01-06-2008 - Huellas, n. 6

El Año Paulino

Hace un año, en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, el Papa Benedicto XVI convocaba el Año Paulino, a celebrar del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009, con ocasión del bimilenario del nacimiento del Apóstol san Pablo, que los historiadores sitúan entre los años 7 y 10 después de Cristo, y cuyas reliquias se guardan bajo el altar papal de la basílica romana de San Pablo extramuros, en el sepulcro recientemente descubierto por los arqueólogos. El Papa manifestó su deseo de que este jubileo contribuya «a renovar nuestro entusiasmo misionero y a intensificar las relaciones con nuestros hermanos de Oriente y con los demás cristianos que, como nosotros, veneran al Apóstol de los gentiles». En sus múltiples viajes misioneros, a lo largo y ancho del mundo mediterráneo, superando enormes dificultades, peligros, prisiones y naufragios, fundó numerosas comunidades cristianas, que fueron su gozo y su corona. Fue el mayor misionero de todos los tiempos. Sin embargo, en los últimos decenios, se han multiplicado las publicaciones que presentan a Pablo como el verdadero “inventor” del cristianismo que habría transformado la figura de Jesús de «fallido Mesías político» a Mesías exclusivamente espiritual y salvador universal. Una tendencia hoy en boga, que va pareja a una idea de cristianismo reducido a pura sofía espiritual, ajena a la gratuita historicidad de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. El Año Paulino, que empieza a finales de junio, quiere hacer justicia a la verdad histórica del hecho cristiano.
Andrea Tornielli

Tras las huellas de San Pablo
De fariseo que odiaba a los cristianos en nombre de la Ley a “Apóstol de las gentes”. Cuando se abre el año jubilar que el Papa ha querido dedicar al misionero más grande de la historia, queremos redescubrir la figura de Pablo y seguirle en sus múltiples
viajes apostólicos para comprender lo que le movió a entregar su vida 


José Miguel García

El apóstol Pablo es, sin duda, uno de los personajes más conocidos del cristianismo primitivo gracias a los relatos de los Hechos de los Apóstoles y las cartas que él mismo escribió a las comunidades fundadas durante sus viajes misioneros. En ellas, el Apóstol ofrece algunas noticias autobiográficas muy interesantes: Gál 1,13-17, 1Cor 15,8-9; 2Cor 11,22; Rom 11,1; Flp 3,4-6. Gracias a estas breves referencias sabemos que era miembro de la tribu de Benjamín, una de las tribus que permanecieron fieles al pacto con Yahvé; fue circuncidado al octavo día, según ordena la Ley de Moisés; sus padres eran originarios de la tierra de Palestina, probablemente arameoparlantes; y perteneció al grupo fariseo.
Su pertenencia al fariseísmo no sólo implica la observancia estricta de la Ley y el estudio constante de la misma, sino también la separación del resto de los demás judíos para formar parte de la verdadera comunidad de Israel. Pertenecía, pues, a una elite religiosa. Para acceder a ella, el candidato tenía que pasar un período de prueba de más de un año, en el que aprendía a cumplir todas las prescripciones rituales propias de la comunidad y se apartaba de cualquier relación contaminante, pues los fariseos eran laicos preocupados por la santidad ritual de la vida cotidiana. Según ellos, vivir en un país pagano significaba perder esta santidad o pureza; sólo se podía ser verdadero judío en Israel. De hecho, en las fuentes históricas no hay ninguna huella o referencia a la presencia de escuelas explícitamente fariseas fuera de Palestina durante el periodo del segundo Templo, que coincide con los años de la vida de Pablo. Por tanto, si el Apóstol de los gentiles fue educado de forma farisea, esta educación tuvo lugar en Palestina; concretamente en la ciudad de Jerusalén.
Que Pablo, a pesar de haber nacido en Tarso de Cilicia, estuvo vinculado a la tierra de Palestina, y más concretamente a Jerusalén, no lo deducimos sólo de su pertenencia al fariseísmo sino también lo afirma Lucas en el discurso que dirige el Apóstol, desde la escalinata de la Torre Antonia, al pueblo reunido en la explanada del Templo: «Yo soy un hombre judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta misma ciudad (= Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel en la exacta observancia de la Ley de nuestros padres» (Hch 22,3; cf. 23,6). Después de un estudio filológico profundo de esta noticia lucana, W.C. van Unnik llega a la conclusión de que Pablo, aunque nacido en Tarso, se crió desde su más tierna infancia en Jerusalén; a su modo de entender, pasó a vivir a la ciudad santa «antes de que pudiera mirar fuera de la puerta y que pudiera caminar por la calle», es decir, cuando todavía era una bebe. En cuanto a su educación, trascurrió toda ella en Jerusalén, llegando a ser alumno del fariseo Gamaliel.
A pesar de que algunos autores modernos se empeñan en identificar las raíces del cristianismo de Pablo con el mundo griego y le consideran un judío helenístico de la diáspora, sin ninguna “contaminación” de la tradición judía palestinense, la descripción que el mismo Apóstol hace de sí como miembro de la secta farisea y las noticias ofrecidas por Lucas obligan a situar su crecimiento y educación en Palestina. En la misma dirección nos orienta el nombre del Apóstol antes de su conversión al cristianismo: Saúl. Las referencias que tenemos en las fuentes escritas y restos arqueológicos indican que estamos ante un nombre nada común en la diáspora, pero usual en la tierra de Palestina. Por lo demás, no es segura la existencia de escuelas judías en la diáspora; la escasa información que poseemos sobre dicha actividad escolar fuera de la tierra de Israel se concentra solamente en la ciudad de Alejandría.

Perseguidor de la Iglesia
En los Hechos de los Apóstoles, Lucas presenta por primera vez a Pablo con ocasión del martirio de Esteban. Los primeros rasgos que destaca es su implicación en la muerte de Esteban como delegado de las autoridades judías para controlar el desarrollo legal de la ejecución (7,58) y su decidida aprobación de la condena de Esteban (8,1). Poco después lo describe implicado oficialmente en llevar a cabo una persecución sistemática de los cristianos (8,3; 9,1-2). El mismo Lucas nos informa posteriormente que esta persecución no tenía como objetivo sólo el corregir o castigar los errores de esta nueva fe, sino también la pena de muerte (Hch 22,4; 26,10). Pablo, en sus cartas, reconoce que su deseo era destruir totalmente las comunidades cristianas: «…cuán encarnecidamente perseguía a la Iglesia de Dios y la devastaba» (Gál 1,13; cf. también Gál 1,23; Flp 3,6; 1Cor 15,9). Su modo de actuar, según sus propias palabras, trajo consigo daños importantes para la Iglesia naciente.
En el origen de esta oposición frontal, hasta el punto de llegar a la violencia física, se halla su celo por la Ley y su formación farisea, pero sobre todo el escándalo de la cruz. Jesús fue condenado a morir en este suplicio espantoso como consecuencia de una acusación del tribunal supremo judío ante Pilato, prefecto de Judea. Pero antes de comparecer ante el tribunal romano, el sanhedrín había juzgado a Jesús digno de muerte por un delito contra la Ley de Moisés: blasfemia. Este grave pecado, que la ley divina exigía ser castigado con la muerte, aparece atribuido a Jesús en la tradición rabínica. Baste, como ejemplo, esta cita del Talmud de Babilonia: «Jesús el nazareno fue colgado la vigilia de la Pascua. Cuarenta días antes el heraldo había gritado: “Se le está conduciendo fuera para que sea lapidado, porque ha practicado la hechicería y conducido a Israel fuera del camino llevándolo a la apostasía. Quien tenga algo que decir, venga y lo declare”. Dado que nada fue presentado en su defensa, fue colgado la vigilia de Pascua. Ulla decía: “¿Crees que él hubiera merecido una defensa? Fue un mesît (= inductor a la idolatría) y el Misericordioso ha dicho: ¡No debes tener misericordia de él ni encubrir su culpa!”» (bSanh 43a).
Pablo, en cuanto fariseo celoso, consideraba a Jesús un impío, un quebrantador de la Ley, pues se había proclamado igual a Dios al atribuirse el perdón de los pecados o declararse el verdadero intérprete de la Ley mosaica; incluso Jesús había llegado a afirmar que el destino eterno de los hombres dependía de la posición que tomasen ante él, de su aceptación o rechazo. Y sus seguidores, que admitían esta pretensión sacrílega, también eran culpables de idéntico delito. Todos ellos debían ser exterminados si no se arrepentían. «Este Jesús –afirma M. Herranz–, el que presentan los evangelios, el único de la realidad histórica, está ante Dios no con los hombres, total y simplemente como uno de los hombres, sino entre Dios y los hombres. Ante este Jesús, los celosos protectores de la ortodoxia judía, si no acogían con fe su palabra y su persona, debían reaccionar como el fariseo Saulo ante los que habían creído en él».
Pero su vida de celoso fariseo, de la que formaba parte su fanática persecución a la Iglesia, sufre un cambio radical gracias a la decisión de Dios, que en el camino a Damasco le manifiesta el misterio de su Hijo y lo llama a la misión entre los gentiles. Aquel que consideraba maldito de Dios, Pablo lo ve ensalzado a la diestra de Dios, en la gloria divina. Es decir, Jesús se desvela como verdadero hijo de Dios y redentor de todos los hombres. Y el odiado a causa del celo religioso, llega a ser el centro afectivo de toda su existencia.

Pablo misionero
Bien conocidos son los tres grandes viajes misioneros, que Pablo realiza desde el año 45 hasta el 57. En el primero, acompañado de Bernabé, desde el puerto de Seleucia se embarca para ir a Chipre; allí recorre toda la isla predicando en las sinagogas de los judíos. De nuevo, se echa a la mar en dirección a Anatolia, la actual Turquia; recorre las principales ciudades de las regiones de Panfilia, Pisidia y Licaonia. Desandando todo lo andado, llega al puerto de Atalía, desde donde pone rumbo a Antioquía de Siria, el punto de partida. Según cálculos de los estudiosos, Pablo recorrió en este viaje más de mil kilómetros, y probablemente la mayoría de ellos a pie.
Su segundo viaje misionero inicia también en Antioquía de Siria. Decide ir por tierra hacia el Norte, hasta alcanzar la ruta imperial, para visitar las comunidades fundadas durante el primer viaje. Tras un cierto tiempo, Pablo llega a la costa occidental de Turquía, al puerto de Tróade. Decide ir a Filipos, ciudad de la provincia de Macedonia. Recorre la vía que se dirige al sur de Grecia, hasta llegar a Atenas y luego Corinto, donde permanece alrededor de año y seis meses. Regresa por mar a Palestina, haciendo una escala en Éfeso; desembarca en Cesarea, desde donde vuelve a pie a Antioquía, dando por concluido su segundo viaje misionero. Había recorrido unos mil cuatrocientos kilómetros.
Su tercer viaje sigue el mismo itinerario del segundo: alcanza por tierra la calzada imperial que atravesaba Anatolia y recorre los territorios de Frigia y Galacia, visitando las comunidades fundadas en los dos viajes anteriores. Al llegar a Éfeso, capital de la provincia romana de Asia, se establece allí por más de dos años. Después, bordeando el mar Egeo, va a Macedonia y Acaya, donde reside tres meses. Durante este periodo, a causa de la colecta en favor de los necesitados de Jerusalén y Judea, visita de nuevo Filipos y Corinto. Informado de las maquinaciones que los judíos están tramando contra él, decide cambiar sus planes de regreso inmediato a Siria. Desde Filipos se embarca para Tróade, donde se detiene una semana. Regresa por mar hasta Cesarea. Desde allí sube a Jerusalén, donde la comunidad cristiana le recibe con gran gozo. La distancia recorrida en este tercer viaje fue de más mil setecientos kilómetros.
Es fácil imaginar que estos viajes fueron realizados en condiciones duras y peligrosas. Así lo afirma él mismo en su segunda carta a los Corintios: «… tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos del mar; muchas veces, en los viajes, me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros en ciudades, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en noches sin dormir, muchas veces; en hambre y sed, en días sin comer, muchas veces; en frío y sin abrigo, y, además de otras cosas, las atenciones que me asaltan cada día, la preocupación por todas las Iglesias» (11,25-28).
También por testimonio suyo, sabemos que para desarrollar su predicación elegía las sinagogas de las principales ciudades. La elección de poblaciones que eran centros políticos y comerciales facilitaba la difusión del cristianismo en la región circundante, ya que sus habitantes por un motivo u otro tenían una relación estrecha con estas ciudades. Es más, las comunidades cristianas fundadas por él se manifiestan desde el inicio verdaderamente misioneras. Baste recordar, por ejemplo, que las iglesias de Colosas, Laodicea y Hierápolis fueron fundadas en vida del Apóstol por algunos miembros de las comunidades paulinas. «Creer en el Evangelio, subraya M. Herranz, es difundir el Evangelio. Parece como si el Apóstol diese por supuesto, como totalmente natural, que en todo convertido a la fe en Jesucristo nacería a la vez, como le ocurrió a él en el camino de Damasco, el creyente y el apóstol».
Seguramente una de las características que más suscitaron la atracción del cristianismo en las personas fue su fraternidad: hombres de niveles sociales, razas y culturas diversas se amaban mutuamente y ayudaban entre sí. Entre los cristianos se daba una caridad efectiva y concreta, de modo que desde los inicios se estableció una ayuda sistemática a los marginados sociales o más necesitados, como eran los huérfanos y viudas, o también a los transeúntes o itinerantes. En cuanto a los primeros, al estar privados del varón que les protegía, se veían indefensos; además no hay que olvidar que los niños y mujeres, en la mayoría de las culturas de aquella época, no tenían ningún reconocimiento social. Buen ejemplo de la ayuda sistemática promovida por las comunidades eclesiales es la colecta promovida por Pablo en sus comunidades a favor de los cristianos de Judea (Gál 2,10; 1Cor 16,1-2; 2Cor 8-9).
Esta caridad mutua manifestaba también la unidad que vivían los cristianos, generada por el bautismo. En Gál 3,27-28, Pablo afirma esta unidad sirviéndose de las categorías usadas en su tiempo para diferenciar a los hombres: «Pues cuantos en Cristo fuisteis bautizados, de Cristo fuisteis revestidos. No hay ya judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». A una sociedad que promovía sistemáticamente la división Pablo anuncia la gran novedad que introduce Cristo en la vida de los hombres: hace de todos los hombres un solo ser. Todas las diferencias desaparecen en Cristo, pues a través de su muerte y resurrección ha realizado la unidad de todos los hombres. Todos los que son bautizados en su muerte y resurrección forman un solo cuerpo. Así pone fin a la extrañeza y separación que los judíos vivían respecto a los paganos, hace desaparecer el desprecio del hombre libre romano respecto al esclavo y anula la marginación que el hombre imponía a la mujer. Esta experiencia de una humanidad nueva, definida por la caridad y la compasión, correspondiente con los deseos más profundos del corazón, despertaban una fascinación entre la gente más sencilla.

El último viaje
Pablo es llevado prisionero a Roma; este viaje de la cautividad está narrado en los dos últimos capítulos de Hechos (27-28). Lucas lo narra vivamente y con detalle por ser uno de los que acompañaron al Apóstol. Se hicieron a la vela en los últimos meses del año 60. El barco navegó desde Cesarea hasta el puerto de Sidón, donde atracaron; desde allí bordearon las costas de Chipre, Cilicia y Panfilia hasta echar anclas en Mira de Licia, en cuyo puerto cambiaron de nave. La navegación se hizo lentamente desde las costas de Gnido hasta la isla de Creta, donde atracaron en un lugar llamado Puertos Hermosos. El tiempo de invierno estaba a las puertas y la navegación se hacía bastante insegura, por ello decidieron buscar un puerto apto para invernar, eligiendo otro puerto de Creta, llamado Fenice. Sin embargo, una violenta tempestad los arrastró mar adentro. Durante catorce días fueron a la deriva, hasta que la tempestad los arrastró hasta la isla de Malta. Acogidos con gran humanidad por los habitantes de la isla, pudieron invernar allí durante tres meses. Al comienzo de la primavera del año 61 se hicieron a la vela en una nave de Alejandría y llegaron a Siracusa, ciudad siciliana, donde se detuvieron por tres días. Después de pasar por Regio, llegaron a Pozzuoli, donde fueron acogidos por una comunidad cristiana; allí se quedaron una semana. Desde allí se encaminaron a Roma atravesando Foro Apio y Tres Tabernas. En la capital del imperio Pablo pudo alquilar una casa; en ella vivió por dos años bajo custodia militar, pero con libertad de acoger a todos los que acudían y de anunciarles la fe en Jesucristo. Muy probablemente en el año 63 consiguió de nuevo la libertad y pudo realizar otros viajes. Según una tradición antigua, tuvo oportunidad de realizar su gran deseo de venir a España (cf. Rom 15,28).

Fuera de los muros
Después de una segunda prisión Pablo fue decapitado en la vía Laurentina, en un lugar llamado ad Aquas Salvia, muy probablemente en el año 67. La tumba de Pablo se halla en la basílica extramuros de San Paolo. Al principio los cristianos construyeron un pequeño monumento sepulcral, al que se refiere el presbitero Gayo. De modo semejante a lo que hizo con el sepulcro de Pedro, Constantino mandó edificar una basílica al comienzo del siglo IV. Pero a finales del mismo siglo los emperadores Valentiniano II, Teodosio y Arcadio la ampliaron y cambiaron su posición primera. Con ocasión de la restauración de la basílica después de un terrible incendio (26 julio 1823), se descubrió que bajo la basílica existe un cementerio, que debió formarse entre los siglos I-IV. La veneración de aquel lugar, por tanto, existía ya poco después de los acontecimientos que el monumento conmemoraba.