mateo ricci

Chino entre los chinos

Romiti y Giulio Andreotti presidieron el congreso internacional del Instituto italo-chino y de la Universidad Pontificia Gregoriana sobre el jesuita Mateo Ricci, misionero en China. El histórico mensaje de Juan Pablo II: «Hoy la Iglesia católica no pide a China ningún privilegio sino únicamente poder reemprender un diálogo»

ANDREA TORNIELLI

El diálogo entre el Vaticano y China parte de Mateo Ricci, el jesuita de Macerata muerto en Pekín en 1610, profundo conocedor de la cultura china, que ejerció su misión con profundo respeto de la cultura local. A Ricci, que ahora hace exactamente cuatrocientos años entraba en la capital del Imperio del Sol, se le ha dedicado, el 24 y 25 de octubre pasados, un congreso internacional, promovido por el Instituto italo-chino y por la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, presidido por Cesare Romiti y Giulio Andreotti (que ha dedicado a este tema la portada del último número de la revista mensual 30Días de la que es director). La iniciativa, en la que han tomado parte numerosos estudiosos chinos, ha sido la ocasión para un histórico mensaje de Juan Pablo II. El discurso, entregado en manos de Andreotti la mañana del miércoles 24 de octubre durante la Audiencia general en la plaza de San Pedro, fue leído pocas horas después, en la apertura del congreso por el rector de la Gregoriana, el padre Franco Imoda. El Papa comienza su intervención recordando el papel de Mateo Ricci: «A cuatrocientos años de distancia no podemos dejar de preguntarnos cuál es el mensaje que este hombre puede ofrecer tanto a la gran nación china como a la Iglesia católica, a las cuales se sintió siempre profundamente ligado y por las cuales fue y es sinceramente apreciado y querido». Wojtila recordó por tanto los dos “pilares” a los que permaneció fiel hasta la muerte: en primer lugar, los neófitos chinos en los que no decaía en modo alguno la fidelidad a su país al abrazar el cristianismo; y en segundo lugar, la revelación cristiana sobre el misterio de Dios que no destruía lo existente, sino que valorizaba y completaba cuanto de bello y bueno, de justo y de santo, había intuido y transmitido la tradición china”.

Las difíciles relaciones
Las relaciones entre el Vaticano y China se interrumpieron en 1951 y en el gran país asiático, que cuenta casi con dos mil millones de habitantes, la Iglesia vive todavía una situación difícil al estar dividida en dos comunidades: una en comunión con Roma, clandestina y que a principios de los años ochenta no se fió de la apertura de Deng Xiaoping y eligió las catacumbas; la otra, considerada “patriótica” u oficial, que ha estado durante mucho tiempo controlada por el régimen y ha nombrado a muchos obispos sin la autorización de la Santa Sede. En los últimos años la situación va mejorando lentamente, el Vaticano ha reconocido a la inmensa mayoría de los obispos “patrióticos” y el mensaje de Juan Pablo II se suma a este nada fácil camino que antes incluso que pretender la apertura de las relaciones diplomáticas entre Pekín y el Vaticano, busca resolver la división entre la Iglesia china. Una interrupción a los tímidos intentos de diálogo con China tuvo lugar en octubre de 2000 con la canonización de 120 mártires chinos, misioneros asesinados la mayoría en el período de la revuelta de los Boxer, a principios de siglo. Las autoridades de Pekín atacaron públicamente y de manera especialmente dura a la Iglesia de Roma y para agravar más el asunto, la fecha elegida para la ceremonia fue el 1 de octubre, fiesta de santa Teresita del Niño Jesús, patrona de las misiones, y también fiesta nacional de la República China. La finalidad del congreso sobre Mateo Ricci ha sido la de, evocando y recordando la figura y la obra del jesuita que se hizo “chino entre los chinos”, sanar esta fractura y retomar un diálogo con Pekín, diálogo que llevará mucho tiempo y que procederá con pasos pequeños, por ser la Iglesia y China dos grandes realidades con un pasado milenario; pero que antes o después dará sus frutos.

La petición de perdón
Juan Pablo II, después de la evocación de Ricci y de su método misionero, que promovía un cristianismo que no coincidía tout court con la cultura occidental, consigue abrir una línea de crédito para China. «El pueblo chino - añade el Papa en su discurso - ha progresado en un aspecto en los últimos tiempos, hasta alcanzar significativas metas de progreso social. La Iglesia católica, por su parte, mira con respeto este sorprendente avance y esta amplia proyección de iniciativas y ofrece con discreción su propia contribución para la promoción y la defensa de la persona humana, de sus valores, de su espiritualidad y de su vocación trascendente (...). La Iglesia católica - continúa - no le pide hoy a China y sus autoridades políticas ningún privilegio, sino únicamente poder retomar el diálogo». Después de estos importantes reconocimientos del recorrido hecho por el país en los últimos años, Juan Pablo II ensalza la labor de los misioneros, que «tuvieron importantes y numerosas iniciativas sociales», pero admite también los errores. «La historia nos recuerda, desgraciadamente, que la labor de los miembros de la Iglesia en China no siempre ha estado exenta de errores (...) y ha estado además condicionada por situaciones difíciles. En algunas épocas de la historia moderna, cierta “protección” por parte de potencias políticas europeas que en más de una ocasión se reveló limitativa para la misma libertad de la Iglesia y tuvo repercusiones negativas para China». «Siento un profundo pesar - añade el Papa - por estos errores y límites del pasado y lamento que hayamos generado en no pocos la impresión de una falta de respeto y de aprecio de la Iglesia católica por el pueblo chino. Por todo esto pido perdón y comprensión a cuantos se hayan sentido, de alguna manera, heridos por tales formas de actuar de los cristianos». Después de haber auspiciado «ver pronto instauradas vías concretas de comunicación y de colaboración entre la Santa Sede y la República Popular China», Wojtila concluye haciendo referencia a la situación internacional y al momento de «profunda inquietud» que está atravesando el mundo. «En tal contexto, la normalización de las relaciones entre la República Popular China y la Santa Sede indudablemente tendrían repercusiones positivas para el camino de la humanidad».

El anuncio en las realidades más diferentes
Después de las palabras del Papa, el congreso ha proseguido su trabajo con diferentes intervenciones autorizadas. Desde la del cardenal francés Roger Etchegaray, que dijo que «Mateo Ricci nos enseña que China debe ser comprendida a partir de sí misma», a la de Cesare Romiti, presidente del Instituto italo-chino, que ha promovido un diálogo más sereno con China, de modo que llegue a ser modelo de «una aproximación más global hacia otras grandes tradiciones tales, sobretodo, como el Islam». Cualificadas e interesantes fueron también las intervenciones de los estudiosos chinos, como la del profesor Gu Wei-Min, hablando de la necesidad de «distinguir los invasores culturales» llegados a China, de «los misioneros católicos como Mateo Ricci», o la del profesor Ren Yanli, que ha diferenciado claramente el problema de las relaciones diplomáticas del respeto de los católicos chinos al primado del Papa. Como conclusión de la primera jornada de trabajo, el senador de por vida Giulio Andreotti - autor de un pequeño volumen sobre Mateo Ricci (Un jesuita en China, Rizzoli) - intervino recordando, entre otras cosas, un pensamiento del padre Pedro Arrupe: «En su universalidad, la Iglesia se encuentra con culturas muy diferentes - escribía el general de los Jesuitas el 20 de octubre de 1965 -. Esto provoca el desmoronamiento de formas y de expresiones que un día se han podido creer definitivas y necesarias. El mismo mensaje debe hacerse plenamente latino, plenamente oriental, plenamente chino o japonés, sin que ninguna cultura deba imponerse a la otra, ni siquiera en la presentación del Evangelio, sino que al final cada cultura debe tener la capacidad de asimilar el mensaje cristiano y expresarlo según su propio modo de pensar».

La misma intuición que Mateo Ricci, que dio hasta el fondo su vida en China anunciando el Evangelio, pero sin intentar imponer la cultura de Occidente. Andreotti recordó también que durante su primer viaje a China, en 1986, se encontraba ante la tumba de Ricci en el jardín de la antigua residencia de los Jesuitas, hoy escuela central del Partido Comunista. La guía que le acompañaba dijo: «Estamos ante la tumba del único extranjero que nos ha ayudado a comprender nuestra nación».

El inmenso deseo de un Obispo
Frente a las palabras del Papa y al intento de diálogo emprendido con el congreso (para saber si Pekín abrirá alguna puerta será necesario esperar a abril, es decir, a la celebración del congreso del Partido comunista), más de uno ha torcido la nariz, incluso en el campo católico. La petición de perdón se ha juzgado como excesiva, sobretodo considerando la situación de los derechos humanos en China. Pero lo que tienen en el corazón el Papa y la Santa Sede es sobre todo la condición de los cristianos en ese país, la unidad entre católicos “clandestinos” y “patrióticos”, y la posibilidad, gracias a nuevos canales diplomáticos, de que la Iglesia pueda estar más presente. Monseñor Giuseppe Zheng Changchengsi, de 89 años, es el obispo “patriótico” de Fuzhou. Pasó casi treinta años en los campos de prisioneros del régimen maoísta, antes de aceptar ser guía de la comunidad “oficial” de su ciudad, donde ha construido un santuario dedicado a María Rosa Mística. Cuando se le propuso la consagración episcopal, escribió al Papa para preguntarle si podía aceptar y desde Roma se le respondió que actuara en conciencia. Y aceptó. El verano pasado le dijo al enviado de 30Días que tenía un inmenso deseo: «Quisiera que todos los chinos tuvieran ocasión de encontrar a Jesús».

Puede que también la petición de perdón de Juan Pablo II sirva para este fin.