01-03-2009 - Huellas, n. 3

primer plano
europa y los derechos


¿SUEÑOS O IDEALES?
De la igualdad a la “no discriminación”. De la libertad a la autodeterminación. Luego, el dinero, el trabajo, la familia… Así una institución en crisis, económica y política, va ganando terreno en nuestras vidas en nombre de valores abstractos que violentan la realidad. Cuando se acercan las elecciones europeas, MARTA CARTABIA nos explica por qué en Bruselas está en juego algo que nos atañe a todos

Davide Perillo

Digamos que la primera equivocación en estas cosas la llevamos dentro, y que la sufrimos a menudo. Uno lee “UE”, o “Bruselas” o “Parlamento Europeo” y ya está pensando que se trata de cosas abstractas o sólo para entendidos. De acuerdo, está lo del euro, la libre circulación entre los Estados y la bandera azul con las estrellas. Pero que levante la mano el que crea que, quitando la moneda y los viajes, Europa pesa sobre nuestras vidas cotidianas más que las decisiones que se tomen en nuestro ayuntamiento o en las reuniones de vecinos. Y en cambio… «Los datos revelan que de cada 100 leyes publicadas en nuestro Boletín Oficial, 78 son ya ejecuciones de normativas europeas», explica Marta Cartabia, profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de la Bicocca de Milán y experta en legislación europea.
«Sobre cuestiones fundamentales como la familia, el principio y el final de la vida o la educación, la Unión cuenta ya tanto e incluso más que los estados individualmente». Añadid a esto que, en muchos casos, nuestros jueces aplican el Derecho europeo directamente (“el caso de Eluana Englaro está repleto de referencias a acuerdos, veredictos o juicios de organismos europeos o internacionales”) y que cada vez más el Parlamento Europeo mete la nariz en los organismos sociales (la resolución del 14 de enero pasado pone en el punto de mira las llamadas “instituciones cerradas” porque son potencialmente discriminatorias), y la conclusión es sencilla: Europa, de una forma u otra, sienta principios que después pesan –y mucho– a la hora de decidir si se reconocen las parejas de hecho, se aprueba la eutanasia o se mantienen los crucifijos en los colegios.
Así, acercándose las elecciones al Parlamento Europeo, hablar de Europa y del Derecho es una ocasión única para entender mejor qué nos estamos jugando. También porque se habla poco, demasiado poco, de ello. «Es curioso observar cómo Europa está totalmente ausente del debate político y de los medios de comunicación. Se discute sólo de los problemas locales, como si no dependiesen de Bruselas. Pero, por ejemplo, ¿en qué se basa la política económica? En los parámetros de Maastricht. Hoy el destino de muchas empresas depende de la Comisión que puede decidir si aprobar o no las ayudas estatales a la economía. Europa cuenta. Y mucho».

Y eso que, aparentemente, no goza de buena salud…
Durante estos años se ha seguido una determinada línea, un recorrido claro. La Europa de la integración económica, con el tiempo, tomó una deriva que ahora la ha llevado a serias dificultades. No sólo porque el tsunami de la crisis ha llegado también aquí, sino porque las propias instituciones europeas, que nacieron para desarrollar la prosperidad del continente en los años de la Posguerra, apostaron por unos principios que no pueden mantener. Desde Maastricht, Europa optó por el liberalismo en la apertura de los mercados y la competencia, y ahora se encuentra con que tiene que dar marcha atrás y afrontar la crisis con ayudas estatales y políticas proteccionistas. Pero también en la vertiente política asistimos a cierta involución.

¿En qué sentido?
La idea original se apoyaba en la creación de un continente pacífico y democrático, donde la persona pudiese prosperar. Un paso fundamental en esta dirección tendría que haber sido el Tratado Constitucional. Pero también éste sufrió un revés y fue rechazado por algunos Estados importantes, primero Francia y Holanda, después Irlanda…

¿A qué se debe entonces que Bruselas haya ganado tanto peso?
Porque durante sus cincuenta años de vida, se ha puesto en marcha un gran aparato que sigue adelante aunque los dos pilares fundamentales de la Unión, la política y la economía, estén en apuros. Es la Europa de las burocracias, de la Comisión y también de los organismos técnicos –el Banco Central, el Tribunal de Justicia, las agencias, los comités–, de la que resulta difícil hasta trazar un mapa. En este frente Europa cuenta mucho. No es la Europa que soñaban los padres fundadores: es una Europa técnica que, sin embargo, no se limita a cuestiones técnicas, puesto que interviene en terrenos reservados a la vida de las personas.

¿En qué sectores tiene mayor impacto esta red de organismos? ¿Y por qué?
Partamos de un dato. Europa se ha entregado a la tarea de actuar en nombre de lo que se conoce como “no discriminación”. Es una de las insignias de las instituciones comunitarias. Pero, además, es una reformulación de algo mucho más antiguo y enraizado en los pueblos: el concepto de “igualdad”.

Un cambio léxico bastante traumático…
Es cierto. Tras esa opción lingüística late una distorsión conceptual grave. Cuando se habla de “no discriminación” se propugna una forma de igualitarismo ciega a las diferencias. Mientras que la tradición de los países europeos, al contrario, siempre ha sido capaz de conciliar diferencias e identidades, porque reconocía una naturaleza humana común. “Unidad en la diversidad” era el lema propuesto para la Unión Europea. Los organismos estatales siempre debían tratar de defender, hasta donde les era posible, las diferencias, sin convertirlas en una forma de exclusión. Para la Europa actual, en cambio, no discriminar significa tratar a todos de la misma manera. Y este es un principio transversal que se afirma en distintos sectores. Por ejemplo: Europa no tiene, en teoría, competencias en materia de pensiones. Sin embargo hace pocos días el Tribunal de Justicia, en nombre de la prohibición de la discriminación, ha condenado a Italia porque permite a las mujeres jubilarse a los 60 años en lugar de a los 65. Se tacha de paternalista a una ley que quería tener en cuenta el distinto papel social del hombre y la mujer. La política no discriminatoria de Europa se caracteriza por ser ciega a las diferencias.

¿De aquí nacen los llamados “nuevos derechos”? Me refiero a las parejas de hecho, a los matrimonios homosexuales, a la batalla de la “diferencia de género”…
En cierto sentido, sí. Después de igualar la diferencia entre hombre y mujer se ha pasado a la cuestión de la diferencia de orientación sexual. Hay una fuerte tendencia a equiparar a las parejas homosexuales a las demás, matrimonio incluido. Se dice, por ejemplo, que si en otros países hay ya de alguna manera un reconocimiento jurídico del matrimonio entre homosexuales, ¿por qué un homosexual que se casa en España y después viene a vivir a Italia no tiene derecho a que su matrimonio se le reconozca? El principio de no discriminación, unido a la libre circulación –que es uno de los cimientos de la Unión Europea–, presiona con fuerza las políticas familiares de los distintos Estados.

Dejando a un lado la política sobre la familia, estos principios pretenden alterar también otros ámbitos. Tomemos la famosa resolución del 14 de enero. ¿Qué entiende Bruselas por “instituciones cerradas”?

Por ahora sólo hay algunos escarceos, pero parece que la próxima frontera será en los ámbitos de pluralismo social. El razonamiento que se sigue es: no discriminar significa no tratar a las personas de forma distinta según sus posturas políticas, religiosas o culturales. Sin embargo, la vida social se articula entre muchos sujetos que tienen una identidad cultural fuerte, empezando por asociaciones, las escuelas de libre iniciativa social u otro tipo de instituciones, incluida la Iglesia Católica. Si ese principio se aplica a estos sujetos sociales, en virtud de una supuesta autonomía privada, se corre el riesgo de que estas instituciones tengan que regirse por directivas que niegan su propia identidad. En definitiva, se corre el riesgo de la homologación cultural. Y se puede llegar a la paradoja de obligar a una asociación católica dedicada a la adopción a que favorezca a las parejas homosexuales frente a las tradicionales, como ha ocurrido en Gran Bretaña. Además, caso pendiente en Estrasburgo, se plantea la cuestión de si una universidad católica puede apartar de la docencia a un profesor que no enseña según los principios de la Iglesia. Esto significa negar espacios de libertad que, en cambio, por ejemplo en una constitución como la italiana, se valoran, porque se respeta la vida del hombre concreto que pertenece a determinadas asociaciones. El problema estriba en que la idea de igualdad que sostiene Europa es una idea abstracta: toma al individuo como si estuviese libre de vínculos y, precisamente en nombre de ellos, acaba por mortificar los ámbitos sociales donde concretamente se desarrolla su vida. Diría que el vicio del principio de “no discriminación”, tal como se entiende en Europa, es la falta de realismo.

¿Cómo hemos llegado a esta concepción? ¿Cómo se pasa del principio de igualdad al de no discriminación?
Se debe a múltiples factores. Estamos hablando de Europa refiriéndonos sólo a la Unión. Pero en esta situación ejercen una fuerte presión las organizaciones no gubernamentales que operan en varios ámbitos internacionales (la ONU, el Consejo Europeo, etc.). Se convirtieron en parte activa en las decisiones políticas, formaron lobbies y encontraron terreno abonado en las instituciones que, al carecer de una visión propia, asumieron sus orientaciones culturales. Tal vez una Europa política más fuerte habría sido más respetuosa con muchas tradiciones. Habría opuesto más resistencia. En cambio, se optó por una vía débil, como demuestra también la negación de raíces cristianas en la Constitución Europea.

El de la secularización es otro frente en el que Europa presiona con fuerza.
Cierto. En las instituciones comunitarias hay una fuerte tendencia a una política laicista. Se sostiene la idea de que las sociedades son democráticas sólo si confinan el hecho religioso a un ámbito puramente privado. Fíjese en el asunto del velo en Francia, que precisamente el otro día casi llegó al colmo del absurdo: obligaron a un sikh a hacerse la foto del carné de conducir sin turbante porque sería un símbolo religioso. Pero en esto se ve cómo es la ausencia de debate público la que lleva a esos extremos. Todas estas cuestiones, desde el final de la vida hasta el matrimonio homosexual pasando por el multiculturalismo, son cuestiones que la sociedad plantea. Las preguntas no desaparecen sólo porque no se les dé una salida política, como ha sucedido en Italia con el caso Englaro. Y entonces se canalizan a los jueces y a los tribunales para encontrar una respuesta, en un sentido u otro. Si la política brilla por su ausencia, la decisión se toma en otros ámbitos. El declive de la Europa de los orígenes dio espacio a este fenómeno: la Europa de los jueces, de las burocracias y de los derechos. Probablemente, después, incidió también la ampliación, tan amplia e indiscriminada: desde 2004 el número de países miembros se ha doblado sin que se hayan reestructurado los procedimientos de decisión. Es evidente que hoy las mediaciones clásicas de la política, los acuerdos y las decisiones, resultan mucho más difíciles. Esto se ve muy bien en otro punto decisivo.

¿Cuál?
La inmigración. Es una cuestión que afecta la composición misma del demos, del pueblo. Se aplica en este caso el mismo paradigma. Europa ve a los inmigrantes, regularizados o no, como sujetos débiles a los que no hay que discriminar. Lo que en sí sería loable, si no fuese porque de nuevo se persigue la no discriminación mediante el igualitarismo. Los derechos de los ciudadanos europeos, en los que tanto énfasis se puso en la época de Maastricht, tienden a extenderse sin distinción alguna a todos los extranjeros presentes en el territorio, a través de una serie de decisiones jurisdiccionales. Del vínculo que supone la pertenencia a un pueblo, se pasa a la idea de que la mera residencia te hace titular de derechos.

Lo que es otra abstracción…
Sí. Pero no por que no se deba atender a los extranjeros, obviamente. Sino porque sólo se puede crear una situación realista de acogida, compatible con el mantenimiento de nuestra sociedad, si se respeta la dinámica propia de la hospitalidad, en la que hay alguien que hospeda y un huésped. Con la apertura indiscriminada de las fronteras se corre el riesgo de llegar al colapso. Basta con ver lo que sucede en determinados centros para extranjeros. La inmigración no es un ámbito secundario. Son fenómenos que cambian el rostro de la sociedad.
¿No le parece que se niega la realidad, de una forma ni siquiera muy implícita, en esta insistencia en la no discriminación? La realidad está hecha de diferencias. ¿Por qué habríamos de temerlas?
Pienso que el miedo nace de una debilidad con respecto a la identidad propia. Cuando una persona, un pueblo, un organismo social, tienen una identidad clara, raramente tienen miedo a medirse con el otro: saben que pueden reconocer algo en común que permite entrar en relación con él. Si se niega la identidad, se tiene miedo a subrayar las diferencias, porque parece que subrayándolas se quiere apartar al otro. Pero en la experiencia concreta no sucede así.

¿Quiere decir que también en esto estamos ante un caso patente de “separación entre razón y experiencia”?
Mire, Europa nació sobre la idea del perdón cristiano. Una vez fallados los intentos de paz basados en la venganza y en la humillación, el abrazo a Alemania tras la guerra, tras los horrores del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial, el tenderle la mano a través de la colaboración económica, fue una encarnación histórica del perdón cristiano. Pero eso fue posible porque los padres fundadores tenían una mentalidad de acogida y solidaridad como algo vivido. ¿Qué sucedió luego? Que se hizo derivar esa tradición viva a una serie de valores abstractos. El abrazo al otro, la igualdad y la solidaridad se convirtieron en valores. Y como ya escribió una gran jurista del siglo pasado, los valores tienden a ser tiránicos. Aplicados sin tener en cuenta todos los factores de la realidad, se hacen absolutos. Dictadores de sí mismos. Esto sucedió cuando esos valores pasaron de ser experiencia vivida a simple contenido de un texto, cuando se redactó la Constitución Europea. Se confiaron a la Carta Escrita pensando que así no se perdiese un patrimonio. Pero, reducidos a simples términos, fueron presa de un uso extraviado de la razón. La no discriminación ha sufrido un proceso de este tipo. Lo mismo pasó con el otro cimiento de los “nuevos derechos”.

¿Cuál?
La idea de libertad reducida a autodeterminación. Es otro cambio léxico que aunque se haya acelerado en estos últimos años, tiene orígenes más antiguos. Madura durante los años sesenta, fruto de una evolución que en EEUU se había formalizado en el derecho a la intimidad: “sobre este aspecto sólo decido yo”.

La famosa sentencia “Roe contra Wade” que introdujo el aborto en los EEUU…
Exacto. Allí se codificó este “derecho”. Hay quien ha dicho que nació «en la penumbra de los derechos», no había ni siquiera un texto al que agarrarse. El principio de autodeterminación tuvo mucho éxito y dio rápidamente la vuelta al mundo. En el fondo, cala en un aspecto noble del hombre: su deseo de no ser esclavo. Llevamos a la espalda una historia que hacía necesario liberar al individuo de un Estado opresor. Pero los totalitarismos han dejado una herencia muy pesada de llevar; para librarse ella, la libertad se concibe sólo como el rechazo de los vínculos externos. Cuando ya no quedaba rastro de la tiranía del Estado, se mantuvo la idea de que frente a ciertas cosas de la vida (traer un hijo al mundo, la enfermedad, la muerte) sólo cuenta la libre decisión del hombre. Violentando, también en este aspecto, la realidad; porque la libertad se mueve en relación al dato, en el espacio que la realidad le da, no en contra de ella.

Así se llega a la paradoja de negar lo que hay (el bebé en el seno de su madre, la vida de Eluana) y reivindicar lo que no hay, como si cada deseo fuese un derecho…
Y efectivamente todo se convierte en derecho. Los derechos proliferan y se convierten en un concepto trivial: el Estado debe asegurar todo lo que uno desea. Como si pudiéramos disponer de la vida y la salud a nuestro antojo y la vida fuese objeto de nuestras pretensiones.

En este rechazo de la realidad ¿no se advierten los indicios de una irreligiosidad de fondo? Es una concepción del hombre y de la realidad que no reconoce el primer dato de la experiencia: si existes, quiere decir que alguien te hace ser, que dependes de…
Como escribe don Giussani en El sentido religioso, sólo hay dos figuras a la altura de lo humano: el anarquista y el hombre verdaderamente religioso. Una mentalidad así hace mella porque se apoya en la necesidad infinita que el hombre tiene de ser afirmado. Pero toma el camino de la afirmación absoluta de sí mismo, en lugar del reconocimiento de su relación con el Absoluto.

A propósito de El sentido religioso: ¿no cree que el corazón, tal como lo entiende don Giussani, es el único punto que permite conjugar la libertad y la igualdad sin que halla desequilibrios? Un factor que es totalmente tuyo, pero al mismo tiempo objetivo, dado; y que además es un factor común a todos los hombres. Se lo pregunto porque, si Europa es como usted la describe, conviene preguntarse de dónde se puede volver a empezar sin empeñarse en batallas contra la historia o marchar sobre Bruselas…
Esto es clave. Estoy convencida de que se puede reemprender el camino tratando de valorar el aspecto bueno que subyace aun bajo las cenizas de esta degeneración cultural: el valor del sujeto. ¿Qué hay detrás de la afirmación obtusa de los principios de no discriminación y autodeterminación? El intento de afirmar el valor del individuo. Nadie pretende menoscabar el valor del individuo, faltaría más. Es necesario afirmar el valor de cualquier “yo”. Pero cualquier individuo es dado. Por tanto, hace falta llegar a decir, incluso en términos políticos y jurídicos, “el yo que eres tú”, “el yo que es un nosotros”. El camino es el de una profundización, de un ir al fondo. No una batalla “en contra de”.

¿Qué puede ser de ayuda en esto?
No es nada fácil responder. Pero hay otro pasaje de El sentido religioso en el que se habla de la experiencia como fuente de conocimiento. Bien: no se trata de librar la batalla de los valores católicos contra los valores laicistas, sino de volver a comenzar desde una capacidad cognoscitiva. Hay que librar la batalla en el campo del conocimiento, antes que en el ético. Cuanto más datos de la realidad tengamos, mayor capacidad de conocimiento profundo de ella podremos alcanzar. Por tanto, tendremos más posibilidades de encuentro hasta con el que, de buena fe, para afirmar el valor de cada persona termina por favorecer una sociedad inhumana, como demuestra el caso Englaro. En lo referente a Eluana, el problema no era defender el valor de la vida contra el valor de la libertad. Había que preguntarse: “¿de verdad queremos que una persona de carne y hueso, que pertenece a nuestra sociedad, muera de hambre y sed?”.

Algo que no se podía ni imaginar en los tiempos de Schuman y De Gasperi…
Si se repasa la declaración Schuman, se encuentran en ella grandes ideales y gran realismo. Decía que debemos construir Europa, traer la paz y la prosperidad; pero debemos hacerlo a pequeños pasos, no aplicando teorías ni de golpe, forzando las etapas. La idea de Europa era muy hermosa, pero se ha perdido un componente fundamental: la dimensión encarnada de ese ideal. En Schuman el ideal estaba encarnado históricamente. Tiendes a algo grande, pero un paso tras otro. Justo como escribe Giussani en ¿Se puede vivir así?: «El ideal es la realidad que conquistas poco a poco, paso a paso; mientras el sueño se desvanece, cambia…». Esta es la cuestión: mejor dejar a un lado los sueños y volver al ideal.