordinario marco del renovado Palacio de exposiciones, se revela como una clave de lectura extraordinaria para la poética del artista. La impresión de Antonioni parece más actual que nunca.
«La primera sala se encuentra a la izquierda», repiten los guías, que tratan amablemente de dirigir a los visitantes en la dirección adecuada. Es verdad, el recorrido tendría que empezar ahí, desde su época figurativa, y sin embargo, nada más entrar, el ojo se ve tan irremediablemente atraído por las obras expuestas un poco más allá que no consigue desviarse a la izquierda y contemplar los trabajos juveniles del artista, partiendo desde el inicio, de los estudios, de lo que parecería más familiar y seguro... Esto no sucede con frecuencia en el arte contemporáneo, pues a menudo el espectador se lanza a lo que ya conoce.

Correspondencia inmediata
En cambio, aquí sucede que la sala es tan increíblemente atractiva, una apoteosis de amarillos, rojos y oros, de deseo de belleza, que nada resulta ajeno al espectador y uno se siente dentro del lienzo, dentro de la vida que transmiten esos cuadros. La correspondencia es inmediata. ¿Qué hay detrás de ese color?
«No soy un pintor abstracto», repetirá toda su vida Mark Rothko, antes Markus Rothkowitz, judío de origen ruso, emigrado a Estados Unidos en 1913, con solo diez años. Y a decir verdad, mirando hacia atrás, hay que creerle.
En 1933 tiene lugar en Nueva York su primera exposición individual. Como muestran las obras de las primeras salas, que se remontan a aquel periodo, el artista está atraído por la vida de la metrópoli. Su interés se dirige decididamente hacia la figura humana, reflejada en su contexto más cotidiano: nacen las Street Scenes o las distintas versiones del Subway, el metro. Pero este interés por el hombre parece plantearle al artista un fuerte interrogante sobre el destino de la persona y de toda la realidad, y en los años cuarenta Rothko se dedica casi exclusivamente a la representación del Mito y de las distintas expresiones religiosas, entre las que pinta con frecuencia la Crucifixión (véase p. 54).

Entre Pollock y Congdon
Por esta vía le resulta fácil al artista encaminarse hacia el Surrealismo, el movimiento pictórico que, en aquellos años, había tratado de representar en mayor medida el inconsciente y la vida interior. Sin embargo, para Rothko la realidad conserva una fuerza superior a cualquier otra. Escribe en 1945: «Acepto la realidad de las cosas y su sustancia. Acepto la realidad de las cosas y su concreción (...). Aprecio demasiado tanto el objeto como el sueño para dejarlos disolverse por efervescencia en la incorporeidad de la memoria y de la alucinación». Este es el periodo en el que Rothko trabaja hombro con hombro con Jackson Pollock, Robert Motherwell y Barnett Newman, en el clima ardiente y vital que distingue a la llamada “Escuela de Nueva York” (de la que formó parte también el joven William Congdon). Rothko, poco a poco, conquista la superficie del cuadro, dando vida a un uso personalísimo del color, primero a través de manchas, a través de la técnica del gouache sobre papel, o con el óleo (el color acrílico no se comercializaba en esos años), creando finalmente los llamados Multiforms, obras en las que el pintor da vida al espacio a través del uso de rectángulos horizontales de distintos colores (un ejemplo en p. 55).
Al mismo tiempo que la búsqueda de la creación espacial mediante el color, Rothko comienza a utilizar el gran formato, que le acompañará toda su vida, hasta los Murals, los grandes murales de finales de los años sesenta en los que, tal vez a causa del malestar existencial de los últimos años, el color es casi abandonado en favor del negro y de los tonos oscuros y apagados: «Pinto cuadros de grandes dimensiones; soy consciente de que históricamente pintar cuadros grandes comportaba un aspecto imponente y pomposo. Sea como fuere, la razón por la que los pinto es precisamente porque quiero ser íntimo y humano. Pintar un cuadro de dimensiones reducidas quiere decir ponerse uno mismo fuera de su propia experiencia, considerar una experiencia a través de un estereoscopio o de una lente reductora. Si se pinta un cuadro de dimensiones más grandes, uno está dentro de él. Es algo que no se consigue controlar».

Vida y obras
Markus Rothkowitz nace en Dvinsk, Rusia (actual Letonia) en 1903. A los diez años emigra con su familia a Estados Unidos. En 1921 se matricula en Yale, pero deja la universidad sin obtener el título. Estudia recitación. Desde 1925 vive en Nueva York, en donde asiste a cursos de dibujo. En 1929 comienza sus estudios de educación artística en el Center Academy del Brooklin Jewish Center, y allí comienza su amistad con el pintor Adolph Gottlieb. En 1935 participa en el grupo de artistas denominado “The Ten”. Este grupo comparte la matriz expresionista, el rechazo del tradicionalismo y el deseo de experimentación. Se hace amigo de Barnett Newman. Desde 1940 abandona los temas del Subway para dedicarse a pinturas de asunto mitológico. En 1945 se casa en segundas nupcias con Mell Beistle, con la que tendrá dos hijos, Kate y Christopher. En 1944 expone con Robert Motherwell y Jackson Pollock, parte del llamado “Expresionismo abstracto” en la galería de Peggy Guggenheim. En 1961 se celebra la gran exposición individual en el Museum of Modern Art de Nueva York. Entre 1965 y 1968 realiza una serie de pinturas para una capilla privada en Houston, Tejas, que el pintor considerará como el punto más alto de su expresión artística; será consagrada como lugar de culto interconfesional en 1971. En este periodo abandona el color y comienza la serie Blackform (obras en tonos negros, grises, blancos y marrones). Dona una serie de obras a la Tate Gallery de Londres, que las expone en un espacio único dedicado a él. Las obras llegan a la Tate el 25 de febrero de 1970, el mismo día en que el pintor se quita la vida en su taller.
«... algo que no se consigue controlar». Una necesidad que le costó cara al pintor. En verano de 1968, a causa de sus condiciones físicas, el médico le prohibió pintar lienzos de altura superior a un metro. Rothko no se dio por vencido y comenzó la gran serie de los Black on Grey Paintings, los lienzos oscuros. Al comienzos de 1969 se separó de Mell, su mujer. Ya gravemente enfermo, se quitó la vida en su taller el 25 de febrero de 1970. Un misterio para todos.