EDITORIAL
Escándalo y asombro
En estos meses, varios medios autorizados y periódicos famosos han dado espacio a exponentes laicistas dispuestos a confrontarse con la Iglesia, a veces contestando duramente algunos documentos de la jerarquía, pero teniendo en alta consideración sus posiciones. Tanto es así que otros intelectuales laicistas se han molestado ante semejante reverencia y consideración hacia las ideas y las posiciones de la Iglesia Católica, una realidad que, hace ya un par de siglos, se daba por enterrada o por superviviente con salud enfermiza.
En cambio, parece como si la Iglesia hubiera recobrado interés entre la clase intelectual.
Sin embargo, este interés desaparece en cuanto la Iglesia deja de presentarse como un mero polo del debate cultural o un interlocutor con quien debatir las cuestiones últimas. Cuando la Iglesia asume su fisonomía de pueblo sui generis presente en la historia, que obra y enseña como Jesús de Nazaret, resulta un tanto extraña, intolerable o incomprensible.
Los millones de peregrinos llegados a Roma, cada cual con su historia personal y agradecidos por pertenecer al mayor Acontecimiento histórico que pervive en el tiempo, resultan indigestos a quien pretende reducir la fe a un vago sentimiento o a un mero ejercicio de principios.
El que piensa en una Iglesia de papel y no en una Iglesia de pueblo, pretende que los cristianos se limiten a hermosas palabras o vanagloriosas disertaciones. En cambio, en Roma y por doquier, el pueblo cristiano - o su terminal extremo, que vive en la conciencia del hombre bautizado - influye con su presencia en la historia. Por eso se reproducen el escándalo y el asombro. El escándalo de los fariseos que veían a Jesús inmiscuirse con gente de toda clase, y el asombro del Innominado de Los Novios de Manzoni, que, fijándose en sus vecinos que iban alegres al encuentro con el Cardenal, entra en el proceso de su conversión preguntándose: «¿Qué hay hoy de alegre en este maldito pueblo?».