pasolini

¿Quién? ¿Yo?

La pasión de Pasolini por la gran pintura religiosa italiana, signo de una Presencia. Cómo descubrir en sus películas a Giotto, Masaccio y muchos otros

FABIO PIERANGELI

Pocos saben que Pasolini, además de director, poeta, polemista, novelista y dramaturgo, fue también pintor. Le gustaba pintar, y lo hizo mucho, especialmente en su juventud. Pero más aún que pintar, a Pasolini le gustaba mirar la pintura, y también escribir sobre ella, como se demuestra en los Ensayos recogidos en el segundo volumen de la Opera Omnia publicada el año pasado en la colección Meridiani de la editorial Mondadori.
La pasión de Pasolini por la expresión figurativa tenía dos características fundamentales: mostraba una preferencia exagerada hacia la gran pintura religiosa italiana, desde Giotto hasta Pontormo; y no se quedaba solo en el impacto estético que le producían las obras. Es como si en la pintura buscase algo distinto, el signo de una presencia. Le gustaba la pintura carnal, hecha de rostros hieráticos, miradas intensas, movimientos esenciales. Le gustaba el signo capaz de hacerse carne: Giotto, Masaccio y Piero della Francesca por encima de los demás.
Accatone y Mamma Roma son, por ejemplo, películas “masaccescas”. Es el Masaccio aprendido en Bolonia en las clases de Roberto Longhi, el mayor crítico italiano, en los Hechos de Masolino y de Masaccio (este era el título de una de las más importantes obras de Longhi). Es decir, en el ciclo de la Capilla Brancacci, en Santa María del Carmine, Florencia. A Pasolini le había impresionado mucho el método que Longhi utilizaba en sus clases: el crítico proyectaba las diapositivas de los frescos, los de Masaccio y los que él, en cambio, había entendido que eran de Masolino, e invitaba directamente a sus alumnos a comentarlos y hacer comparaciones. Y Pasolini devoraba, devoraba las imágenes... No es casualidad que dedicara su película Mamma Roma precisamente a él, a Roberto Longhi, «al que debo mi “fulguración figurativa”».
La famosa escena de la película en la que aparece Ettore en una cama de la cárcel, tomada desde los pies hacia la cabeza, ha dado lugar a más de una confusión. Muchos han atribuido la escena al Cristo muerto de Mantegna. Pero se trata de Masaccio, sólo Masaccio. El mismo Pasolini lo aclaraba algunos meses después del estreno de la película: «Mantegna no tiene nada que ver en absoluto, en absoluto... acaso podría hablarse de una absurda y exquisita mezcla de Masaccio y Caravaggio».

Las miradas de Merisi...
Este es el único artista que le gustaba a Pasolini fuera del coro de los predilectos medievales: Caravaggio. Y esto sucede porque en él, de nuevo, todo es carne, pintura de cuerpos sustanciales, no sólo físicos. Las miradas entre Jesús y los apóstoles en el Evangelio de Pasolini son las miradas de Caravaggio. Es la mirada de La Vocación de Mateo que se encuentra en Roma, en San Luis de los Franceses. Mateo, el usurero que está contando sus monedas, es arrebatado, arrastrado por esa mirada, mientras los demás personajes están fijos en el dinero, y no se dan cuenta de lo que sucede. «¿Quién, yo?» parece balbucear frente a aquel hombre que le está llamando. Un haz violento de luz, desde Jesús a Mateo, corta la oscuridad de la escena. La misma fuerza, el mismo estupor se encuentra en las miradas del primer encuentro de Jesús con los apóstoles en la orilla del mar en el Evangelio según san Mateo. Y los cortes caravaggescos, esas separaciones netas entre luz y sombra, blanco y negro, que dividen los personajes y el fondo, son iguales también en Accatone, en Mamma Roma. Una alusión explícita la encontramos en El requesón, en la que Pasolini reconstruye completamente el Descendimiento de Pontormo, conservado en Santa Felicidad, y el otro Descendimiento de su contemporáneo Rosso Fiorentino, en la Pinacoteca de Volterra. ¡Qué emoción produce aquella foto de una escena de El requesón! Pasolini está de espaldas, ocupado en organizar a los extras y a sus pies hay un gran libro abierto con las tablas de los Descendimientos. Pontormo y Rosso son dos pintores del Cinquecento toscano, considerados manieristas por los colores y por los tonos exasperados. Pero la alusión le sirve a Pasolini precisamente para esta exasperación. Está rodando escenas del Evangelio en El requesón y quiere eliminar cualquier intención puramente formal, exterior. Finge que su director, interpretado por Orson Welles, quiere hacer una película religiosa, esteticista. En la película en blanco y negro inserta sólo dos secuencias en color con los dos Descendimientos gemelos. Escribe Pasolini: «Welles, un director que ha ido más allá de las antiguas convicciones y que se ha convertido en un cínico, es también un esteta... y piensa en su película religiosa en clave precisamente esteticista, formalista, a través de la reconstrucción exquisita de algunos cuadros. Por esto Welles no me representa a mí».

... y el Giotto de Piero
En el Evangelio también encontramos a Piero della Francesca. Para los enormes sombreros a la oriental de fariseos y notables, al igual que algunos vestidos, Pasolini se inspiró en los frescos de la Historia de la Vera Cruz, en Arezzo. Pero el gran amor de Pasolini por la pintura religiosa emerge de forma particularmente evidente en el Decameron. Aquí sucede un episodio emblemático. Pasolini había previsto en la escenografía un personaje muy parecido a Giotto, que en realidad es un alumno de Giotto. Había pensado que fuese interpretado por el poeta Sandro Penna o por el escritor Paolo Volponi, dos intelectuales amigos suyos. Pero los dos rechazaron el papel. Pasolini decidió, en el último momento, entrar él mismo en aquella parte. Reflexionaba así sobre su elección: «¿Qué significa mi presencia en el Decameron? Significa haber ideologizado la obra a través de su conciencia: conciencia no puramente estética, sino a través del vehículo de la fisicidad total, es decir, de todo mi modo de existir».
En esta película Giotto/Pasolini sueña de noche El juicio universal de la capilla de los Scrovegni en Padua, aunque en el círculo del centro del fresco no ve a Cristo sino a la Virgen con el rostro de Silvana Mangano. De día se sube a los andamios con una venda en la cabeza. Pinta al fresco los lados de la iglesia románica tal como había hecho treinta años antes en Friuli, durante la guerra. Había ido allí a limpiar y restaurar los antiguos frescos de la pequeña iglesia románica de Vesuta. Con cebollas en la mano, restregándolas contra el muro. De esta forma el juego de la ficción cinematográfica desvelaba en realidad su gran amor por la pintura.