01-02-2009 - Huellas, n. 2

ENTREVISTA

La esperanza en Dostoievski
Alegría y dolor, muerte y perdón. Para el célebre autor ruso, todo estaba «urdido por el Evangelio». ¿Cómo pudo descubrir lo que sustenta la existencia un hombre «que pasó por el crisol de la duda»? Responde TatIana Kasatkina, conocida estudiosa del escritor, gracias al cual ha descubierto la fe

Giovanna Parravicini

«Lo mío no fue una elección. Me topé con Dostoievski a los 11 años, cuando leí El idiota. Desde entonces no me separé de él, no sabría concebir mi vida lejos de él». Tatiana Kasatkina, nacida en 1963, es colaboradora científica del Instituto de Literatura universal de la Academia Rusa de las Ciencias, y dirige la Comisión de estudios de Dostoievski, creada hace ocho años en el seno de la misma Academia. Es por tanto una de las mayores expertas mundiales del escritor, y ha dirigido la publicación de una colección de obras suyas en nueve volúmenes. Pero su vinculación con Dostoievski va mucho más allá del mero interés académico. Educada en un país que hacía gala de la propaganda del ateísmo y que había prohibido la Biblia («el primer Evangelio clandestino llegó a mis manos cuando tenía 17 años»), Tatiana descubrió la fe gracias al autor de Crimen y castigo: «Cuando el régimen eliminó a Dostoievski de la lista de autores prohibidos, se quitó una tapa que nos impedía mirar hacia el cielo y se abrió una ventana para toda una generación». Tatiana Kasatkina, que se encontraba en Italia hace algunas semanas para participar en el congreso sobre Vasili Grossman*, habló de la esperanza en Dostoievski ante cientos de estudiantes en la Universidad Católica de Milán y en la Universidad de Florencia. Y lo hizo observando, entre otras cosas, muchas analogías entre el célebra escritor ruso y don Giussani (en abril de 2008 la estudiosa presentó el libro ¿Se puede vivir así? en la Biblioteca del Espíritu en Moscú): «Ven las cosas de una forma muy similar». ¿Un ejemplo crucial? «Para ambos el corazón del cristianismo es la Presencia misma de Cristo. No un acontecimiento confinado en el pasado, hace 2000 años, sino algo que vuelve a suceder continuamente».

¿Qué semejanzas ha hallado en la experiencia de esperanza de dos personas tan lejanas entre si en el tiempo y en el espacio?
Reflexionando a fondo sobre este tema, me he dado cuenta de que las analogías son muchas más que las diferencias. Lo cual demuestra que el cristianismo en su hondura última es unitario, produce los mismos frutos y no puede ser de otra manera. Don Giussani habla de la esperanza en los términos de una Presencia real, que existe, y hacia la cual debemos tender continuamente. En otras palabras, nos muestra que Dios ha dado ya un paso y espera la respuesta del hombre, permaneciendo humildemente a la espera. Diría que don Giussani no habla mucho o sólo de la esperanza que el hombre pone en algo o en alguien, sino que pone el acento en Dios, que a pesar de todo sigue esperando en el hombre: «Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3,20). Pues bien, esto es exactamente lo que dice también Dostoievski.

¿En qué sentido?
Su obra está completamente encaminada a descubrir la manifestación de la imagen de Dios en el hombre, una imagen que parecería terriblemente ofuscada, alterada, distorsionada, una especie de icono ennegrecido y deformado, pero que sin embargo nunca desaparece del todo; es una imagen indeleble que se sustenta sobre aquella promesa de la fidelidad de Dios: «Siempre seguiré llamándote». Firme es Su misericordia, ésta es nuestra esperanza. La esperanza se apoya en una Presencia presente aquí, ahora y siempre, a nuestra puerta, siempre a la espera de nuestra libertad. Dios está siempre disponible, nosotros en cambio raramente lo estamos. En el Diario de un escritor,  en un momento dado Dostoievski admite que los cristianos auténticos son pocos, demasiado pocos, parece casi que ya no haya verdaderos cristianos. Pero enseguida se pregunta: pero, ¿qué sabemos nosotros de cuántos cristianos auténticos hacen falta para que no sucumba en el mundo la “gran esperanza”?

Esperanza, grandeza, belleza... Con frecuencia se dice que los personajes más destacados en Dostoievski son los negativos y tenebrosos, mientras que por el contrario los personajes “positivos” son incompletos, imperfectos. Dostoievski sería, por tanto, el genio de la “desesperación” humana, de la imposibilidad dolorosa de realizar nuestras esperanzas…
Discrepo absolutamente de esta interpretación. El problema estriba en que somos incapaces de mirar, de percibir la belleza auténtica, esa belleza tan discreta, “a la espera”, justamente como Cristo. Por el contrario, la falsa belleza es vistosa, agresiva, se impone con su presencia imperiosa y no pide permiso a nadie para abrirse camino en nuestra alma. En la obra de Dostoievski existen figuras positivas espléndidas, portadoras de la auténtica belleza, de la auténtica esperanza; somos nosotros los que no conseguimos advertir esa hermosura. Basta con pensar en los capítulos dedicados al staretz Zósima en Los hermanos Karamazov. Y viceversa, pensemos en el célebre diálogo entre Iván y Aliosha: Iván, en su rebelión, impone su personalidad, su voluntad, y aunque dice a su hermano menor que no quiere interferir en su vocación, en realidad le declara abiertamente que no está dispuesto a “cedérselo” al staretz Zósima.

Dostoievski escribía: «Mi hosanna ha pasado a través del crisol de la duda»...
Él penetra en la hondura del mal humano, pero conoce también la verdad, y no se defiende de ella. Ésta es la cuestión. También nosotros conocemos la verdad, y la conoce el mismo Iván, pero se atrinchera en el rechazo de Dios en nombre de los horrores y los sufrimientos infligidos a los niños inocentes. Y todos nosotros, en un primer momento, estaríamos dispuestos a suscribir su rechazo de que una madre pueda perdonar al verdugo de su hijo –¡no tiene derecho a perdonarle, ni siquiera si su mismo hijo lo perdonase!–. Pero optando por esta postura, cediendo a esta actitud aparentemente “humana”, en realidad, ¿qué producimos en nosotros y en torno a nosotros? Dostoievski nos lo muestra enseguida, después, a través del mismo Iván, que, para introducir la historia del Inquisidor, relata una antigua leyenda bizantina en la que la Virgen, después de haber visto los tormentos de los condenados, implora piedad para la humanidad pecadora. Cuando, por toda respuesta, Dios le muestra las manos y los pies del Hijo traspasados por los clavos, preguntándole cómo es posible perdonar a Sus verdugos, María ordena a todos los santos, a los mártires, a los ángeles y a los arcángeles que se postren para pedir misericordia para todos los hombres, indistintamente. Ante este cuadro, comprendemos que aceptando la lógica de Iván, el rechazo del perdón, la humanidad perdería cualquier posibilidad de ser perdonada, amada, rescatada. La Madre del Crucificado no sólo perdona a los verdugos de su Hijo, sino que se convierte en madre suya, en su amparo y esperanza a pesar de todo el mal cometido, desvelando de esta forma cuál es la belleza auténtica y real que corresponde profundamente al corazón humano.

El siglo de Dostoievski fue dominado por la utopía, una esperanza depositada en las manos del hombre. Hoy la humanidad, que se halla presa del cansancio y de la mezquindad, parece refugiarse a menudo en esperanzas parciales, en un egoísmo aparentemente razonable. ¿Cómo encontrar de nuevo la auténtica esperanza?
Dostoievski muestra que el cristianismo es una gran paradoja, precisamente desde el punto de vista de una razón entendida como medida de todas las cosas. No existe belleza, no existe verdad, no existe esperanza en definitiva, si se abandona el nexo con lo eterno, con otro mundo, que fundamenta y da significado a todo lo que existe en este mundo. Debemos reconquistar continuamente una lógica que no es la nuestra, pero que reconocemos como más verdadera, humana y correspondiente a nuestro corazón que aquella que usaríamos instintivamente. Resulta impresionante observar cómo para Dostoievski la realidad está enteramente urdida por el Evangelio, cómo para él el Evangelio y la presencia viva de Jesucristo son una referencia con respecto a lo que sucede, desde las vivencias personales a las crónicas que el escritor comenta en sus artículos. Detrás de cada imagen evocada por Dostoievski vemos la realidad viva y existencial de Cristo, realidad que nosotros en cambio hemos reducido a percepción puramente estética, artificiosa. La generación de Dostoievski (él mismo en su juventud) había recorrido el camino de Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, paradigma del hombre que creado a imagen de Dios degenera en el Anticristo porque quiere emular a Cristo obrando únicamente con sus fuerzas y rechazando a Dios, que es la salvación.

¿Hay alguna imagen en la obra de Dostoievski que represente nuestra época con sus falsas esperanzas?
Pensemos en la joven Liza (en Los hermanos Karamazov), que se imagina que crucifica a un niño inocente, y mientras éste muere entre tormentos ella está ante él comiendo su dulce preferido, la mermelada de piña.
Con respecto a esta escena, la crítica generalmente ataca al personaje monstruoso, al pervertido; en realidad –si lo pensamos bien– es una representación nuestra, es la imagen del mundo cristiano que, ante Jesucristo que arde de amor y de dolor, no encuentra nada mejor que pedirle  la “mermelada de piña”, las mil cosas fútiles y mezquinas en las que cotidianamente depositamos nuestras esperanzas. Pero desde este abismo de mal –aquí se halla precisamente la grandeza, la “positividad” de Dostoievski–, Cristo nos hace resurgir a través de la evidencia de que nosotros, que hemos rechazado a Dios, somos almas hambrientas, sedientas, a las que ninguna mermelada de piña puede saciar. Nada le basta al hombre más que Dios mismo, un Dios que espera en nosotros y que nunca deja de esperarnos.