Peregrinos por las calles vacías

El Santo Sepulcro, la Basílica de la Anunciación, la gruta de la Natividad; desde hace dos años los lugares santos están casi desiertos. El miedo tiene que ver con ello. Pero la caída de la tarde nos encuentra reunidos con los amigos para conversar sobre la situación y para hablarnos de una esperanza indomable

ROBERTO FONTOLAN

Aparte de algunos franceses, hoy el Santo Sepulcro está casi desierto. No hay que esperar para acceder a la minúscula estancia y los habitualmente inflexibles custodios ortodoxos esta vez te dejan en paz. En Nazaret, la no muy hermosa Basílica de la Anunciación está vacía: en el gran cilindro a dos alturas retumba la voz del mullah que a pocos metros arenga a los fieles invitándoles a rezar y a luchar (¿recuerdan el asunto de la mezquita que se iba a construir en Nazaret, cuyo minarete debía superar en altura a la iglesia? La mezquita no ha sido construida, pero sigue estando allí el campamento que la sustituye). El único grupo de visitantes, una docena de personas guiadas por el incansable don Francesco Ventorino (don Ciccio), es el nuestro; hay tiempo de sobra para pasear entre los restos del pequeño pueblecillo antiguo: las casas-cuevas, los pequeños silos excavados en la roca, los utensilios de barro recogidos en la sala que hace las veces de museo. Y en Belén, la gruta de la Natividad, ennegrecida desde hace siglos por velas y pábilos humeantes, hace tiempo que no recibe peregrinos ni guías presurosos. Los accesos a Belén se han reducido a dos. Por uno puedes pasar con el coche, pero te arriesgas a quedarte bloqueado durante horas en el puesto de control; por el otro tienes que organizarte con los taxis porque el tránsito es sólo peatonal. Todos los demás accesos al área Belén-Beit Jalla-Beit Saur han sido obstruidos meticulosamente con los cascotes de las casas palestinas demolidas.

Desde hace dos años el rostro de Tierra Santa ha cambiado: vive en la soledad, una soledad clamorosa y opresiva. La desaparición de los peregrinos y de los demás turistas no sólo ha reducido a la miseria a miles de personas, no sólo ha vaciado las jornadas de los franciscanos (que por lo demás siguen “custodiando” con diligencia los Santos Lugares); sino que ha interrumpido las afectuosas ocasiones de encuentro entre un pueblo viandante y dos pueblos en conflicto, ha quebrado las posibilidades de diálogo fructífero, aunque siempre transversal, y ha dejado solas, solas como nunca antes habían estado, a las comunidades de cristianos. «Volved a Tierra Santa», piden el patriarca Sabbah, el padre custodio Battistelli, el nuncio Mons. Sambi; «Volved a nosotros», dicen los amigos árabes y judíos («tal vez logréis que volvamos a hablar»).

Discursos en la mesa
En una cena concurrida (y alegre: por el sentido de amistad que liga a personas que apenas se conocen, porque alguno ha venido al Meeting de Rímini, porque somos italianos, árabes musulmanes, árabes cristianos y niños, porque hace poco ha empezado una Escuela de comunidad y es un hecho importantísimo) se habla largo y tendido de la soledad de Tierra Santa, de la soledad de los palestinos, de la soledad de los judíos.

Un comensal: «Hace dos años, en Camp David, Arafat perdió la mayor ocasión de paz rechazando las ofertas de Barak. Hoy estamos en un callejón sin salida; el pueblo palestino vive bajo dos ocupaciones, la israelí y la de la corrupta oligarquía que rodea a Arafat».

Un segundo comensal: «Para los países árabes, Israel sigue siendo un invasor; a pesar de haber pasado tantos años, para muchos de ellos el objetivo no ha cambiado: suprimir el estado de Israel de esta tierra, extirpar el tumor».

Un tercero: «Con Sharon no hay ninguna perspectiva de solución. Haced la prueba, salid de Jerusalén por el camino hacia Belén y daos la vuelta: la ciudad israelí avanza arrancando tierra y espacio vital a los pueblitos árabes; lenta e inexorablemente, los rodea. Como en la más típica de las pesadillas, las paredes de la habitación se estrechan, se estrechan cada vez más... pero aquí no llega el despertar para salvarnos del miedo de morir ahogados; ya estamos despiertos y cada mañana vemos cómo en la colina de enfrente se han construido más casas y se remueve la tierra para abrir nuevas calles».

Otro: «Pero muchas veces son los palestinos mismos quienes venden sus propiedades y cuando gobiernan son peores que los demás. Yo, que como árabe puedo decir muchas cosas, no veo la hora de que los de la Autoridad (nacional palestina) se vayan: ellos no trabajan para el pueblo». Y hay más: «Los israelíes viven en el terror y en el terror no se puede vivir por mucho tiempo».

En fin: «Los jefes espirituales se han metido en política, no ejercen ya su ministerio, el de educar al hombre en el sentido religioso. Incluso entre los cristianos, el pueblo está desconcertado y quien puede se va y quien no, acumula frustración. A un joven cristiano, o tratas de comunicarle el sentido de que viva aquí, su vocación que se va forjando día a día, la certeza que le debe mantener en pie a través de miles de dificultades, o bien no tiene ninguna oportunidad, no tiene esperanza sobre la cual construir».

¿Qué solución?
La noche es clara, espléndida. A nuestros pies se extiende la ciudad vieja de Jerusalén. Los callejones obstruidos por la basura, el suq casi dormido, los soldados jovencísimos (los de esta noche son negros, judíos etíopes, los famosos falasha) de guardia en el barrio judío, los popes ortodoxos, las mujeres musulmanas con la cabeza velada y la mirada encendida. La muralla de Solimán, el empedrado que une la Puerta de Damasco con el Muro del Templo, los atrios y las fuentes, la misma Vía Dolorosa, parecen incapaces de detener los embates de un viento que siempre sopla en contra. Las piedras milenarias se inclinan bajo la presión de demasiadas guerras, demasiadas esperanzas desilusionadas. Tanta historia se concentra en tan poco espacio, aplastándolo: el aire está enrarecido, a la mente le falta oxígeno.

En cualquier coloquio de los muchos que hay estos días en Tierra Santa emerge preeminente y obstinada la pregunta acerca del futuro: ¿Cómo se resolverá esta historia? Y mientras se habla nerviosamente de las posibles soluciones o de las mil caras de la situación y la complejidad de una solución, aflora la duda que te deja consternado: ¿y si no hubiera solución? ¿Y si aquí no se puede más que sobrevivir de esta manera? ¿La supresión del estado de Israel, la expulsión de todos los palestinos?

Iluminado algunos días, el Muro acoge la oración rítmica de centenares de judíos. Son casi todos ortodoxos, hassidim y lubavitch, vestidos de negro o con los atuendos de los campesinos polacos del siglo XVIII. Sobre ellos, sobre sus plegarias, sobre los recovecos del Muro en los que se introducen los mensajes para Dios, la explanada de las Mezquitas está oscura y silenciosa. En la gran plaza delante del Muro decenas de chicos jovencísimos con la kippà en la cabeza cantan a voz en grito, bailan hasta el desmayo. Mañana, alguno de ellos se vestirá de militar, tomará un autobús para unirse a su destacamento y tendrá miedo. Tendrá miedo como el hijo de Angélica (cfr. Huellas del mes de octubre). Un hijo soldado que toma el autobús. Angélica sirve el té y habla de él, trae la tarta y piensa en él. Junto a su marido, Yehuda, se pregunta por el futuro, por el futuro que es ya mañana, ya esta noche.

El sueño del kibbutz
Angélica habla de la crisis del ideal del kibbutz: nadie logra estar verdaderamente dedicado a los demás. Es la crisis del sionismo de los pioneros, laico y socialista, heroico y furibundo; son ellos quienes han hecho posible la realización del sueño del estado, son ellos quienes han luchado y combatido con una abnegación sin par. Y como tantos, Angélica vino aquí con veinte años con la esperanza de poder relanzar aquella gran idea, de poderse reencontrar dentro de la epopeya de los padres. Hoy la esperanza ya no está en el kibbutz y busca razones y raíces en la historia, en la historia completa del pueblo judío. «Estamos en el mundo por la ley de Moisés, para difundirla, para dar ejemplo de ella, porque sin ella los hombres no pueden estar juntos». Una esperanza está en el encuentro con estos cristianos. «Sí, por lo que parece, están sucediendo cosas que hubieran debido suceder hace tiempo, esperemos poder sentir Aquella mano sobre la cabeza... que nos bendice mientras están sucediendo», escribirán después Angélica y Yehuda a don Ciccio.

Cristianos de expresión judía
Sí, los cristianos. Entre las cosas que están sucediendo está el surgimiento de un horizonte pastoral del todo nuevo para la Iglesia, del que habla con acento emocionado el nuncio apostólico, monseñor Sambi. Se trata de la realidad sorprendente de los «cristianos de expresión judía» que hoy contempla, junto a un pequeño núcleo de judíos (casi quinientos) convertidos al cristianismo tras un complejo y particular itinerario espiritual, a decenas de miles de rusos y ucranianos inmigrados a Israel a partir de 1989. Llegaron gracias a las leyes de retorno, que conceden la ciudadanía israelí a quien tenga un padre o un abuelo judío, junto a centenares de miles de compatriotas. Se calcula que entre rusos, ucranianos y otros inmigrantes de la ex URSS, casi ochenta mil son cristianos. Muchos otros son ateos o sencillamente no practicantes. Ellos también se hacen soldados y juran por el estado de Israel, pero sobre el Evangelio. Dice el padre franciscano Pizzaballa (que es quien atiende a los judíos convertidos): «Los unos y los otros, una vez aquí se ponen a buscar. El sábado y el domingo llenan las iglesias; a veces piden el bautismo para sus hijos o poder recibir en su día un funeral cristiano. Quieren saber dónde se encuentran, quieren encontrar o redescubrir la fe de origen».

Entre las cosas que están sucediendo en Tierra Santa, está también ésta. Hay que volver, cada vez con más frecuencia.