PERTENENCIA
El hombre sin nombre
Un “nosotros” sin “yo” es una masa acéfala
fácilmente gobernable. Pero un “yo” sin “nosotros”es
un sujeto sin raíces que busca desesperadamente una salvación,
una “pertenencia” cualquiera. Un corto viaje por la literatura del
siglo XX, testigo claro de esta esquizofrenia
MIMMO STOLFI
Para poder decir «nosotros» hay que haber dicho antes «yo».
Un “nosotros” sin “yo” no es más que una informe
masa acéfala, a menudo muy peligrosa, como atestiguan las masas ingentes
que respaldaron los más atroces totalitarismos del siglo XX; o bien un
grotesco sujeto colectivo, sometido a los dictados del más vacuo conformismo,
como atestiguan las innumerables tribus postmodernas cuyo sentido de pertenencia
se identifica con una marca. Por lo demás, un “yo” vulnerable
y alineado se vuelve maleable y sensible a los reclamos de cualquier poder que
invada y manipule la conciencia operando con destreza sobre mecanismos inconscientes.
Entre el hombre-masa del socialismo real y el hombre-Nike de la sociedad post-industrial
existen más analogías de lo que se podría pensar. En ambos
casos, el “yo” frágil e indefenso busca una salvación
desesperada en un “nosotros” cualquiera, en la “pertenencia” a
lo que sea, aunque sea paródica, con el fin de evitar la fatiga de la
construcción de un significado que permita orientarse en el maremagno
de contradicciones, heridas y ambigüedades de la vida. La identidad personal
implica ciertamente la percepción de una fragilidad de la conciencia y
de una serie de discontinuidades (el “yo” soberano en un mito), pero
esta fragilidad y estas discontinuidades deben ser afrontadas y asimiladas; el
individuo no es un dato, sino un resultado.
Vagar sin rumbo
Se puede afirmar con toda tranquilidad que ni uno solo de los grandes escritores
o poetas del siglo XX ha dejado de situar en el centro de su obra este vagar
sin rumbo del sujeto, esta falta radical de certeza del “yo”,
vinculados al reblandecimiento del cemento comunitario y religioso. Es un
hecho incontrovertible que la religión ha constituido el elemento
unificador de buena parte de la historia de Occidente, y parcialmente de
otras civilizaciones. No había hombre o mujer que no hallara en la
religión la coherencia entre sí mismo y los demás, entre
sí y la naturaleza. La progresiva pérdida de terreno por parte
de la religión ha comportado una mayor exposición del individuo
a la fragmentación. Valga como ejemplo en el plano simbólico
y estilístico el stream of consciousness, el flujo de conciencia ilustrado
por James Joyce en el Ulises. O la discontinuidad y desintegración
del pensamiento humano en Samuel Beckett, como consecuencia del abandono
del repertorio de valores sólidos y seguros representados por la tradición
y que entraron en crisis a través de reiteradas convulsiones históricas.
También Alfonso, Emilio, Zeno y todos los demás pequeños
y grandes pseudónimos de Italo Svevo (a su vez pseudónimo de
Ettore Schmitz...) son personajes que persiguen una subjetividad destruida
en el preciso momento de su pretendida afirmación, en un juego de
continua alternancia de papeles en el cual el yo y el otro, el sujeto y el
objeto, se quedan siempre sin una identidad clara. El Zeno de Svevo está próximo
a Ulrich, “el hombre sin cualidad” de Robert Musil: ambos son
puros teóricos, capaces sólo de medirse con sus esquemas mentales
y no con la realidad, testigos de un tiempo en el que el desencanto se aúna
con la fragmentación de la conciencia, reducida a provisional conglomerado
de relaciones psíquicas. La indagación introspectiva de todos
los personajes de Svevo se resuelve en un inútil intento de sistematizar
la vida, que no hace otra cosa que abocarles cada vez más hacia el
malestar y la extrañeza respecto de sí y del mundo. Un vez
que se admite que no existe ninguna lógica racional en el pasado que
lo ligue con el presente, y aún menos con el tiempo por venir, esta
introspección aleja al individuo de una relación inmediata
con los demás y con las cosas, le aparta de la vitalidad natural.
Anarquía de átomos
La época de fuerte pluralismo que estamos viviendo, una época
decididamente politeísta, y todos los fenómenos más recientes,
incluido el desarrollo de la informatización, han acelerado esta pérdida
gradual de la subjetividad. Una pérdida que ni siquiera se percibe con
dolor, como aún les sucedía a los personajes de Pirandello, que
experimentan angustia y horror, seguidos de la soledad, cuando se dan cuenta
de que no son nadie; y, además, sufren por ser encuadrados por los demás
en formas en las que no pueden reconocerse. Por tanto, en ellos hay un rechazo
de las formas de la vida social, que imponen al hombre “máscaras” y
papeles ficticios. En cambio, el sujeto postmoderno parece gozar de su propio
deliquio y de sus infinitas máscaras, las busca deliberadamente, amando
experimentar la ebriedad de su propia dispersión.
Esta pulverización del “yo” en lo que, con eficaz expresión,
Nietzsche definía como «anarquía de átomos» conduce
o tal vez es más bien el efecto de una análoga deriva del “nosotros”.
Ya Max Web en los años veinte sostenía que en una sociedad destinada
a estar cada vez más estandarizada «lo único individual
que le quedará al hombre serán las huellas digitales».
Profético. Y se preguntaba cómo se podía conciliar la
dimensión estadística con la dimensión personal del hombre. ¿Cómo
puede resistir el sentido de una comunidad cuando esta última ya no
es la unión de hombres apelables con su nombre y apellido y de rostros
que se encuentran, se reconocen y comparten valores y experiencias? Experiencias
todas ellas que, claro está, son imposibles entre números...
Esta cuestión del nombre propio es esencial y la literatura, una vez
más, ha sido una de las primeras en comprenderlo. Piensen en los personajes
de Kafka - Joseph K., agrimensor K. - cuya reducción a objetos manipulables
hasta el infinito por un poder a su vez impersonal viene representada simbólicamente
por la privación del nombre. Sin nombre no existe “yo”,
no existe rostro, no existe persona; no existen raíces ni pertenencia.
Queda una mezcla desoladora de nostalgia y tristeza. En 1943, poco antes de
morir, Simone Weil escribía: «La necesidad de tener raíces
es tal vez la más importante y la menos conocida del alma humana. Es
difícil definirlo. El ser humano hunde sus raíces en la participación
concreta, activa y natural en la existencia de una comunidad que conserve vivos
ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del porvenir».