01-04-2008 - Huellas, n. 4
movimientos eclesiales

Chiara y el fuego
que es Jesús

El 14 de marzo culminaba su vida la fundadora de los Focolares, una de los protagonistas de una etapa fecunda de la reciente historia de la Iglesia. A través de ella miles y miles de personas han conocido a Cristo. Así la recuerda un amigo  

Massimo Camisasca

Los santos no se mueven por una necesidad exterior, sino por una urgencia interior. No piensan en crear un orden nuevo. Resulta incluso anacrónico preguntarse qué es lo específico de la realidad que nace de ellos. Lo que ellos quieren es sencillamente seguir radicalmente a Cristo. Aunque el revelarse de la santidad en un hombre o en una mujer es un hecho absolutamente gratuito, a través de los santos fundadores se realiza la renovación de la vida de la Iglesia. Su fe se convierte en forma de la existencia, y ellos obran con sus discípulos una apertura a la totalidad que constituye una respuesta profunda a la necesidad que los hombres viven en ese tiempo. Así han nacido los movimientos eclesiales contemporáneos y las nuevas comunidades. Aparecen después de la Segunda Guerra Mundial, en un momento en el que los cristianos se ven obligados a volver a la raíz de su vocación.

Lo nuevo se abre paso
Así surgieron los Focolares. Así nació Comunión y Liberación. Sus fundadores, casi coetáneos, nos han dejado a distancia de tres años, en este momento de transición de la Iglesia representado por el final del larguísimo pontificado de Juan Pablo II y por el comienzo del de Benedicto XVI. Este último había escrito hace más de veinte años: «Viejas formas salen de escena, lo nuevo se abre paso, crece calladamente. Nuestra tarea es tener las puertas abiertas, prepararles el espacio».
Ahora también Chiara Lubich ha vuelto a ese Dios que la había llamado con una persuasión tan profunda que hizo crecer a su alrededor un pueblo de cientos de miles de personas, que dio a su palabra y a su acción un eco que ha alcanzado también a ortodoxos, luteranos, musulmanes y budistas.
Chiara Lubich nació en 1920 en el Norte de Italia, en la región del Trentino, el mismo año que Karol Wojtyla. Tenía el temperamento propio de las gentes de esa tierra: un carácter fuerte, de hierro, y una dulzura que se expresaba, además de en su sonrisa, en una persuasiva delicadeza en las relaciones. Cuando a veces charlaba con ella me parecía vislumbrar la sombra de De Gasperi, otro hijo de la tierra trentina, que había contribuido como ningún otro a la reconstrucción posbélica de nuestro país después de la Segunda Guerra Mundial. También Chiara, tal vez como De Gasperi, sintió que la misión que Dios le confiaba era la “reconstrucción” de los hombres y de las mujeres, de las almas de los italianos. Como toda persona marcada por una vocación particular, se cambió de nombre (se llamaba Silvia) y asumió el de Chiara, la joven que junto a san Francisco comenzó una nueva forma de vivir la Iglesia a comienzos del Medievo.

El corazón
de su descubrimiento

También Chiara Lubich supuso un inicio. Por primera vez en Italia se reunía en torno a una mujer un grupo de personas que no quería constituir algo particular dentro de la Iglesia, sino simplemente renovar interiormente su tejido. Por vez primera nacía un movimiento, una agregación laical como otras que marcarían la historia sucesiva del siglo veinte en la Iglesia católica y fuera de ella. En torno a una personalidad carismática se reunirían decenas de miles de laicos y sacerdotes, jóvenes y ancianos, intelectuales y gente del pueblo, artistas y profesionales de toda categoría. Reconocían en ella la presencia de Cristo vivo y presente. Chiara no fue idolatrada como otros gurús y profetas ajenos a la Iglesia. Para un número ingente de personas fue el instrumento mediante el cual se produjo el cambio radical de su existencia.
¿Cuál es el corazón de su descubrimiento? Creo que puede resumirse en estas palabras: la humanidad de Jesús es la manifestación de un proyecto misericordioso de unidad que sana las heridas de los hombres y, más allá de los límites de la misma Iglesia católica, alcanza a muchos hombres, cristianos y no cristianos. Surgido de las heridas de la guerra, el Movimiento de los Focolares era intrínsecamente ecuménico. El suyo era el intento de llevar de nuevo la unidad allí donde había división en cada corazón humano. De recrear un “focolare” (“hogar”, en italiano, ndt.). Un lugar en el que el centro es el fuego, la humanidad de Jesús, Jesús entre nosotros, como decía Chiara. Desde aquel fuego se irradiaba la unión entre las personas, sobre todo a partir de aquellos que decidían entregarse a Cristo y vivir en común. También desde este punto de vista, los focolares fueron una innovación. Aun siendo un instituto secular, sus miembros, a diferencia de otros institutos análogos, viven juntos en pequeñas casas. Una idea similar retomaría don Giussani con los Memores Domini.

Agregaciones de laicos
Años cincuenta. Hacía poco que yo había llegado a Milán. Tenía cerca de diez años. Un día mi padre me invitó a ir con él a escuchar la misa dominical en una pequeña iglesia del centro de Milán dedicada a María Niña. Una capilla no parroquial. Le había invitado un amigo. Si mal no recuerdo (han pasado más de cincuenta años), se llamaba Zanzucchi. ¿Quién se reunía en aquella iglesia? Al principio no comprendí bien. No era una comunidad parroquial, no eran religiosos. Era gente cualquiera, personas profundamente ligadas unas a otras, rebosantes de alegría, proyectadas hacia algo absolutamente nuevo y fascinante. En torno a una mujer. Allí conocí por primera vez el nombre de Chiara. Conocí antes a los Focolares que a CL. Desde entonces y durante algunos años mi padre recibía Ciudad Nueva, la publicación quincenal del movimiento, que en esos años salía todavía ciclostilada. Luego pasaría a ser tabloide y finalmente revista. Su director, Boselli, fue durante veinte años un gran amigo mío. Aquel domingo, por primera vez, descubrí que en la Iglesia no había solo parroquias e institutos religiosos, sino también agregaciones de laicos nacidas en torno a hombres y mujeres.

«Lo que cuenta es el Bautismo»
Estuve con Chiara algunas veces. Por ejemplo en Santiago de Compostela, durante la peregrinación con ocasión de la Jornada mundial de la juventud en 1989. Pero quiero recordarla sobre todo en un encuentro durante la preparación del Sínodo de los obispos sobre en laicado en 1986. Me impresionó esta frase suya: «El Bautismo es todo lo que cuenta, cuenta el hombre nuevo que nace de él, su dignidad. Mucho más que las diferencias en la Iglesia, lo que cuenta es el Bautismo». Después, añadió más o menos algo así: «Del Bautismo brota un hombre nuevo, una acción nueva, transformadora. Es la idea de movimiento».
La última vez que vi a Chiara fue en la plaza de San Pedro, el 30 de mayo de 1998. Tres grandes personalidades de la Iglesia se encontraban ante quinientas mil personas. Sabían que se dirigían hacia el momento final de sus vidas. En particular, Juan Pablo II y don Giussani estaban ya marcados visiblemente por la enfermedad. Aquel encuentro expresó en una imagen mucho más que cualquier discurso, la realidad de la Iglesia del siglo XX. Algunos días después, don Giussani escribiría a toda la Fraternidad: «Ha sido para mí el día más grande de nuestra historia. Ha sido el “grito” que Dios nos ha concedido como testimonio de la unidad, de la unidad de toda la Iglesia. Por lo menos, yo lo he percibido así: somos una sola cosa. Se lo he dicho también a Chiara y a Kiko, a quienes tenía a mi lado en la plaza de San Pedro: en estas ocasiones, ¿cómo es posible no gritar nuestra unidad? Nuestra responsabilidad es para la unidad, e implica la valoración extrema del otro, incluso del menor atisbo de bondad que existe en él».