01-11-2008 - Huellas, n. 10

Asís  Descubrir una obra maestra

Giotto y el enigma de Isaac
Historia de un fresco que para los expertos ha supuesto siempre un enigma.
Los estudios desmienten las hipótesis anteriores y sugieren un genio que llevó a cabo una verdadera revolución para expresar la fe

Giuseppe Frangi

La próxima vez que tengáis la dicha de visitar la Basílica Superior de Asís, fijaos en la tercera campata (italianismo con el que se designa al campo o distancia que hay entre dos soportes) de la pared derecha. Ahí, en esos dos recuadros arriba, separados por una alta ventana a ojiva, está pintado el comienzo de todo. Vamos a explicarlo.
Los dos apartados representan la escena de La bendición de Jacob, excepcionalmente separados por dos marcos decorativos. A la izquierda, se ve a Isaac, ciego y moribundo, que bendice a su segundogénito Jacob. A la derecha, está Esaú, víctima del engaño urdido por su hermano y su madre, Rebeca. En los libros de Historia del Arte, estas dos escenas de extraordinaria belleza se han catalogado siempre como obras de un supuesto “Maestro de las historias de Isaac”. Debido a razones estilísticas, además de técnicas (se encuentran en el registro alto y, por lo tanto, fueron ciertamente pintados antes del más célebre ciclo de frescos con las Historias de San Francisco), los dos recuadros son los más antiguos de la nave de la Basílica.

“O” como original
Su calidad es de tal calidad y, sobre todo, su modernidad han supuesto un verdadero enigma ante el cual, enteras generaciones de estudiosos se han estrujado los sesos.
Hasta que un crítico de la talla de Luciano Bellosi, superando toda vacilación, avanzó la única hipótesis sostenible para la autoría de esta obra maestra: Giotto. Toda su argumentación se ha recogido en un libro publicado hace unos meses con un hermoso título: E i vivi parean vivi (un verso de Dante en el Canto XII del Purgatorio: «y los seres vivientes parecían vivos»). En él, recorre los motivos que le llevan a desmentir la hipótesis que Federico Zeri formuló en los años 90, según la cual todo el ciclo de la nave de Asís había de atribuirse a un maestro romano perteneciente al círculo de Pietro Cavallini.
Hoy la hipótesis de Bellosi encuentra una confirmación en un magnífico libro, que acaba de publicar Electa, a cargo de Serena Romano, una estudiosa que conoce como muy pocos las obras de Asís (La O de Giotto, Electa, 38,00 €).
Pero volvamos a los dos recuadros. Nos encontramos a finales del año 1200. Las obras arquitectónicas de la basílica han acabado y el Papa Nicolás IV, el primer franciscano que accede al solio pontificio, encarga la pintura de los frescos. No se han conservado documentos al respecto, pero la cerrada sucesión de fechas no deja lugar a duda. A comienzo de los 90 se montan los andamios y de esa pared de la derecha de la nave se ocupa un maestro que emprende algo absolutamente nuevo, bajo cualquier punto de vista, incluido el técnico. En efecto, por primera vez la argamasa del revoque, sobre el cual el pintor pintaba “a fresco” (por lo tanto en el arco de un día), no se realizó por tiras desplazándose por los andamios en sentido horizontal, desde arriba abajo. El maestro quiso que el enlucido siguiera los perímetros de las figuras, demostrando pleno conocimiento de las técnicas de la pintura antigua. La argamasa del enlucido debía servir a las necesidades expresivas del artista y no viceversa.
El maestro tenía las ideas muy claras, ya que concluyó los trabajos en tan sólo quince días. Son seis y siete, respectivamente, las jornadas laborales que se pueden reconstruir precisamente siguiendo la argamasa del enlucido. En palabras de Serena Romano, el desarrollo narrativo es grandioso, «escenifica el primer drama psicológico de la pintura medieval» y engloba, por primera vez, «el elemento del “tiempo” en la narración». Isaac, tendido en su ancho lecho, dentro de una habitación de extraordinaria objetividad y profundidad espacial, con los ojos incrustados de modo real por la ceguera que le afligía, es el protagonista inconsciente y silencioso de las dos escenas. A la izquierda, una sirviente lo sostiene en el esfuerzo de incorporarse. A la derecha, parece como recaer atrás rechazando la oferta de Esaú. Pero quien dirige ambas escenas es Rebeca que, a la izquierda, observa ansiosa por el engaño tramado con Jacob, mientras que, a la derecha, retratada de espaldas, huye de la habitación envuelta en una capa. Se trata de un pasaje del relato pictórico de una síntesis y modernidad sorprendentes.

En Padua, la intensidad
de la madurez

A estas alturas, resulta obvia la pregunta crucial: ¿qué le lleva a la autora a atribuir a Giotto la autoría de las dos escenas? Un trabajo de identificación con la forma mentis del artista es lo que conduce a Serena Romano a formular su atribución. En las Dos historias de Isaac en efecto se encuentran, en forma de invención, muchísimos elementos que Giotto utilizará en su madurez en los frescos de Padua, más de diez años más tarde, alcanzando su máxima intensidad. Son muchos y realmente fascinantes estos elementos de coincidencia. Uno destaca en particular: el “gesto”. Giotto introduce a menudo un gesto emotivamente fuerte como clave de sus composiciones. En las dos historias son las manos icásticamente aisladas sobre el fondo rojo del cortinaje que cierra la habitación de Isaac. Es la misma potencia esencial e intensa que volvemos a encontrar en la mano de Cristo que destaca sobre el azul del cielo en la escena de La entrada en Jerusalén, en Padua; o la misma efigie frágil y dramática del brazo del niño, brutalmente levantado, en La matanza de los inocentes; o la amorosa tensión de las manos de Magdalena en el Noli me tangere, que tanto impactaron a don Giussani (véase el apartado). Muchos más son los elementos que llevan a la autora a identificar en Giotto el maestro de Las historias de Isaac.
Serena Romano tiene el mérito de ofrecérnoslos con una mirada neta y detallada, que constituye el atractivo del libro. Lo que queda al acabar su lectura es el relato pormenorizado de algo inaudito y novedoso que surgió en el ámbito de la expresividad humana a finales del siglo XII. Su carácter de “novedad” permitiría luego a Giotto, en Padua, expresarse de manera admirable y sumamente elocuente.


«Una amiga nuestra de Madrid, que ahora vive en Roma, me ha enviado un detalle (de Giotto; ndr) del encuentro de Magdalena con Cristo resucitado: Magdalena tiende hacia Él sus manos y Él la para: “Detente, no me toques, porque todavía no he subido al Padre”. La foto enmarca las dos manos de Magdalena y la mano de Cristo. Es algo hermosísimo porque no contempla nada más: las dos manos de Magdalena tienden hacia Él y Cristo marca el confín. Es un umbral. El umbral está al término del camino y da comienzo a un nuevo tramo, a otra modalidad de camino. Uno recorre veinte kilómetros, vive para llegar a casa; cuando llega al umbral de la casa, vive de otro modo (en el hogar se vive de otro modo). Antes, a lo largo de los veinte kilómetros, sufre el frío, el hambre, el cansancio; cuando entra en casa, encuentra su morada»
(Luigi Giussani, Vivendo nella carne, BUR, pp. 323-324)


Pintura “a fresco”
Pintura realizada sobre una superficie cubierta con una delgada y suave capa de yeso, en la cual se va aplicando cal apagada (CaOH2) y cuando la última capa está todavía húmeda, se pinta sobre ella, de ahí su nombre. El fresco se ejecuta en jornadas de trabajo de 8 horas, ya que la cal en un periodo de 24 horas comienza su proceso de secado y no admite más pigmentos. Por ello algunos acabados se realizaban en seco, con temple, es decir, aglutinados con cola. A esa técnica se la conoce como fresco seco. La realización de un fresco se desarrolla en tres fases: soporte, intonaco y colores. El soporte, de piedra o ladrillo, debe estar seco y nivelado. Antes de la fase de intonaco, se prepara con una capa llamada arriccio, de un centímetro de espesor aproximadamente, con el fin de dejar la superficie lo más lisa posible. El intonaco se compone de una amalgama de polvo de mármol, cal y agua. El color, se aplica sobre el intonaco mientras éste se encuentra aún húmedo. La gama de colores se reduce a los de origen mineral. Al secarse la cal, los pigmentos quedan integrados químicamente en la propia pared, por lo que su durabilidad se vuelve muy alta. La principal dificultad de esta técnica es el hecho de que, una vez pintado, no se puede corregir lo hecho. Una vez aplicado, el color es inmediatamente absorbido por la base. Las únicas correcciones posteriores se pueden hacer sólo cuando el fresco ha secado, mediante aplicaciones de temple. Otra dificultad consiste en la diferencia de tono del color entre el momento de aplicación y el resultado final una vez seco. El pintor debe anticipar y prever el resultado final.

Diccionario de términos de arte, Fatás, G. y Borrás G.M., Madrid, 2003
 campata: italianismo con que se designa al campo o distancia que hay entre dos soportes          (p. 66).
 argamasa: mezcla de cal, arena                   y agua de consistencia plástica (p. 31).
 revoque: capa de cal y arena con que se recubre un paramento (p. 280).
 intonaco: última capa que se aplica en la pared en la técnica del buon fresco.