Las dos orillas de la unidad

Entrada en Venecia del nuevo Patriarca. En estas páginas, un extracto de los discursos de su excelencia monseñor Angelo Scola en su primer encuentro «con los hijos de la diócesis “común a Oriente y a Occidente”». 3 de marzo de 2002

A su llegada a Mira
Reflexionemos juntos sobre lo que está sucediendo ahora. Por decisión de nuestro amado Santo Padre, un hombre como yo, que no conocéis, que tal vez no habéis visto ni siquiera en fotografía y que sólo conoce de refilón vuestra tierra, entra de repente en vuestra vida y se os pide que le queráis. Lo mismo se le pide a él. ¡Humanamente hablando, parece imposible, más duro que subir el Brenta en un día de tormenta! Y realmente lo sería si dependiera sólo de nuestras fuerzas y capacidades. Pero éste es precisamente el milagro de la Iglesia, un milagro que Jesús, muerto y resucitado por nosotros, hace posible. Pensemos en lo que sucede a los pies de la cruz de Jesús. Me refiero al bellísimo diálogo que mantiene con su madre María y con Juan: «Madre, ahí tienes a tu hijo», «Hijo, ahí tienes a tu madre». Y el Evangelista concluye diciendo que Juan recibió a María en su casa.

Al pie de la cruz nace un nuevo parentesco, es decir, una paternidad, una maternidad, una forma de ser hermanos y hermanas nuevos: vínculos fuertes, mucho más que los de la carne y la sangre. Esta es la Iglesia, esto nos sucede hoy a nosotros. Sucede entre vosotros y yo. (...)

¿Por qué un nuevo Patriarca? ¿Qué sentido tiene mi nombramiento para vosotros, para mí y para todos los habitantes de Venecia de tierra y de mar? Sólo uno: dar testimonio de que quererse en Cristo Jesús, es decir, vivir este nuevo parentesco, genera un pueblo, el pueblo santo de Dios. Un pueblo donde cada uno está en su casa, dentro del cual nacer, crecer, educarse, estudiar, trabajar, amar, casarse y procrear, comprometerse con la sociedad - empezando por los más pobres y marginados -, relacionarse armónicamente con el ambiente desarrollando el gusto por lo bello, e incluso sufrir, luchar y morir, es la forma más fascinante y “conveniente” de vivir.

En el Duomo de San Lorenzo de Mestre
Dios Padre, a través del Espíritu de su Hijo muerto y resucitado para redimir nuestras personas, nos llama a edificar juntos este pueblo que Él quiere que sea santo. ¡Esto es lo que nos espera, amigos! Es ciertamente una empresa superior a nuestras fuerzas (somos frágiles y estamos heridos por el pecado), pero, con la ayuda de Dios y por la intercesión de la Virgen Nicopeia y de San Lorenzo, no es inviable, porque «para Dios nada es imposible». En cualquier caso, la aventura cristiana es fascinante porque, como demuestran la activa laboriosidad y la síntesis inteligente de fe y caridad de estas tierras, sabe hacerse cargo de todo lo humano, se apasiona por cada persona y por toda la comunidad, no considera la fe como un aspecto privado y abstracto de la existencia, porque sabe que no existe fe sin amor y que el amor abarca la necesidad en toda su concreción, empezando por la pobreza, la indigencia y la marginación. Con las debidas distinciones, el pueblo santo de Dios sabe conjugar la dimensión religiosa con la civil y social. Respetando la pluralidad de formas y las diferencias, tiene pasión por la unidad que es la única que, al final, puede generar la paz y permitir - a pesar de la fragilidad, del pecado personal y de las contradicciones sociales - una vida digna y laboriosa.

Respuesta al saludo de las Autoridades en el muelle de San Marcos
Los cristianos han manifestado siempre - como documenta bien la enseñanza de Jesús - estima y atención constructiva a la autoridad legítimamente constituida. Cuando está legítimamente constituida «no hay autoridad que no provenga de Dios», como nos recuerda san Pablo en la Carta a los Romanos (Rm 13,1). La larga tradición del Magisterio eclesial vuelve a proponer esta convicción. Y Juan Pablo II retoma esta enseñanza cuando, en la Redemptor hominis, afirma que «los derechos del poder no pueden ser entendidos de otra forma que basándose en el respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre» (RH 17). Por tanto, ¡No es difícil, para los cristianos, secundar libremente la acción de tal autoridad! Somos obedientes a los representantes del ordenamiento civil cuando respetan el origen últimamente divino de su potestad, y sirven al pueblo con una referencia objetiva a la ley de Dios.

Precisamente por esta concepción de la autoridad, mi agradecimiento no puede dejar de llegar explícitamente, a través de vosotros, a todo el pueblo que vosotros representáis. De este pueblo, en efecto, se ha servido Dios para identificar en vuestras personas la legítima autoridad constituida. ¿Cómo no destacar la génesis popular de vuestro poder precisamente aquí, en Venecia, ciudad de la libertad? La gloriosa historia de los pueblos vénetos - que aún hoy resplandece en la perla preciosa de esta magnífica plaza - nos habla de una extraordinaria experiencia de fecundidad social y política. Los mundos y culturas con los que Venecia se ha encontrado a través de los siglos, y que han estado bajo el control de este pueblo capaz de emprender, comerciar, viajar, edificar, legislar, compartir, sufrir, luchar, rezar, se han convertido en materiales de construcción de una singular e inconfundible civilización. Una característica muestra su peculiar fisonomía: en la civilización véneta las diferencias no son simplemente toleradas, sino sinfónicamente valoradas.

A este estilo veneciano, cuyo sujeto propio es el pueblo, ¡no le es ajena la experiencia de la fe cristiana! Su capacidad de generar unidad entre los hombres de tierra y de mar, desde que se asentaron las comunidades eclesiales en nuestras tierras lagunares, es bien conocida. La fe ha favorecido la gran empresa de asimilar los pueblos nuevos que han ido asomándose desde Oriente, Occidente y el Norte, uniendo tradiciones y costumbres. Ha acompañado la paciente obra de todo el pueblo, incluso en el penoso trabajo de los cambios, a veces violentos, de la época moderna. Y, también hoy, la fe sostiene la entrega generosa con que este mismo pueblo afronta las no pocas contradicciones del presente. (...)

En nuestra tierra es históricamente imposible separar el pueblo santo de Dios - que genialmente Pablo VI definió como «casi una etnia sui generis» - del pueblo como tal. En el pleno respeto a la pluralidad que caracteriza nuestras democracias, y bien conscientes de la necesaria distinción entre el ámbito civil y estatal y el religioso, en la vida cotidiana el pueblo de Dios sigue siendo el corazón de la convivencia humana en estas regiones.

A este santo pueblo de Dios nadie le es extraño, porque aquel que ha sido llamado por Cristo ha sido llamado a la libertad, y en la libertad está la raíz de una apertura y de una acogida sin límites. (...) Las tareas y las responsabilidades que esta “ciudad del mundo” lleva sobre los hombros son y seguirán siendo - como lo han sido a través de todos estos siglos - necesidades y tareas también de los cristianos. De esta forma todos juntos contribuiremos a edificar la paz en el único surco de la «clarividente pax venetiana».

Esta paz hoy - tras los dolorosos acontecimientos que se han desarrollado a partir del 11 de septiembre - necesita del trabajo de todos y cada uno de nosotros. Conscientes, sin embargo, de que no todo está en nuestro poder, se la pedimos incesantemente a Jesucristo, Aquel que justamente es llamado «nuestra paz» (cf. Ef 2,14).

Homilía en la basílica patriarcal de San Marcos
Los antiguos autores del mosaico han representado magistralmente en el delicado acercamiento de la Samaritana a Jesús el primer movimiento de la libertad humana. Cada uno de nosotros lo reconoce muy bien: se llama deseo. Todos los días, urgidos por las necesidades que apremian nuestro corazón - la sed de la que habla el Evangelista - vamos en busca de algo que lo satisfaga - el agua, por la cual la mujer fue al pozo. Pero todas nuestras necesidades están siempre atravesadas por un deseo más grande: en su raíz custodian un inexorable impulso a verse cumplidas y de esta manera la necesidad se convierte en deseo. Nosotros anhelamos el “para siempre”. «El agua que te daré te quitará la sed para siempre»: la mujer es irresistiblemente atraída por esta promesa de Jesús. Incluso cuando este deseo permanece sepultado bajo el peso de la fragilidad humana y, apoyándose en una extendida mentalidad, parece perder su verdadera fisonomía, es imposible apagar del todo la sed. En este sentido el hombre de todas las épocas - nosotros que estamos aquí ahora, en la basílica, todos los amigos que nos siguen desde la plaza o desde casa - tiende, como la Samaritana, hacía Alguien. El deseo pone en marcha la libertad. Y cuando la libertad actúa, el hombre entra en relación con los demás. (...)

Queridísimos, desde los albores de la era cristiana, a través de los siglos y sin solución de continuidad, el don del santo Bautismo ha sido derramado sobre enteras generaciones para llegar hasta nosotros, que vivimos hoy en esta espléndida tierra, síntesis admirable de naturaleza y de cultura, encrucijada infatigable de hombres y de pueblos. Jesucristo, generando en nosotros la fe con el signo eficaz del Bautismo, nos ha conducido hasta esta Eucaristía que ahora nos reúne físicamente. Nada como la fe recoge, conserva y potencia el deseo de la libertad, favoreciendo el cambio progresivo de la persona que le lleva a su cumplimiento. El crescendo del esencial diálogo entre Jesús y la mujer muestra bien este proceso: Él desenmascara amorosamente cualquier equívoco, hasta que, en el último intento de la Samaritana de escapar de su Persona: «Sé que debe venir el Mesías (es decir, el Cristo): cuando venga nos lo anunciará todo», Jesús la obliga a reconocer la evidencia: «Soy yo, el que te habla». «Yo en carne y hueso». «Yo que estoy delante de ti». No un genérico «cuando venga», sino un categórico «Yo, aquí y ahora».

Jesús se propone con la misma fuerza a cada uno de nosotros en la extraordinaria circunstancia que nos reúne: «Yo aquí y ahora». (...) ¡Que cada uno de nosotros tenga la sencillez de reconocerle y, por tanto, la posibilidad de volver a descubrir la belleza inaudita de ser cristianos! En el párrafo de la Carta a los Romanos que hemos proclamado hoy, Pablo lo describe en estos términos: «Justificados por la fe estamos en paz con Dios». De la fe, modalidad bien concreta de existencia personal y comunitaria, nos viene el don de la paz con Dios, del que nada, ni siquiera nuestra fragilidad y nuestro pecado, nos podrán separar. ¿No es esta la finalidad entusiasta de la austera llamada cuaresmal a la oración, la penitencia y el ayuno? En el dulce perdón de Cristo toda ansiedad, todo miedo es vencido: el futuro es custodiado por entero en la esperanza cierta de la manifestación plena del rostro de un Padre. (...)

Jesús toca el corazón de la mujer y la introduce en el camino del “para siempre”. El cambio es inmediato, y lo demuestra el que ella va corriendo a anunciar la buena noticia. Para poder correr deja allí el cántaro. Lo mismo nos pasa a nosotros cuando nos encontramos con una persona que da testimonio auténtico de la verdad. Provoca una urgencia irresistible: hacer partícipes a los demás. De esta forma se realiza la fascinante historia de la libertad humana: cuanto más se nos da la verdad en persona más nos impulsa a comunicar, porque es la forma en la que nos ha atraído. Nos convertimos en co-protagonistas de la historia. Y de esta manera la verdad, secundada por la belleza, difunde el bien. (...)

Sabemos que nuestra nueva familia, la Iglesia santa que vive en Venecia - en la que por la fe y el sacramento se realiza la Iglesia de Dios, la Catholica - mantiene a Cristo presente y vivo en medio de nosotros, ahora y para siempre. Él, comunicándose de persona a persona, a través de toda la historia de Venecia de tierra y de mar, ha llegado hasta nosotros. Vive en medio de nosotros, sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, fieles laicos de toda edad y condición. En las familias, en las parroquias, en las asociaciones, en los movimientos, en los diferentes grupos, en todas nuestras comunidades, Él se ofrece perennemente a libertad de todos los hombres de cualquier raza, religión, convicción, cultura, clase y condición social. Queremos ser para todos humildes testigos de su singular Persona. Siguiendo la invitación de Jesús a los Apóstoles, contenida en el Evangelio de hoy: «Yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga» (Jn 4,38).

¿Qué otro don más grande podemos pedir hoy a la Virgen Nicopeia? ¿Qué victoria nos concederá Ella si no es la victoria de la fe? También nosotros, como los samaritanos, confesamos libres y convencidos: «Ya no creemos por tu palabra; sino porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo».

Muestras de agradecimiento en San Marcos, acabada la santa misa
Al final de este gesto sacramental, en el que Cristo nuestro Señor con su Cuerpo entregado y su Sangre derramada nos ha reunido de diferentes lugares, bajo el signo eclesial de Venecia, no puedo quedar exento de algunos agradecimientos. Ante todo expreso mi agradecimiento - seguro de interpretar la intención de cada uno de vosotros que estáis aquí en la basílica, en la plaza o que seguís el acto desde vuestras casas - a su Santidad Juan Pablo II. La paternidad con la que él acompaña a la Iglesia de Dios en Venecia y que está también en el origen de mi misión, hace aún más imperiosa en mí - pero ciertamente en todos nosotros - la urgencia de imitar el testimonio del sucesor de Pedro, cargado de un magisterio innovador y de una visión extraordinaria del hombre y de la historia. Estoy por tanto agradecido al representante pontificio, S.E. monseñor Paolo Romeo, Nuncio Apostólico en Italia y en San Marino, que ha querido participar personalmente en este gesto sacramental.

Quiero confirmar mi sincero agradecimiento al Patriarca Marco Cè que, abrazando mi persona y entregándome el báculo pastoral, símbolo del servicio al que me preparo, me ha introducido objetivamente en la sucesión de los patriarcas de Venecia. Agradezco la amistad y el consuelo que él me profesará (estoy seguro) viviendo entre nosotros en su Venecia, lugar que ama como uno de sus hijos más ilustres - como he podido comprobar en decenas y decenas de ocasiones en estos pocos días -.

Estoy agradecido a S.E: monseñor Eugenio Ravignani, obispo de Trieste y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Trivéneta que explícitamente me envía el afecto colegial de los obispos de las tres regiones. Estos se han puesto en contacto de diferentes formas con la persona del nuevo Patriarca.

Estoy agradecido también a los prelados de los organismos de la Santa Sede aquí presentes, con los cuales he colaborado durante estos años de ministerio en Roma: el cardenal Edmund Szoka, los excelentísimos Monseñor Josef Cordes, Gianni Danzi, Marc Oullet y los representantes de la Secretaría de Estado. Dentro de esta referencia a la Iglesia universal, estoy especialmente conmovido por poder asociar en mi agradecimiento a mis hermanos en el episcopado quienes, representando a algunas Iglesias históricamente ligadas a Venecia, han querido honrar con su persona nuestra Iglesia y nuestra ciudad. El arzobispo de Viena, el queridísimo cardenal Christoph Schönborn, ha quedado bloqueado en el último momento por una huelga de trenes; están presentes los arzobispos S.E: monseñor Jan Sokol, de Bratislava, y S.E. monseñor Marin Barisic, de Split; S.E. monseñor Metod Pirih, obispo de Capodistria; el obispo rector de la Academia Pontificia de Teología, S.E. monseñor Tadeusz Pieronek, que nos trae también el saludo de la Iglesia de Cracovia. Al igual que en el pasado, también en el futuro Venecia podrá contar con su cercanía. Un delicado y conmovido agradecimiento a los representantes de las confesiones cristianas que hoy han intervenido: el Archimandrita de la Iglesia Ortodoxa, el Pastor valdense metodista, un teólogo luterano y el Capellán de la comunidad anglicana. A todos los hombres de las religiones, sobre todo a los hijos de Abrahán, que de diferentes formas han estado presentes en esta ocasión, expreso la común convicción de que Dios acompaña el camino de los que buscan la paz. (...)

Permitidme ahora expresar mi reconocimiento a las realidades aquí representadas que la Providencia me ha permitido conocer y que me han acompañado durante estos años.

¿Cómo no empezar por la parroquia de san Leonardo de Malgrate, el pueblo donde nací, y por Lecco? Gracias por tanto a los numerosos malgratenses presentes, al párroco, al alcalde y a la junta. Gracias a los muchos lequenses. Un especial recuerdo reservo a mis padres, a mi difunto hermano, a mis familiares, a los sacerdotes y amigos. En una palabra, a todos aquellos que me han marcado desde la infancia hasta la juventud, transmitiéndome, casi por ósmosis, la fe que, por gracia, desde la cuna fue para mí tan natural como el respirar. ¿Cómo no citar por lo menos la del difunto don Fausto Tuissi, que abrió mi mente, todavía casi niña, a Jesús, también a través de la lectura y del arte?

Agradecer a monseñor Luigi Giussani, del que nació Giuventù Studentesca en su versión milanesa primero y Comunión y Liberación después, significa reconocer con alegría, conmovido, delante de todos, que él me ha enseñado a vivir una fe abierta a todas las dimensiones del mundo y, arrancándome del riesgo de la confusión juvenil y del raquitismo de una frágil generosidad, me hizo capaz de acoger mi vocación al sacerdocio. Le doy las gracias directamente y a través de los responsables internacionales del movimiento presentes en esta Basílica.

Estas decisivas expresiones de la tierra ambrosiana hablan de la deuda que me vincula a la archidiócesis de Milán. Doy las gracias a su pastor, el cardenal Carlo María Martini, que ha querido amablemente hacer referencia a mi carácter ambrosiano en su felicitación pública.

Igualmente, a su excelencia monseñor Franco Agostinelli, obispo de Grosseto, al honorable alcalde y a toda la delegación de la ciudad. (...)

En la Universidad Pontificia Lateranense y en el Instituto Juan Pablo II he profundizado en la dimensión católica de la Iglesia: he «aprendido un poco Roma». Están aquí presentes, con no poco sacrificio, delegados de institutos académicos vinculados a la Universidad en todos los continentes, que han sido admirablemente guiados por el rector y director, S.E. monseñor Rino Fisichella - portador explícito de la cercanía del gran canciller, el cardenal Camillo Ruini -, por los decanos, por los directores, por el Secretario General y por los representantes de los institutos incorporados, por el personal y los estudiantes. Quiero mencionar explícitamente a S.E. monseñor Paul Matar, arzobispo maronita de Beirut (Líbano), S.E. monseñor Gyorgy Jakubinyi, arzobispo de Alba Iulia, S.E. monseñor Javier Martínez, obispo de Córdoba (España), S.E. monseñor Petru Gherghel, obispo de Jassy (Rumania), S.E. monseñor Maksymilian Dubraswki, obispo auxiliar de Kaminec Podolski (Ucrania), el Supremo Caballero de Colón, profesor Carl Anderson, y los representantes de los Centros de Melbourne, Antony Fischer de Changanacherry, de Gand, de Ciudad de México, de Lugano... Con placer extiendo mi agradecimiento a los representantes de la Asociación Internacional Lateranense, guiados por su Presidente, y a todos los miembros del Consejo de la Fundación Civitas Lateranensis, así como a los superiores del Colegio Lateranense. El trabajo de estos años en la Universidad me ha hecho tocar con la mano la imponente fecundidad de la catholica romana. Por su relación con la Universidad asocio de buena gana mi agradecimiento a los hermanos en el episcopado S.E. monseñor Tharcisse Tshibangu, obispo de Mbujimayi (República Democrática del Congo) y S.E. monseñor Filippo Santoro, obispo auxiliar de Río de Janeiro. Mi Agradecimiento además en la persona de monseñor Ambrogio Spreafico, presidente del Comité de las Universidades Pontificias Romanas, a todas las instituciones académicas de Roma con las que he colaborado durante estos años.

Y, aunque acabaré por olvidar a muchos otros, no puedo olvidarme de S.E. monseñor Abele Conigli y la diócesis de Teramo, que me acogió en 1969. Sus representantes están aquí guiados por su obispo, S.E. monseñor Antonio Nuzzi.

Un cálido saludo para los amigos suizos del cantón de Ticino y del otro lado del puerto de San Gotardo con los cuales he compartido años preciosos. Recordando al difunto obispo de Lugano Eugenio Corecco, doy las gracias a todos, en especial al abad de Hauterive, el P. Mauro Giuseppe Lepori, aquí presente.