COLABORACIONES

En el origen de la música

JULIO ALONSO

«Siendo yo mismo criatura, ¿cómo puedo dejar de responder al deseo de crear? ¿A qué obedece este deseo de crear, y cómo expresarlo?». Igor Stravinsky se lo plantea en uno de los muchos escritos donde medita sobre su vocación y el sentido de su trabajo. El compositor ruso es un caso singular en el panorama del arte del siglo XX, porque su pensamiento filosófico y estético no es retórico, no esconde una necesidad de justificación, sino de autenticidad, de maduración, de reflexión. Pensamiento, obra y vida confluyen como si un hilo ininterrumpido ligase todas las dimensiones de su persona. Escribe en otro lugar: «La cuestión esencial que preocupa al músico, como a cualquier hombre que esté animado por un impulso verdadero del espíritu, se reduce siempre y necesariamente a la búsqueda del Uno a través de todas las cosas».

El compositor
Cuando se escucha la música de Stravinsky, en seguida resulta cercana y comprensible, lo cual es muy significativo tratándose de un artista contemporáneo. La razón de esta familiaridad es que componer, para Stravinsky, es mucho menos problemático que par otros autores. La creación artística para él consiste en comunicarse a sí mismo, a partir simplemente de su propia relación con la realidad. El compositor mismo es el punto de partida de su música. Estilo, lenguaje, técnica y experimentación no son fines en sí mismos; cobran vida y se renuevan constantemente, transformándose en instrumentos de expresión de su personalidad.

En busca de la unidad
Stravinsky busca incansable la forma, el orden, que llega «como resultado del esfuerzo, del sacrificio». Un orden entendido como unidad de la obra. Las partes concurren para formar un todo, signo de otra unidad superior: «La unidad de la obra tiene una resonancia. Su eco, captado por nuestra alma, resuena cada vez más. Concluida la obra, ésta se propaga como algo difusivo, refluyendo hacia su principio. De esta manera, la música se nos manifiesta como un elemento de comunicación para con el prójimo, y para con el Ser».

Valorar todo
Las obras de Stravinsky asombran por la riqueza inusual de conexiones con otros estilos, especialmente del pasado. Su forma de concebir la música hace que Stravinsky recorra su camino, echando mano, como con despreocupación, del folklore ruso, el barroco italiano, el gregoriano, la polifonía o la liturgia ortodoxa. Valora distintas culturas y tradiciones musicales, cautivado por la fascinación que sobre él ejerce lo que escucha. Ante todas las sugerencias posibles mantiene una actitud de espera de que la belleza, signo de lo verdadero, se manifieste. El autor no tiene un plan predeterminado: se deja guiar por los signos que encuentra y, a menudo, obras maestras nacen de la sugerencia de un amigo durante la cena, o del hallazgo casual de una obra antigua en la biblioteca.

Libertad
Ante sus intuiciones musicales actúa con alegre e inocente libertad. Acusado de conservadurismo, admite partir de la tradición, pero precisa: «La verdadera tradición no es el testimonio de un pasado que no volverá, sino una fuerza viva que anima y da forma al presente. En ese sentido, es cierta la paradoja de que todo lo que no es tradición es plagio. La dialéctica de la vida misma muestra que renovación y tradición se desarrollan y se refuerzan en un proceso simultáneo».

El retorno
Desde 1920 Stravinsky atraviesa una profunda crisis espiritual. Bautizado en la Iglesia Ortodoxa, había dejado de practicar a los 18 años. Siempre recordará la profunda conmoción de participar en las celebraciones de los 700 años de San Antonio en Padua, en el año 1926. Ese mismo año vuelve al seno de la Iglesia Ortodoxa, y comulga de nuevo. Sobre su retorno a la Iglesia, escribe: «No fue por razonamiento. Ya desde algunos años antes de mi conversión había cultivado un estado de ánimo de “aceptación”, leyendo los Evangelios y la literatura de argumento religioso». Aunque se siente cercano al catolicismo, explica: «Volví a la Iglesia rusa y no a la romana porque me sentía ligado a su lengua y a sus oraciones, que pertenecían a mi propia infancia».
Este cambio espiritual influye en su posición artística y humana, desde entonces hasta el final de su vida.
Numerosas son las composiciones religiosas que emprende a partir de su conversión, pero también cambia el resto de su producción. Antes había escrito acerca de la experiencia de su límite como creador: «El artista siente una especie de terror cuando, en el momento de ponerse a trabajar, ante las infinitas posibilidades que se le ofrecen, tiene la sensación de que todo le está permitido». Tras su vuelta a la fe, puede afirmar que «lo que salva al artista de la angustia y le permite trabajar con una libertad sin condiciones es la posibilidad de encaminarse hacia cosas concretas». l

Crucifijo o Jesús
Textos extraídos de la intervención de William Congdon en el Meeting de Rímini de 1988.
Después de mi bautismo en la Iglesia Católica, en Asís en 1959, la representación de la figura vuelve a mi obra explícitamente - en la forma y el contenido de la Cruz. Era tal vez inevitable que el encuentro con Cristo y el descubrimiento de que su drama en la cruz es también el mío - el nuestro para nuestra propia salvación - me llevase al Crucifijo a través de la vuelta a la figura.
Desde este momento, la figura no puede verse separada de la cruz, sino en una identidad tal con ésta que la figura llega a ser la cruz misma, como la cruz se convierte en el cuerpo mismo de Cristo. Me interesaba no la figura en sí sino la figura como Cruz, aquello que la cruz hace del cuerpo de Cristo, esto es, la transfiguración que Cristo hace de sí mismo dentro de la Cruz: su resurrección y nuestra redención.
Despojados los Crucifijos de todo símbolo, me pregunto si puedo todavía llamarlos Crucifijos
. Me interesa no la cruz en sí misma, sino como medio para que Jesús se hiciera Resurrección.
Pinto el cuerpo: cabeza - tronco - piernas, como una sola masa oscura de muerte, pero interiormente luminosa, con el alba de la nueva vida. He eliminado los brazos, los pies, todo detalle anatómico, incluso la cruz misma de Jesús. Los brazos que desaparecen tienen la función descriptiva de definir la Cruz, pero están fuera del íntimo sufrimiento de Jesús.
Verlo todo como Cruz quiere decir reducir todo aquello que veo - y por tanto todo aquello que pinto - a la Cruz, y a la extrema consecuencia de la Cruz que es la Resurrección.