Oscar V. Milosz

La vía de la caridad

Francisco Martín Hernández ha reconstruido la historia de D. Miguel Mañara Vicentelo de Leca: su conversión tras conocer la Cofradía de la Santa Caridad. En 1985, el Papa lo proclamó Venerable, primer paso en el proceso de beatificación

SERENELLA CARMO FELICIANI

Visitando la espléndida ciudad de Sevilla, se puede hallar el rastro de un amigo, si podemos llamar así a una persona cuyo nombre nos es familiar desde hace años: Miguel Mañara. Ya en los primeros años del Movimiento, don Giussani nos proponía la breve y bellísima pieza teatral de Milosz, parábola de un hombre que vive el deseo que no tiene fin a través de la disolución de una vida de libertino. En su prosa poética se evoca el encuentro de Miguel con Jerónima, el descubrimiento del perdón y, a través del drama de la muerte de la amada, la conversión, el retiro al convento de la Caridad y la muerte en santidad.

Es la interpretación más querida del inmortal mito de don Juan que tanto ha fascinado a literatos y músicos. Pero Miguel Mañara es una figura histórica y si bien su historia parece coincidir en algunos aspectos con la puramente literaria de D. Juan, es oportuno recordar que la primera obra sobre D. Juan, El Burlador de Sevilla y el convidado de piedra, de Tirso de Molina, se publica en 1639, cuando Mañara sólo tenía tres años.

Nos topamos con la realidad histórica de Miguel Mañara en Sevilla, donde, no lejos del Guadalquivir y de la Torre del Oro, se alza aún el Hospital de la Caridad, del siglo XVII, con la magnífica capilla resplandeciente de doraduras: toda ella construida a expensas del verdadero Miguel Mañara. Sigamos su historia tal como la reconstruye Francisco Martín Hernández en una reciente publicación de la Universidad de Sevilla.

Don Miguel Mañara Vicentelo de Leca nació en Sevilla en 1627. Aunque ya no era tan rica como en el siglo anterior, Sevilla seguía siendo el punto de llegada de las preciosas mercancías procedentes de las Indias Occidentales, descargadas en sus muelles por los galeones que remontaban el curso del río. De hecho, en Sevilla actuaba, alojada en los fastuosos locales del Alcázar, la Casa de contratación, con la que la monarquía controlaba el comercio colonial.

El padre de don Miguel se había establecido en la ciudad andaluza procedente de Córcega y había acumulado una ingente fortuna. Para coronar el prestigio de la familia, obtuvo el título de caballero para sus dos hijos. El joven y orgulloso don Miguel, Caballero de Calatrava (la prestigiosa orden que se había distinguido durante la Reconquista), vivía en una rica casa, en la parte vieja de la ciudad, que aún hoy muestra su patio renacentista. Sabemos que se casó veinteañero con una joven noble, Jerónima Carrillo de Mendoza. Nada especialmente disoluto se desprende de una vida, eso sí, inmersa en la vanidad y la soberbia de su clase social. Su mujer murió inesperadamente en 1661, dejando a Miguel solo y perdido a los 35 años, trastornado por la experiencia de la muerte y el descubrimiento de la caducidad de las cosas terrenas. Milosz habla de su conversión en un convento, pero la historia fue distinta. Miguel no fue monje, siempre fue laico. La ocasión de su conversión fue el encuentro con una cofradía, llamada de la Santa Caridad, que se reunía en una pequeña capilla y se dedicaba a la obra piadosa de enterrar los cuerpos de los ajusticiados y de los pobres que morían en la calle. Desde la Edad Media, como bien sabemos, las asociaciones laicales llamadas cofradías o hermandades, ofrecían una posibilidad de vida más auténtica dentro del pueblo cristiano. Los cofrades se ayudaban en la fe y el compromiso en obras cuyo valor, dada la gran miseria y la falta de asistencia pública, era inestimable. D. Miguel halló así su camino hacia Cristo y, a través de Él, a la caridad. Elegido por sus cofrades tras un año, hermano mayor, o prior, Miguel transmite a la cofradía el espíritu de una dedicación concreta e inteligente a los pobres. Dado que muchos morían míseramente en la calle, Miguel empezó a construir, costeando los gastos, un hospicio donde pudieran dormir los sin techo y donde curar a los enfermos. La arquitectura armoniosa del Hospital de la Santa Caridad, no grande, pero tampoco pequeño, reclama por sí sola el espíritu de la acogida. En las galerías ventiladas y ordenadas, presididas cada una por un altar, en los tranquilos patios, donde aún florecen algunos rosales plantados por don Miguel y en las bonitas decoraciones de azulejos añiles que recogen frases que reclaman a los cofrades al amor a Dios y a los pobres. Muchos burgueses y nobles, al principio un tanto sorprendidos por el comportamiento de D. Miguel, se unieron a los primeros cofrades. En las ciudades vecinas nacieron numerosas cofradías cuyo modelo era la de la Santa Caridad. Mañara recibía numerosas donaciones, algunas secretas, y las dispensaba a familias y conventos pobres, y a los denominados “pobres vergonzosos” como, por ejemplo, nobles arruinados. Un auténtico movimiento de reforma nacía de la persona del Caballero de la caridad.

Miguel tenía ideas muy precisas acerca de la asistencia, que debía ser realista y ajustarse a las necesidades de los pobres (comprar leña, distribuir alimentos, curar las heridas). Rechazaba la iniciativa surgida en Madrid, y que ya era una realidad en los estados europeos de entonces, de crear hospicios-reclusorios para los pobres. Ante todo le importaba el espíritu con que los cofrades debían ocuparse de los pobres por amor de Dios. Así, recomendaba que les acogieran con afecto fraterno a su llegada al hospicio besándoles las manos.

También quiso construir una iglesia para el Hospital y llamó para adornarla a los mejores artistas de Sevilla: Bartolomé Murillo, que era también cofrade, Valdés Leal, Roldán. El programa iconográfico que diseñó él mismo ofrecía a la meditación la figura de Cristo que daba de comer a los hambrientos, de san Juan de Dios que cargaba a un pobre sobre sus espaldas, de santa Isabel de Hungría que curaba las heridas, igual que debían hacer los cofrades. Una afirmación de belleza y bondad en medio del dolor, gracias a una Presencia que, como escribe Giussani en Mis lecturas «permite abrazar, y se transforma en un abrazo universal». «De la apariencia de la belleza viene el dolor que la redime y, finalmente, la ama, porque la palabra amar no tiene ninguna posibilidad de ambigüedad: es afirmar con estupor, con el estupor de todo el ser, al Otro, al Destino, y a esta presencia del Destino, a este signo, a este cuerpo del destino que son el otro hombre y el cielo y la tierra y todo lo que sucede. Mi bien, mi dolor y mi mal se hacen dignos de amor».

Mañara murió en 1679. Por humildad quiso que le enterraran bajo la entrada de la iglesia. La Cofradía de la Santa Caridad existe todavía. Cuando el Papa viajó a Sevilla en 1993, inauguró un nuevo edificio para acoger a los disminuidos psíquicos. El viejo hospital todavía alberga a ancianos e inválidos.

A más de trescientos años de su muerte, en 1985 el Papa ha proclamado Venerable a D. Miguel Mañara, primer paso del proceso de beatificación.