CULTURA
Pinceladas que cautivan
Van Gogh, Cézanne, Matisse, Bacon y Warhol. Abordamos la relación
de los protagonistas de la pintura moderna con la Iglesia. Una pertenencia que
casi nunca se hizo explícita, pero que a menudo subyace en su producción
artística por su búsqueda de la verdad
GIUSEPPE FRANGI
Un hilo delgado, un quedo “sí”, una vibración inconsciente
podrían definir la relación de buena parte del arte moderno con
la Iglesia. Nunca se trata de una pertenencia declarada, menos aún proclamada
y, en las pocas ocasiones en que se hace explícita, genera oleografía,
lo que Giovanni Testori tildaba de inercia figurativa. Es una relación
que se mantiene implícita y, cuando sale a la luz, se expresa en tímidos
balbuceos, pero ¡tan cargados de verdad!
Vincent Van Gogh, por ejemplo, fue de temperamento muy religioso, tanto que durante
una buena parte de su vida acarició la idea de dedicarse a la predicación
como su padre, pastor protestante. Cuando ya era pintor, la posibilidad de abordar
temas religiosos en su pintura le intimidaba, como si estuviera fuera de su alcance,
no ya técnicamente sino desde el punto de vista psicológico. Cuando
en 1889 su amigo Paul Gauguin le escribió contándole que había
pintado un Cristo en el huerto de los olivos, Van Gogh estuvo tentado de imitarle.
Pintó muchas variantes de campos de olivos provenzales, sin llegar a realizar
jamás el otro paso: el de insertar la figura sagrada. Al final, el cuadro
de Gauguin, tan explícito en su contenido, tan ostentoso en sus intenciones,
es una obra modesta, de una religiosidad meramente psicológica. En cambio,
los lienzos de Van Gogh, tan llenos de temores y renuencias, aluden, casi imploran,
una presencia entre aquellos olivos. Una presencia que se advierte, real, capaz
de sacudir la pintura y también la mirada.
Viñas en flor
Y de Van Gogh a Cézanne. También él fue fielmente religioso.
Apegado a la tradición católica de su familia, asistía puntualmente
a la misa dominical de Aix-en-Provence, siempre impresionado ante las esculturas
medievales de la catedral. Pero también él se frenaba ante la posibilidad
de representar temas religiosos. Lo percibía como fuera de su alcance,
ya que comportaba ese tanto de simulación y de retórica que no
hacía justicia ni a la historia de Jesús ni a su pintura. Una vez,
dialogando con un amigo, Joachim Gasquet, acerca de los grandes del pasado y
sus obras maestras sagradas, citó a Jacopo da Voragine, quien dijo que
la noche en que nació el Salvador florecieron viñas por toda Palestina. «La
cuestión, dijo Cézanne, es que hoy yo no logro pintar aquel nacimiento,
pero puedo pintar el florecimiento de aquellas viñas. El revuelo de los ángeles
no lo he visto. Puedo pintar sólo lo que he visto».
Cosas bellas
Unos años después, los cuadros de Cézanne encantaron la
mirada de otro gran espíritu, Rainer María Rilke, quien, escribiendo
a su mujer, Clara, para contarle la emoción que había experimentado
al contemplar la exposición organizada en París a la muerte del
gran maestro, no dudaba en definir sus obras maestras como religiosas, aunque
su temática no lo fuera: «Cézanne dispone las botellas o
lo que tiene a su alcance en ese momento y hace de estas cosas sus santos; y
las obliga, las fuerza a ser bellas, a significar el mundo entero o el esplendor,
y no sabe si ha logrado que hagan esto por él... Se apega en todo ello
a ese inaprensible Señor que sólo el domingo le deja reposo, le
deja regresar al Buen Dios, como su primer dueño». «Entreveo
la Tierra Prometida» había escrito Cézanne a su amigo y comerciante
Ambroise Vollard. Trabajaba en la serie de las montañas Sainte Victorie:
aquel era el terreno de su relato religioso de la realidad.
La capilla de Saint-Paul de Vence
Otro de los grandes, Henri Matisse, terminó de otra manera. Fue llamado
a decorar la capilla de Saint-Paul de Vence. En su correspondencia con Sor Jaques-Marie,
su cliente, se dice feliz, conquistado por la tarea de representar modernamente
un tema sacro. «Pero, añade, en mi vida no he hecho otra cosa. Toda
mi pintura ha sido un intento de cantar la gloria de Dios, incluso pintando la
serenidad elegante de un desnudo de mujer, o una naturaleza muerta bajo la luz
soleada de Tánger».
Botellas y envases
Tácita, o mejor, absoluta y voluntariamente secreta, fue la historia de
Andy Warhol con la fe. Hijo de unos exiliados eslovacos, de tradición
bizantino-católica, a pesar de haber pasado su vida en la palestra mediática,
Warhol mantuvo celosamente ocultas sus costumbres, no porque se avergonzase de
ellas, sino porque no quería que acabaran en el molino de los corrillos
artísticos. Iba a misa regularmente y cuando podía colaboraba como
voluntario en un comedor para vagabundos. En 1981 acudió a la Plaza de
San Pedro como un peregrino más a la audiencia con el Papa y en aquella
ocasión los fotógrafos le sorprendieron. ¿Pero qué queda
en el arte de Warhol de esta pertenencia jamás negada? Queda el sentido
positivo de todo, hasta de los particulares de la cotidianidad más insignificantes,
más homologados. Warhol no desprecia jamás nada: hasta lo feo puede
mostrar su esplendor, hasta la botella de Coca Cola o la lata de sopa Campbell.
Todo, sin retórica alguna, sin fideísmo.
La Crucifixión
Pero el panorama no sería completo si no se hablase del caso más
violento y escandaloso, el de Francis Bacon. El gran pintor inglés (nacido
de padres irlandeses y católicos) renegó violentamente de cualquier
pertenencia. Una furia iconoclasta marcaba sus apariciones públicas, a
menudo violentas e irrespetuosas para con la Iglesia. Sin embargo, la historia
artística de Bacon no se podría explicar sin la centralidad del
tema de la Crucifixión. La pinta sobre todo en los años 50, pero
toda su pintura es una continua y dramática variante de ese tema. Él,
obviamente, negó siempre cualquier contenido confesional o devoto, pero
en una célebre entrevista con su crítico, David Silvester, confesó que
para él no existía alternativa a la Crucifixión: «Cuando
debo pintar el dolor que veo a mi alrededor, la gran carnicería a la que
se está reduciendo el mundo, sólo existe una imagen adecuada: la
Crucifixión. Es lo único capaz de contener y expresar por completo
el drama que se desarrolla ante mis ojos».