MARíA
en la historia 4
Por
los caminos medievales
Continúa el viaje de Huellas para conocer la incidencia de María
en la historia. Durante la Edad Media, el nacimiento de muchas órdenes
religiosas y la construcción de santuarios son los signos principales
de la devoción a la Madre de Dios. Pero también la literatura y
la iconografía reflejan este sentimiento popular
Fidel González
La
Edad de oro de la devoción mariana
La Edad Media es la Edad de oro de la devoción mariana en occidente. La
teología, la iconografía y el culto marianos profundamente arraigados
en la cristiandad oriental pasan con una fuerza creciente también a occidente
renovados con el encuentro entre los nuevos pueblos, latinos, germanos, celtas
y eslavos, convertidos al cristianismo. Estos pueblos cristianizados aportan,
según su propia sensibilidad, nuevos elementos en las expresiones cultuales
relacionadas con la Madre de Dios. Los escritores eclesiásticos medievales
desarrollan cada vez más la reflexión teológica sobre la
posición única de María en el plano de la Redención,
llegando a establecer que a ella se le debe un culto más elevado que a
los demás santos y ángeles, un culto que se llamará de hiperdulía.
Refiriéndose a la Virgen, San Buenaventura afirma: «El hecho de
que María sea preferida a las demás criaturas proviene de lo que
la Madre de Dios es, y por eso tiene que ser honrada y venerada más que
las demás. Los maestros teólogos llaman a este honor hiperdulía» (In
III Sent., dist.9, a.1, q.3). El sentido de la fe del pueblo cristiano lo ha
percibido siempre de una forma sublime dedicando a la Virgen innumerables expresiones
de afecto y devoción que impregnaban toda la vida religiosa y profana
de la sociedad medieval. Los fieles quedaban atraídos y fascinados por
la grandeza de María, como se expresa en toda la literatura popular y
erudita medieval.
La literatura mariana
La piedad mariana se pone de manifiesto en las predicaciones, en los códices
y en los libros de oración litúrgica como misales, libros de las
horas y cantoneras miniadas de los monasterios y catedrales. Se difunden numerosas
leyendas marianas donde se resalta la confianza en María y sus continuos
milagros en favor de sus hijos devotos.
Los más renombrados monjes, escritores, oradores y misioneros medievales
de occidente –como el inglés san Beda el Venerable (673-735) (de
su pluma nacieron algunas de las más bellas poesías a la Virgen);
el ravenés, gran reformador de la Iglesia, san Pedro Damián (1007-1072);
san Anselmo de Aosta (1034-1109); san Bernardo; el dominico san Vicente Ferrer
(1350-1419); el franciscano san Bernardino de Siena y muchos otros– dedican
a la predicación mariana gran parte de sus energías y componen
homilías, himnos y tratados de gran profundidad teológica y literaria
en honor de María. Todo el Medievo está sembrado de una multitud
de escritores, poetas y teólogos de María. Nos vemos en el compromiso
de tener que elegir algunos nombres y textos.
María tiene un lugar de honor en la pintura, en la escultura y en los
códices miniados.
Desde la Alta Edad Media, se difunden por todas partes imágenes y esculturas
de la Virgen que enseguida pasan a formar parte de los grandes mosaicos de las
basílicas, de los murales románicos y de las portadas de las iglesias,
casi siempre integradas en el ciclo de la historia salvífica cuyo centro
es Cristo.
Iglesias, santuarios
y peregrinaciones
Durante el Medievo grandes multitudes se trasladan de una región a otra.
Como observa Raymond Oursel (Peregrinos del Medievo. Los hombres, los caminos,
los santuarios), en un clima de gran precariedad política y social, la
gente que no siente un fuerte vínculo por su tierra se mueve buscando
referencias seguras para la vida. Los cristianos concebían la batalla
por la salvación como un drama que recorre la vida y que implica a la
Iglesia militante en la tierra junto con la Iglesia purgante (Purgatorio) y la
triunfante (Paraíso). Por encima de todos está Dios, después,
descendiendo, la Madre de Dios, María, los Ángeles y los santos
(Vitor Turner -Edith Turner, Image and Pilgrimage in Christian Culture). Este
es el sentido de las peregrinaciones, de las iglesias dedicadas a los Misterios
de Cristo, a la Virgen y a los santos. Los caminos que unen los países
europeos están plagados de iglesias dedicadas a ellos. Algunas de estas
iglesias se convierten en punto de referencia especial gracias también
a los milagros y a eventos históricos vinculados a la protección
de la Virgen como la liberación de una guerra, de una peste, la reconciliación
entre facciones en guerra o simplemente a una aparición que presenta diferentes
formas, desde el descubrimiento de un icono mariano, a una verdadera y propia
aparición sobrenatural en momentos especialmente calamitosos. Desde el
siglo IX las iglesias dedicadas a la Virgen se multiplican. La primacía
la tienen las consagradas al Misterio de la Asunción. Cuando aparece en
las iglesias la costumbre de construir más capillas y altares laterales,
no hay iglesia que no tenga una dedicada a la Virgen. A ella se dedican oratorios
y pequeñas capillas, templetes marianos en los caminos del campo y en
los cruces; a ella se dedican las campanas de las iglesias; los cristianos empiezan
a bautizar tomando su nombre; surgen los primeros grandes santuarios marianos
que pueblan la geografía europea y que son la meta de peregrinación
de las más diversas regiones europeas como Puy-en-Velay en Francia; en
España: Covadonga en Asturias, donde comienza la “Reconquista española” bajo
la mirada de la Virgen; Montserrat en Cataluña; el Pilar de Zaragoza;
Guadalupe en Extremadura. En Inglaterra, conocida entonces como la “tierra
de María” surge Walsingham (hacia el 1061). Este santuario mariano
se considera la cuna del cristianismo en Inglaterra y tal vez sea la primera
iglesia mariana de la isla, donde más tarde –hacia 1184– los
normandos erigen una bellísima iglesia que será saqueada en 1530
en la época del cisma de Enrique VIII. En Italia (desde el siglo XV),
la Santa Casa de Loreto, construida sobre la casa de María de Nazaret.
Pero todo el mapa europeo está sembrado de estos santuarios que muestran
la mirada misericordiosa de María sobre el pueblo cristiano. Surgen confraternidades
marianas que agrupan a artesanos y trabajadores, que dan solemnidad a las fiestas
de María y erigen iglesias, oratorios y altares en su honor.
Órdenes religiosas
Hacia el siglo XII asistimos a movimientos de intensa reforma eclesial; el caso
más significativo es, sin duda, el de la orden cisterciense, guiado por
la gran personalidad de san Bernardo. Europa vive un contexto de profunda inquietud
y de continuas peregrinaciones con una movilidad humana que hoy causa un profundo
estupor. Nace el movimiento eclesial de los caballeros, cruzados y peregrinos.
Ligados a estos fenómenos encontramos nuevas órdenes monásticas
que nacen a partir de la experiencia benedictina, como los Cistercienses y el
fenómeno de los Canónigos regulares, que cuidan con delicada atención
la oración y el culto divino en colegiatas e iglesias, como los premostratenses.
Todos ellos otorgan un puesto especial a María en su experiencia cristiana.
El fenómeno de esta movilidad cristiana a través de los caminos
europeos y también hacia Tierra Santa, tanto para visitar los lugares
santos como con motivo de las cruzadas, produce una doble consecuencia: los cristianos
entran en contacto directo y físico con los lugares vinculados a la historia
bíblica; especialmente, vuelven a descubrir los lugares de la vida de
Jesús y de María. Además, traen reliquias y recuerdos de
Tierra Santa vinculados a esos lugares. Construyen capillas e iglesias para custodiarlos
y para poder “verlos” y “tocarlos”, se instituyen fiestas
y sagrarios para poder “celebrarlos”; debido a que todos quieren
una “reliquia”, muchas veces las dividen físicamente; papas,
reyes, obispos, abades y nobles las donan a personas, iglesias y lugares como
signo de amistad y de alianza. En el mundo medieval en el que los matrimonios
entre las grandes familias nobles, incluso geográficamente lejanas, están
a la orden del día –desde Inglaterra y Dinamarca hasta España
y Sicilia–, príncipes y mujeres nobles llevan consigo devociones,
iconos y “reliquias” marianas, como parte de su misma dote o como
signos de benevolencia hacia las nuevas “patrias”. Por otra parte,
los peregrinos difunden las devociones marianas por doquier.
En este período nace y crece el movimiento de las ordenes hospitalarias
y militares, como los Templarios y los seguidores de san Juan Crisóstomo
o Caballeros de Malta, y otras congregaciones mixtas de sacerdotes y laicos,
que tienen como punto de referencia comunidades monacales y de canónigos
regulares. Todas estas congregaciones tienen como punto de partida, como corazón
de su carisma, la presencia de María, que hace el Misterio de Cristo cercano,
carnal y humano. Miran a María, es más sencillo para ellos seguir
de cerca las “huellas” humanas de Cristo, que todos tratan incluso
de tocar visitando los lugares de su vida mortal o, por lo menos, los lugares
donde estos misterios son representados.
Nos adentramos, por tanto, en una nueva época iniciada a partir del siglo
XIII, el “otoño del Medievo” y preámbulo de la modernidad.
La época arrastra como herencia numerosos conflictos, pestes, guerras
y duros contrastes con el Islam. Prisioneros, esclavos y enfermos están
a la orden del día. Dios concede a su Iglesia carismas que responden a
estas necesidades: las ordenes hospitalarias y las de la redención de
los esclavos, como los Trinitarios y los Mercedarios, estos últimos nacidos
en Barcelona bajo la protección de la Virgen de la Merced.
Las órdenes mendicantes
En este momento de cambio de época, nacen en el seno de la Iglesia movimientos
a veces heterodoxos y neognósticos que enseguida se sitúan al margen
de la Iglesia y la combaten; pero especialmente nacen otros que se mueven entre
la
búsqueda de una autenticidad evangélica y la fascinación
por la renovación de la vida cristiana en la fidelidad a la Iglesia: son
las órdenes mendicantes. Estas nuevas órdenes sitúan en
el corazón de su experiencia el Misterio de la humanidad de Cristo encarnado
y, por tanto, la presencia de María. Ha sido siempre el signo de su eclesialidad
y ortodoxia. Entre ellos recordamos algunos como los dominicos, los franciscanos,
los carmelitas y los siervos de María que se ponen bajo la protección
de la Virgen. Esta última orden tuvo su origen en la experiencia de gracia
de siete comerciantes florentinos, que abandonaron sus actividades para buscar
en la contemplación del Misterio de la Virgen, especialmente en sus sufrimientos,
una unión más completa con Cristo.
A los diferentes fundadores se asocian numerosas devociones marianas que se harán
muy populares hasta nuestros días como el Rosario (muy vinculado a los
dominicos), el Misterio de la Navidad (es suficiente recordar “los nacimientos” iniciados
con San Francisco en Greccio), la veneración de los sufrimientos de la
Virgen, etcétera.
La oración
Este inmenso movimiento de devoción mariana tendrá una gran influencia
en la liturgia de la Iglesia y en la institución de numerosas fiestas
litúrgicas en honor de los diferentes misterios de la Virgen. Seguramente
mucho antes del siglo IX, ya se consideraba el sábado como un día
dedicado a Santa María. Desde el siglo X encontramos monjes, clérigos
y muchos laicos que empiezan a rezar una especie de pequeño oficio (Officium
parvum) o Liturgia de las Horas en honor de la Virgen, antes circunscrita al
sábado y extendida después a todos los días de la semana
por obra de los monjes cistercienses, camaldulenses y canónigos regulares
que lo añaden a su canto del rezo de las horas en sus iglesias. Además,
el Papa Urbano II ordena que se rece después del Oficio solemne todos
los sábados. Esto se convertirá en la forma más popular
de oración a la Virgen en el Medievo que se conserva hasta nuestros días.
Sin embargo, son dos las invocaciones marianas que destacan en este período:
el rezo del Avemaría y de la Salve Regina. La primera, añadiendo
sólo la palabra “Jesús”, se convierte en la oración
cristiana más recitada y universal junto con el Padrenuestro, a partir
del siglo XII; a ella se añaden otras invocaciones tomando la forma actual
con el “Santa María” a partir del siglo XIII. Muchos cristianos
en la Edad Media empiezan a rezar 150 Ave Marías como imitación
de la oración y de las invocaciones de los 150 salmos; el uso se extiende
también como forma sencilla sustituyendo al rezo y canto del breviario
de los monasterios. A veces se dividían en decenas; se introducían
otras invocaciones; se recordaban los Misterios de la vida de Jesucristo. Así nació el
Rosario y otras formas de oración del Avemaría a modo de salmodia.
El Rosario se convirtió en una de las formas de oración más
sencilla y más común del pueblo cristiano. También la Salve
Regina es otra invocación a la Virgen muy antigua, conocida ya antes de
san Bernardo (siglo XII) y muy extendida entre el pueblo. En esa época
siguieron difundiéndose los himnos, las secuencias como el Stabat Mater
dolorosa y las composiciones rítmicas en honor de María, los laudes
y las representaciones sagradas. El Angelus se extiende a partir del siglo XIII.
Fiestas marianas
Hay otras muchas fiestas de la Virgen que fueron instituidas en diferentes lugares
durante el Medievo y que después se extendieron a toda la Iglesia. Es
el caso de la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Beata Virgen María
que se celebraba en Inglaterra y en Normandía en el siglo XI. El Misterio
fue sacado a la luz teológicamente por san Anselmo: la preservación
de la Virgen del pecado original. La fiesta de la Visitación de la Virgen
a su prima santa Isabel (que hoy se celebra el 31 de mayo) tiene su origen en
el siglo XIII; el papa Bonifacio IX (1389-1404) la extendió a toda la
Iglesia y en 1608 Clemente VIII compuso los textos litúrgicos. La devoción
y la fiesta de la Virgen del Carmen tiene su origen en algunos caballeros cristianos
que en el siglo XII se retiraron al monte Carmelo, en Palestina, donde el profeta
Elías había defendido la fe de Israel en el Dios vivo. Se dedicarán
a la contemplación del Misterio bajo el patrocinio de la Santa Madre de
Dios, María. Así nació la orden de los Carmelitas. El primer
general de la orden, el inglés san Simone Stock recibió de la Virgen
el “escapulario”, como prenda y promesa de vida eterna y extendió su
devoción y su fiesta (16 de julio). Otra fiesta de origen medieval es
la del Rosario, aunque se instituyó más tarde en honor de Santa
María de la Victoria (así se llamaba al principio) para celebrar
la liberación de los cristianos de los ataques de los turcos, en la victoria
naval del 7 de octubre de 1571 en Lepanto (Grecia). Pero mucho antes, en el Medievo,
los vasallos solían ofrecer a sus soberanos coronas de flores como signo
de honor y sumisión. Los cristianos adoptaron esta costumbre en honor
de María, ofreciéndole la triple “corona de rosas” que
recuerda su alegría (Misterios gozosos), sus sufrimientos (Misterios dolorosos)
y su gloria (Misterios gloriosos) al participar en los Misterios de la vida de
su Hijo Jesús: este es el sentido del rosario.
Siervos
de
María: siete mercaderes florentinos
Padre Franco Azzalli, presidente del Instituto histórico de la Orden de
los Siervos de María
En la Florencia de la primera mitad del siglo XIII, en plena expansión
demográfica y económica, con el crecimiento de las artes y las
corporaciones y con la consiguiente y despiadada competencia entre ellas, mientras
florecían muchos movimientos religiosos tanto ortodoxos como heréticos,
siete mercaderes florentinos (cuyos nombres tradicionales son Bonfiglio, Alessio,
Amadio, Bonagiunta, Manetto, Sostegno y Uguccione) ya pertenecientes al movimiento
laical llamado “Sociedad mayor de nuestra Señora”, deciden
abandonar familia y trabajo y retirarse a vivir una vida en común. La
característica de este puñado de hombres se sintetiza en el nombre
que tradicionalmente el pueblo les atribuye: la de ser Siervos de María.
Desde el principio se inspiran en algunos episodios de la vida de la Virgen,
en especial en la Anunciación, poniendo el acento sobre la realidad carnal
de Cristo y subrayando la obediencia de María –la cual obedeció a
Dios sin oponer un método suyo–, mientras grupos heréticos
ponían en crisis la fe en la Encarnación, con consecuencias tanto
religiosas como sociales.
La conciencia típica del hombre del Medievo está en la base de
la entrega que los Siete hicieron de sí mismos a la Virgen: «En
el temor de su imperfección llegaron humildemente a los pies de la Reina
del cielo, la gloriosísima Virgen María para que ella, mediadora
y abogada, les reconciliase y les recomendase a su Hijo y supliendo con su generosísima
caridad su imperfección, obtuviera, piadosa, abundancia de méritos.
Por eso en honor de Dios se pusieron al servicio de la Virgen Madre y desde ese
momento quisieron llamarse Siervos de María, con un estilo de vida que
les sugirieron algunas personas sabias» (Legenda de origine Ordinis).
Es singular la paternidad y las motivaciones de la Iglesia al conceder la aprobación
definitiva de su legislación, a través de la bula Dum levamus del
papa Benedicto XI (11 de febrero de 1304) a los Siervos de María (que
en esa época eran unos 250 religiosos, frente a 35.000 franciscanos y
10.000 dominicos). El Papa en la carta afirma que la Iglesia les acoge para siempre
porque «por el devoto afecto que profesáis a la beata María
Virgen gloriosa habéis tomado su nombre, llamándoos humildemente
Siervos de la misma Virgen»: precisamente por el hecho de ser Siervos de
María. Pablo VI se hacía eco de estas antiguas palabras hace treinta
años: «¿No es verdad que los siete hermanos se consagraron
a la Virgen “juntos”? Fenómeno –creo– único
en la historia de la Iglesia: que una orden religiosa nazca de una pequeña
comunidad de almas fraternales».