Pax romana

Una lección de sabiduría procedente de la herencia de que gozamos para afrontar el difícil presente y para limitar la violencia del hombre contra el hombre que los antiguos conocían tan bien

LAURA CIONI

En la fachada del Tribunal de Milán, entre lapidarias máximas del Derecho Romano, está escrito: «Sumus ad iustitiam nati». Se trata de una de esas expresiones que la lengua latina ofrece al sentido estético de quienes la aprecien, pero que puede comprender también cualquiera que no la conozca. Que la justicia representa una idea clave es evidente para cualquiera que la contemple. A poca distancia, se encuentra un edificio con forma de águila, insignia de las legiones romanas, construido también en la época fascista, según los cánones de una arquitectura que remedaba la latina, monumental y cuadrada, hecha adrede para celebrar la soberanía del Estado. En este edificio tiene su sede un instituto estatal que lleva el nombre del mayor poeta que ha tenido Roma, Virgilio. Adyacente a él se encuentra el vasto espacio ocupado por el cuartel de Aviación Militar. Para quien tenga un cierto hábito de conectar sus pensamientos más por analogía que por lógica, surgen espontáneamente algunas reflexiones, sobre todo y por desgracia en este tiempo de guerra.

Durante la clase compartida de Historia y de Derecho (sucede que a veces incluso la reforma de Berlinguer tiene algún lado positivo), el profesor de esta última materia explicó el papel que los romanos asignaban al patrimonio jurídico, en el que se fundamentan todas las legislaciones occidentales: «Ne cives ad arma ruant». Esto sí que es necesario traducirlo: «Para que los ciudadanos no corran a las armas». «No corran», no sólo «no acudan». Era tan tremenda la experiencia de violencia y de sangre que habían acumulado los antiguos romanos, sabían tanto de guerras, conquistas, conjuras y venganzas, que trataron de labrar un instrumento que pudiera limitarlas. Pero ante una pregunta de la colega de Letras, el profesor admitió que también es cierto que hay una violencia implícita en la construcción de un edifico legislativo tan imponente como el que nos dejó Roma. Los antiguos eran realistas y por ello sólidos maestros.

En efecto, hay una página de Tácito, si admitimos que es suyo el Diálogo sobre los oradores, que revela la conciencia de los límites que tiene la Ley y del mal que puede provocar. Trata de la elocuencia, del arte de la oratoria, que en aquellos tiempos era normalmente el camino obligado para acceder a la magistratura, o bien a la carrera política. Los orígenes de la Ley, según el autor, se hallan en el silencio sagrado de lugares apartados, alejados de los litigios de los hombres, allí donde hablan los oráculos. Pero enseguida acusa que recientemente se ha generalizado el uso de una actividad legislativa y política envenenadas por la sed de beneficio y empapadas de sangre. La actualidad de este juicio resulta evidente para quienes hayan seguido, en la medida de lo posible, los avatares históricos de los últimos años. Por lo demás, el mismo Tácito, en un pasaje más conocido de la Germania, al describir tierras y costumbres de quienes él, como todos los romanos, consideraba bárbaros, pero tratando también de denunciar la corrupción del clima moral que el poder imperial bajo el que vivía había instaurado, escribe concisamente: «Aquí valen más las buenas costumbres que en otros sitios las buenas leyes».

Después, retoma un instrumento retórico tradicional en la historiografía latina y hace pronunciar a un jefe bárbaro, el bretón Cálgaco, una violenta acusación a la sed de dominio y de riqueza de los romanos afirmando que estos «donde hacen un desierto, lo llaman paz» («Ubi solitudinem faciunt pacem appellant»). Este mismo recurso utiliza César en el discurso de Critognato, que denuncia la falsedad de las causas justas que propugna la propaganda de Roma y exhorta a su pueblo a combatir por la libertad. Salustio, a su vez, pone en boca de Yugurta, rey de Numidia, con la intención de convencer a Bocco, rey de Mauritania, para que se alíe con él, que los romanos son «enemigos comunes a todos los hombres»

La idea de la equivalencia entre imperialismo romano-imperialismo estadounidense y la aversión contra la lengua y la civilización latinas son componentes destacados del enconamiento ideológico que se respira. Ambas han sido provocadas sin duda por la retórica fascista y esgrimidas por una parte poco avisada de la cultura italiana de la posguerra. Pero si tuviéramos la posibilidad y la paciencia de interrogar a los textos de forma ecuánime, tal vez descubriríamos, junto a esa etapa de nuestra historia anterior a Cristo, aspectos positivos de la modernidad que ha sabido hacerse discípula de ella. Más concretamente, en la vida de nuestros días inquietos, seríamos más concientes de la herencia de la que gozamos y que debemos defender e incrementar; la que viene, aún con diverso calado, de las tradiciones judía y cristiana y de las civilizaciones griega y latina.