CIENCIA

La tierra es redonda

La certeza es el factor fundamental de todo trabajo científico serio, a despecho de quienes no creen que sea posible el descubrimiento de la verdad. El yo y la realidad. La evidencia, fruto de diversos indicios que convergen

MARCO BERSANELLI

En el mundo occidental se predica desde hace años que la certeza no es posible para el hombre. La sombra de la duda debe atenuar necesariamente todo conocimiento o juicio acerca de la realidad - incluída la afirmación de que la propia realidad existe - si queremos ser verdaderamente “hombres contemporáneos” de aquellos que se han liberado finalmente de antiguas categorías algo presuntuosas como son la “verdad”, la “objetividad”, lo “absoluto”, la “evidencia” y otras ingenuidades por el estilo. Así, en este fin de siglo, cuanto más instruídos son los hombres, tanto más tienden a mirar el mundo como si debieran continuamente “esforzarse para no creer en lo que creen”, como decía Charles Peguy.
No es una excepción el mundo de la ciencia; aunque quizás la concepción “débil” del conocimiento ha alcanzado sus expresiones más dignas al reflexionar sobre el fenómeno científico. A través de la ciencia, se dice, no somos capaces de alcanzar ninguna certeza acerca de la realidad: podemos sólo poner a prueba los modelos que construímos de vez en cuando. Una cierta hipótesis o teoría nunca puede llegar a ser verdadera: incluso después de mil experimentos que “corroboran” nuestra hipótesis deberemos admitir la posibilidad de que el milesimoprimer experimento dé un resultado que la contradiga y así la condene a ser descartada por “falsa”. No se puede decir nada definitivo sobre “el estado de las cosas”. Todo lo más, el científico podrá producir, de vez en cuando, una certeza en sentido negativo: cuando una observación contradiga nuestra hipótesis, podremos afirmar con certeza que “las cosas no son así”. Karl Popper ha expresado con precisión esta concepción que todavía domina la escena epistemológica: «Las teorías son invenciones nuestras, ideas nuestras: no se imponen por encima de nosotros; son nuestros instrumentos de pensamiento, que hemos hecho nosotros mismos (...) Pero algunas de estas teorías nuestras pueden chocarse contra la realidad; y cuando chocan sabemos que existe una realidad, que existe algo, que nos recuerda que nuestras ideas pueden ser equivocadas». La realidad física, según esta concepción, sólo se asoma a la experiencia en cuanto que pueda contradecir lo que pensamos sobre ella: no es legítima ninguna certeza positiva. Así, paradógicamente, la “razón medida de todas las cosas” que ha pretendido exaltar a la ciencia como única vía de conocimiento autorizado, es incapaz de calificar como cierta ni la más mínima afirmación positiva que se obteniene de ella.

Cuestión de sombras
En el corazón de una bella noche griega, cinco siglos antes de Cristo, un joven fija la mirada en el cielo. Es una noche particular. La intensa luz blanca de la luna llena se oscurece lentamente con una sombra enorme: es un eclipse lunar, un fenómeno que miles de generaciones han contemplado antes que él. Aquél muchacho, de nombre Parménides, imagina la Tierra como un disco plano rodeado de las aguas del río Okeanos, según la descripción que le daban sus maestros, desde Anaximandro a Tales de Mileto. Pero aquella noche Parménides quedó impactado por un particular: el borde de la sombra que engullía a la luna mostraba un perfil levemente curvo. Basándose en este indicio, le tocó a él ser el primero en conjeturar la forma esférica de la Tierra.
Cerca de trescientos años después, en la ciudad de Alejandría, en el calor de un verano egipcio, un hombre llamado Eratóstenes estaba absorto plantando una estaca en el suelo. Aquel gesto no era para construir una empalizada ni tampoco para buscar agua: era para conocer la forma del mundo. Él sabía que aquél mismo día (era el 21 de junio) en la ciudad de Aswan el sol a mediodía iluminaba completamente el fondo de un profundo agujero: en Aswan el sol se encontraba directamente sobre la vertical. La estaca plantada en Alejandría, quizá bajo la mirada perpleja de algún viandante, proyectaba su sombra sobre el suelo con un cierto ángulo. Eratóstenes midió aquel ángulo: cerca de 7 grados. Sabiendo que Aswan estaba apenas a 800 km al sur de Alejandría, con sus nociones de geometría fue capaz de evaluar con buena precisión el diámetro de la tierra en unos 12.000 km.
En la antigua Grecia la idea de la Tierra esférica era una hipótesis científica prometedora; desde entonces una cantidad desorbitante de indicios se han acumulado: desde las grandes navegaciones hasta las imágenes de nuestro planeta tomadas desde el espacio, que muestran el globo terráqueo en un solo golpe de vista. Hoy un hombre sano y razonable afirma la esfericidad de la tierra no como posibilidad, sino como un hecho, como certeza positiva. Con permiso de los escépticos más encarnizados, se diría que la disputa milenaria sobre la forma de la tierra ha llegado a su fin.

¿Esfericidad perfecta?
Sin embargo es cierto que sabemos que la Tierra no es una esfera perfecta: la afirmación de su “esfericidad” contiene un cierto grado de aproximación. Se han hecho medidas cada vez más precisas de las pequeñas asimetrías del globo, y podemos imaginar que no se acabe nunca: toda medida puede ser mejorada y corregida.. Siempre existirá un margen de provisionalidad e incertidumbre en la definición cuantitativa de la realidad: ¿qué sentido tiene entonces hablar de “certeza” en el ámbito científico?
El gran éxito del método experimental está ligado a la identificación de cantidades medibles, a la matematización de las leyes, al rigor de los procedimientos. Sin embargo no hay que identificar el método con el fin. En la ciencia cada paso cuantitativo aspira últimamente a iluminar una cierta cualidad del mundo físico. El método científico, con su incidencia estrictamente cuantitativa, es el extraordinario proceso de aproximación que permite al investigador darse cuenta de aquello que busca más profundamente: ciertas propiedades “cualitativas”, simples y básicas del objeto, como existencia, evolución, estructura, forma, función, naturaleza física, relación con el universo: es precisamente en relación a estas propiedades sobre las que, en el tiempo, con prudencia y humildad, le será dado de vez en cuando llegar a la certeza.

El acelerador y la partícula
De hecho esta es la dinámica que mueve los proyectos de investigación. En el año 2005 el acelerador Large Hadron Collider (LHC) del CERN producirá colisiones entre protones con una energía de 14 TeV (14 billones de electronvoltios), un gran paso adelante respecto a la energía hoy alcanzable de 1-2 TeV. Pero el motivo de este salto cuantitativo es el hacer posible discriminar situaciones cualitativamente distintas, que se diferencian tan sólo a energías por encima de una cierta energía umbral; en este caso se trata de verificar la existencia de la partícula de Higgs, hipotetizada como explicación de la masa de todas las demás partículas. Tal vez en el futuro los científicos del CERN podrán estar seguros de la existencia de la partícula de Higgs tal como ahora lo estamos de la existencia del electrón o del neutrón, aunque sus propiedades cuantitativas sean siempre conocidas sólo de forma aproximada. Hoy sabemos con certeza que las estrellas que adornan nuestro cielo son objetos de la misma naturaleza que el Sol, y ésto también gracias al hecho de que sabemos medir las enormes distancias que hay entre ellas con una buena precisión. Sin embargo, a un astrofísico no le interesa demasiado conocer si la distancia a una cierta estrella, por ejemplo Alkaid de la Osa Mayor, 812.24 años luz en vez de 812.23; a menos que se identifique una cualidad física significativa que requiera, para poder ser medida, aquella precisión de medida, y así el esfuerzo (también económico) necesario para obtenerla quede justificado.

Conocimiento positivo
Por tanto, teniendo en cuenta la aproximación que implica, estamos seguros al afirmar que la tierra es redonda en el sentido sencillo, positivo y fundamental de dicha afirmación. Y no se trata simplemente de un conocimiento negativo (del tipo: “la tierra no es piramidal”) sino de la descripción adecuada de una cierta realidad física. Análogamente, por la ciencia tenemos la certeza de que el agua está constituída por hidrógeno y oxígeno, de que los dinosaurios han existido, de que la velocidad de la luz en el vacío es una constante, de que los átomos tienen un núcleo rodeado de electrones, y de una multitud de otros datos que se han aclarado en relación al mundo físico. El caracter cualitativo de afirmaciones como éstas, no disminuye en absoluto su contenido de verdad; al contrario, la demuestra. «Lo que me interesa son los pensamientos de Dios, el resto son detalles», decía Einstein.
La tierra es redonda. Pero, ¿de dónde y cómo surge esta certeza? Ni de la aguda observación de Parménides, ni del ingenioso experimento de Eratóstenes, ni tampoco, consideradas individualmente, de ninguna de las observaciones que vinieron después.

Aproximaciones infinitas
En las ciencias experimentales la certeza, cuando sucede, normalmente es el fruto de muchos resultados convergentes; nace de la acumulación de numerosas e independientes observaciones a lo largo del tiempo; es el resultado de indicios diversos, ninguno de los cuales es definitivo por sí sólo sino que la conjunción de todos ellos pone a la razón delante del nacimiento de una propiedad específica de lo real. En este sentido, para un investigador cada experimento es la búsqueda de un signo. Existe un punto en el cual la razón frente a la complejidad de los “signos” acumulados en relación a un cierto fenómeno, puede reconocer positivamente “cómo son las cosas” o más exactamente “cómo han sido hechas”: desde luego no con la absurda pretensión de definir exhaustivamente el objeto, sino con el estupor agradecido por la toma de conciencia de un fragmento de la realidad creada.
Pero, incluso frente a una multitud de signos, el brote de la certeza no está fijado mecánicamente y no está escrito en un algoritmo. La capacidad de reconocer como único sentido razonable aquel punto sobre el cual converge el conjunto de todos los indicios, es propia sólo del yo humano. El conocimiento científico, como todo conocimiento, consiste en un encuentro entre el nivel supremo de lo real, el sujeto humano autoconsciente, con otro aspecto de la realidad natural (una piedra, un abedul, la tierra, otro ser humano). Sin el sujeto de conocimiento no existe conocimiento: es verdaderamente vertiginoso el papel que le ha sido confiado al ser humano dentro del gran escenario de la creación. Por ello, toda concepción que reduzca el campo de la razón y debilite u olvide el yo humano, está condenada al final a la duda sistemática y al rechazo de toda forma de certeza y por lo tanto de toda conquista real. l