01-12-2008 - Huellas, n. 11

Sagradas Escrituras

El deseo
de descubrir
más a Cristo

¿De dónde procede la forma de leer los Evangelios que tenía don Giussani?
¿A qué clase de identificación nos remitía Julián Carrón en su intervención
en la Apertura de curso de CL en Milán? ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer a Cristo?
Un biblista nos explica por qué es un problema de «realismo»

a cargo de Alberto Savorana

Cualquiera que haya escuchado a don Giussani leer el Evangelio se ha sentido naturalmente transportado a los lugares de la vida de Jesús, casi confundido entre la multitud en la colina de las bienaventuranzas o en la orilla del lago Tiberíades. En la jornada de Apertura de curso de CL (ver “página uno” del número de octubre de Huellas), Julián Carrón señaló que solemos tener una dificultad para reconocer los “rasgos inconfundibles” de Cristo en el encuentro con hechos y personas que documentan una humanidad diferente. Y añadía: «Nos cuesta trabajo porque nos falta identificarnos con Jesús, con el Evangelio, tal y como don Giussani nos ha testimoniado a lo largo de su vida; porque nosotros no podríamos identificarnos con esos episodios si no hubiésemos escuchado a don Giussani hacerlo incansablemente».
Provocados por estos juicios, hemos pedido a Ignacio Carbajosa Pérez (Cartagena, 1967), doctor en Ciencias Bíblicas, profesor de Sagrada Escritura en la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid y de Lenguas Semíticas en el Instituto de Filología clásica y oriental “San Justino”, que nos ayude a entender el alcance de estas afirmaciones.
«Llevamos sobre nosotros el dualismo que Carrón ha descrito este verano - dice Carbajosa -, esa separación entre Dios como origen de la vida y Dios como hecho del pensamiento. Por eso, vivimos la realidad en la que Él se manifiesta, pero después nos acercamos al Evangelio, a la liturgia o a la oración, de forma espiritualista, siguiendo una devoción. En cambio, en don Giussani se daba esa unidad que expresa tan bien la frase de san Agustín que Julián citó en el Sínodo: “In manibus nostris sunt codices, in oculis nostris facta”. Es decir, tenemos ante los ojos los hechos potentes de Su Presencia, y en nuestras manos están los Evangelios, que documentan los orígenes de esa Presencia y sus verdaderos rasgos inconfundibles».

Cierta lectura espiritualista del Evangelio –de la que es culpable también un determinado tipo de predicación– lo aleja de la vida cotidiana y hace inevitable que nos preguntemos por qué habría que perder el tiempo con las cosas que dice la Biblia. Esta es una pregunta que ha marcado el reciente Sínodo de los obispos sobre la palabra de Dios y su lectura, en relación con la vida y la misión de la Iglesia hoy.
Esa lectura es fruto del dualismo al que aludía anteriormente. Solemos detenernos en la apariencia cuando describimos la realidad y no hacemos todo el recorrido de la razón hasta llegar al Misterio. Y entonces la realidad ya no es signo de otra cosa. La mujer te cansa, tarde o temprano. Don Giussani, en cambio, nos ha enseñado un modo de mirar la realidad que reconoce al Misterio que continuamente la está generando. De hecho, hemos aprendido de él que Misterio y signo coinciden, y se ofrecen a nuestra interpretación. En el signo concreto, carnal, real, se me ofrece el Misterio, tierno, más real aún que el propio signo, porque sin el Misterio no habría signo.

Entonces, ¿cómo es posible que, en la lectura de los Evangelios, no leamos y miremos conmovidos los gestos, los rasgos de esa Presencia que nos toca aquí y ahora a través de una inmensa marea de hechos y testigos?
Es un problema de realismo: se trata de mirar bien, hasta el fondo, la realidad que tenemos delante, llegando a su origen, que los Evangelios testimonian de manera única, inspirada, canónica. Aún hoy, con su forma de leer los Evangelios, don Giussani nos reta a tener una relación intensísima con la realidad-signo, cargada de pasión y afecto.

Habitualmente, cuando el Evangelio no es una ocasión para huir a un “cielo” alejado de la realidad, se convierte en la coartada para hacer una serie de llamamientos “morales”, casi como si fuese un manual de reglas. Se pone así en primer plano un esfuerzo de coherencia que se le pide al fiel para ser un buen discípulo de Jesús, a través de cosas que hacer y prohibiciones que respetar. ¿Es suficiente esto para que el anuncio de Cristo sea contemporáneo y convincente?
Cuando era niño, había en mi parroquia un cura que repetía siempre en sus sermones, casi como un estribillo: «Por eso, hermanos, tenemos que procurar esforzarnos…». Y era su conclusión lógica del Evangelio. Pero yo me pregunto: ¿cómo puede un hombre no reducir el Evangelio a reglas morales? ¿Qué habría sido la Ley (es decir, La Torá, los primeros libros de la Biblia) para los discípulos de Jesús si Él no se hubiese acercado a ellos, si no hubiese entrado en relación con ellos de esa forma tan convincente? Reglas, como, de hecho, era para los fariseos. Pero cuando se toparon con Él… entonces sí: ¡toda la Escritura hablaba de Él!
¿Estás diciendo que sólo un encuentro hizo salir a los discípulos de Jesús del riesgo de reducir la Escritura a una ley?
Exactamente. Es un espectáculo ver, casi sorprender, a los autores del Nuevo Testamento descubriendo siempre asombrados en el Antiguo Testamento (es decir, la Escritura para ellos) los anuncios de aquello que ellos mismos protagonizaban. Pedro lo dice así en su primera carta, hablando de los profetas: «Y les fue revelado que no para sí mismos, sino para vosotros, eran ministros de esas cosas que ahora os han sido anunciadas por los que os han predicado el Evangelio en el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en la que los ángeles desean poner la mirada» (1Pe, 1,12).
Tenemos que atenernos a lo que testimonia el Evangelio. O Jesús se hace presente hoy, de forma que toque mi razón y mi afecto, como hizo con Juan y Andrés junto al Jordán, o será inevitable reducir la Escritura a lo que pienso o siento.

Sin embargo la modernidad ha mantenido insistentemente la pretensión de un conocimiento objetivo. Este conocimiento objetivo lo llevaría a cabo una razón separada de la fe (que, según se sostiene, es subjetiva y por tanto no fiable) y del afecto, del sentimiento (entendido como algo que altera la objetividad). Se dice que sólo una razón despegada, que no se compromete emotivamente con su objeto, puede conocer verdaderamente la realidad. Pero la Sola Ratio como método de conocimiento del “hecho” se ha revelado impracticable. Así lo han demostrado, por ejemplo, los estudios de Albert Schweitzer a propósito de la historicidad de Cristo o de los Evangelios: su resultado, una incertidumbre total sobre aquello que se quería definir…
En realidad, antes que la Sola Ratio nació la Sola Scriptura de Lutero, que fue el primer intento de sustraerse a la Tradición de la Iglesia (dogma, Papa, Sacramentos), que acompaña a la interpretación de la Escritura. Pero, sin la presencia viva de Cristo en la Tradición de la Iglesia, ¿qué nos queda para interpretar la Escritura? La razón. Una razón separada del acontecimiento cristiano que siempre la había abierto de par en par. Pero la historia ha mostrado claramente cómo la Sola Ratio ha destruido la fiabilidad de la Biblia. Ha reducido la excepcionalidad histórica descrita en los evangelios a lo que puede ser previsible. El milagro, por ejemplo, tiene que eliminarse: no es razonable. Si no sucede hoy, no podía suceder entonces.

¿Qué ha quedado de Jesús, entonces?
Jesús es sólo la máxima expresión del hombre religioso (como en Kant y en Harnack). Y la Escritura que nos trae a “este” Jesús se aleja de nosotros cada día más. Es el gran e insalvable foso del que hablaba Lessing, que se abre entre Jesús y yo. En la exégesis actual mucha de la investigación sobre el Jesús histórico parte todavía de este foso. Y el resultado es una incertidumbre terrible sobre Jesús y una desconfianza hacia los datos de los evangelios que, se nos dice, son expresión de una fe (y por tanto no “objetivos”). Esta es la situación dramática que ha empujado al Papa a publicar su Jesús de Nazaret, que podría haberse quedado escondido en su mesilla de noche después de que lo eligieran Obispo de Roma.

Volvamos al desafío que ha lanzado Julián Carrón: «Los Evangelios son –y serán siempre– el canon, la regla que nos ayuda a descubrir cuándo una experiencia es verdaderamente cristiana. Porque en el presente y en cada momento de la historia sucede lo mismo (a través de nuevos rostros, de otras caras) que sucedía al principio; pasa a través de rostros diferentes, pero Él se hace presente a través de los mismos rasgos inconfundibles que le pertenecen». ¿Qué implicaciones tiene en términos de método esta afirmación?
Basta con mirar cómo leía don Giussani el Evangelio. Para él era una verdadera “corrección”, una fuente continua de novedad. Era como un diálogo con el Misterio que tenía frente a los ojos y que se ofrecía con un testimonio excepcional, canónico, en los Evangelios. Hoy nosotros no podemos hablar de moralidad sin tener la mirada puesta en el diálogo entre Jesús resucitado y Pedro en la orilla del lago Tiberíades. O no podemos hablar de cristianismo como acontecimiento sin volver a la narración del primer encuentro entre Jesús y los dos discípulos del Bautista. ¿Exageraba don Giussani cuando decía que leía todos los días estos dos pasajes?

No, antes bien, era una forma de ensimismarse con el Misterio. En un documento de 1993 de la Pontificia Comisión Bíblica, leemos: «La hermenéutica contemporánea es una sana reacción al positivismo histórico y a la tentación de aplicar al estudio de la Biblia los criterios de objetividad utilizados en las ciencias naturales. Por una parte, los hechos recogidos en la Biblia son hechos interpretados; por otra, toda exégesis de las narraciones de estos hechos implica necesariamente la subjetividad del exégeta. El justo conocimiento del texto bíblico es accesible sólo a quien tiene una afinidad vivida con aquello de lo que habla el texto». ¿Qué debemos entender con la expresión “afinidad vivida”?
El Concilio Vaticano II usaba una expresión similar: leer la Escritura «en el mismo Espíritu con el que fue escrita». O hay una contemporaneidad con Jesús (y es el Espíritu el que genera hoy, en la Iglesia, la misma historia que cuentan los Evangelios) o es inevitable reducir lo que leo a lo que pienso o siento, como hemos dicho. Carrón, en el Sínodo, contaba un episodio que le había sucedido en Madrid: una mujer que acababa de encontrar la fe a través de unos amigos cristianos decía al escuchar el Evangelio: «¡A esta gente le pasaba lo mismo que a nosotros!». Esto es la afinidad vivida: hoy hago experiencia de la misma excepcionalidad de la que hablan los Evangelios.

La experiencia del ensimismamiento es propia de la dinámica de la vida del hombre. Un niño crece en la relación con sus padres, el alumno en la relación con el maestro. Sin embargo la revolución del 68 proclamó que el secreto de la realización del yo era liberarse de toda atadura…
¡Pero esta pretensión es muy antigua! Ya en el profeta Isaías leemos: «Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí. Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne» (Is 1,2-3). El profeta nos hace ver, con una imagen muy poderosa, la irracionalidad de esta rebeldía. Y sus consecuencias: la destrucción y el exilio. Me parece que hoy no estamos demasiado lejos de aquella profecía.

Dice don Giussani en ¿Se puede vivir así? que ensimismarse tiene las características de la imitación. ¿Por qué imitar a otro no anula los rasgos característicos del que se ensimisma? En resumen, ¿por qué la imitación no es algo que aliena?
Imitar es un trabajo de la mirada, del corazón, de la inteligencia: ensimismarse con la razón de otro, con una alteridad que me corresponde, que quiero hacer mía. El que no imita simplemente repite. Hoy todo el mundo repite: en su forma de vestir, de pensar, de relacionarse con su novia… Sólo imitar te libera y te devuelve tu verdadero rostro (¡tu corazón!), protagonista, capaz de relacionarte con todo a partir de tu carácter y tu temperamento. Así les pasó a los apóstoles con Jesús. Judas repetía: se quedaba en la superficie, en las cosas en que él podía “estar de acuerdo” con Jesús. Pedro, por el contrario, se ensimismó con las razones de otro; descubrió la relación de Jesús con el Padre, intuyó el misterio de la pretensión de Jesús. Y fue protagonista de la historia, con una capacidad de afecto que lo llevó a dar la vida por Cristo.

Trata de releer esta frase del entonces cardenal Ratzinger a la luz de nuestro tema: «La fe es una obediencia de corazón a esa forma de enseñanza a la que hemos sido confiados».
Esta frase parte de un pasaje de San Pablo en la carta a los Romanos: «gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis entregados» (Rm 6, 17). La obediencia de corazón no se opone a la libertad, sino a la esclavitud. Seamos claros: en nuestra experiencia nos damos cuenta de que obedecer a la belleza encontrada nos lleva a la libertad. Seguir la propia apetencia en nombre de la libertad no lleva más que al aburrimiento y a la destrucción de las cosas que más se aman.

Cuando se leen los comentarios a los libros de la Biblia hechos por especialistas es difícil no quedarse “perplejos” y “frios” a la vez, ante el despliegue de datos literarios, históricos, contextuales. Parece que no hay espacio para lo divino que ha entrado en la historia. Pero estos mismos estudiosos, cuando predican, tienen que añadir algo “más espiritual”...
Necesariamente. De hecho racionalismo y devoción van de la mano. Siempre me ha sorprendido cómo termina la Vida de Jesús escrita por Strauss a principios del siglo XIX. Después de haber destruido los fundamentos históricos de la fe en Jesús, tiene que iniciar la tarea de reconstruir esa misma fe sobre otros fundamentos. Merece la pena citar sus palabras: «La piedad se aleja horrorizada de esta angustiosa profanación y, fuerte en la irrefutable auto-evidencia de su fe, afirma que, a pesar de lo que una audaz crítica pueda hacer, todo lo que las Escrituras declaran y la Iglesia cree de Cristo seguirá subsistiendo como verdad eterna, de modo que no es necesario renunciar ni a una tilde. Así, al final de la crítica aplicada a la historia de Jesús, se nos presenta el siguiente problema: restablecer dogmáticamente [es decir, en el nivel teológico] lo que ha sido destruido críticamente [es decir, en el nivel histórico]» (§144).
De este modo la fe tiene que auto-afirmarse al margen de la historia y de la razón. A pesar de la realidad. Como no nos basta el examen crítico de los evangelios para vivir, tenemos que añadir el discurso espiritual. Pero este paso se percibirá, necesariamente, como un añadido, como algo que no se sigue, como algo optativo. ¡Pero no es así! ¡El Misterio es un factor de la realidad! Si no describimos la realidad hasta llegar al Misterio no tenemos en cuenta todos los factores, nos faltará siempre algo, nuestro análisis no podrá decirse “exhaustivo”. Es un problema de razón, y si no llegamos a este punto el dualismo al que aludía antes seguirá presente en la interpretación de la Escritura.
Hace tiempo decía Ratzinger que «el debate en torno a la exégesis moderna no es un debate entre historiadores sino un debate filosófico». Precisamente por ello al exégeta no se le debe pedir ser más espiritual sino más realista y más razonable.