PERTENENCIA
Encomendados por el Destino
Hace treinta años, una pareja de recién casados aceptó en acogimiento por un breve periodo a una niña de un año y medio. Después, las circunstancias fueron cambiando dando forma a una historia de pertenencia

PAOLA BERGAMINI

Dos madres y dos padres; tres y dos hijos respectivamente. Podría ser la historia de una familia ampliada, donde todos viven en amor y armonía dentro de una variopinta unidad familiar. Una historia, para entendernos, de las que aparecen últimamente en los periódicos, objeto de “profundos” análisis por parte de sociólogos y psicólogos. Pero no, la que les vamos a contar es otra historia. Es una historia de bien, de gracia inesperada, también de dolor y de separación, a veces necesaria y deseada, pero siempre de participación en el bien de otro que, casi inadvertidamente, se cuela en el corazón, imponiéndose con su pequeña presencia.La historia comienza hace casi treinta años, cuando Luisa, secretaria de GS, al enterarse de la situación dramática por la que atravesaba una familia, propuso a una pareja de amigos recién casados que hospedaran por un breve tiempo a la niña más pequeña, de 18 meses. Una circunstancia inesperada a la que sencillamente dijeron «sí», sin demasiados razonamientos. Una mañana esta niña, acompañada por su madre natural, entró momentáneamente en su casa y para siempre en su vida, aunque esto aún no lo sabían. Los primeros días estuvieron definidos por una sensación de extrañeza, semejante a la que habían experimentado cuando iban a la actividad caritativa en la Bassa, donde no había ninguna gratificación inmediata. Pero día a día aquella niña les conquistó, entró en su corazón. Después de tres meses, la niña regresó con su familia biológica, donde las cosas habían adquirido un cariz más normal. Todo parecía haber terminado allí, en aquella breve experiencia. Sin embargo, aquella relación, sea cual fuere la forma que adoptara, ya era parte de su vida. Se siguieron viendo los fines de semana y pasaban las vacaciones de verano juntos. Una tarde, el padre, tras el enésimo litigio, salió de casa con la niña y les llamó. Eran su único refugio y en aquel momento sus propósitos eran dramáticos. Le convencieron para que llevara a la niña con ellos y se quedara un mes más en su casa. Pero las cosas no se resolvían. El tribunal decidió el alejamiento de la familia y momentáneamente la niña fue internada en un colegio. Siguieron viéndose todos los fines de semana y durante las vacaciones. Mientras tanto, la situación familiar no mejoraba, no parecía tener salida y a nuestra pareja se les propuso el acogimiento. Entonces ya no eran unos recién casados, tenían sus propios hijos, pero aquella niña se les había confiado mucho tiempo antes, era su hija mayor, formaba parte de su familia. Así, por medio de un acto jurídico, se confirmaba el «acogimiento que años antes el buen Dios nos había encomendado». Los años pasaron, las relaciones con la familia de origen continuaron, con altibajos que iban parejos a los conflictos. «Para nosotros era evidente que los hijos no son de tu propiedad, como nos resultaba de cajón que aquella niña era parte de nuestra vida, aunque la situación familiar se hubiera resuelto y ella hubiera vuelto con sus padres. Se nos había entregado para siempre. Aquella relación no se podía interrumpir porque, como sucede con todos los hijos, la habíamos hecho partícipe de nuestros intereses, de nuestros deseos, de nuestros problemas, de lo que éramos. Esto significa sencillamente que ya nunca sale de tu vida». Sencillamente.
Hoy la niña se ha hecho mayor, ha terminado sus estudios, se ha casado y trabaja. Es una madre atenta y afectuosa. Una historia con final feliz... pero no todo ha sido fácil. Las relaciones con su familia de origen nunca se han interrumpido y a veces han sido fuente de dolor, de enfados y de incomprensiones. Durante mucho tiempo pensó que tenía que ser una hija modelo y estar agradecida a los padres acogedores por la condición privilegiada que le habían “otorgado” respecto a sus hermanos de sangre. Pero se trataba de un sentimiento estéril, sofocante, que le hacía estallar el corazón de rabia hacia todos. Ahora ha vuelto a rastrear su historia hallando signos inconfundibles de un designio bueno: el “sí”de sus padres naturales, dicho casi inconscientemente y con dolor, para que ella tuviera un horizonte positivo que ellos no podían asegurarle; y el otro “sí”, la acogida de sus “otros” padres, más consciente porque estaba definido por una fe concreta que les abría al mundo, a las circunstancias imprevisibles dispuestas por el Misterio y que vuelven fascinante la vida. «Mis padres acogedores me han hecho partícipe especialmente de que todo es un don de la Gracia que es preciso reconocer». Por esto podemos estar contentos y dar gracias al Señor.