Thriller, spy story... y construcción de catedrales

Es uno de los autores contemporáneos más leídos. Sus libros, que siempre encabezan las listas de ventas, suelen estar ambientados durante la Segunda Guerra Mundial. Retrata sus personajes, desde el malo de turno hasta el héroe solitario, pasando por la última comparsa, con pasión y meticulosidad

LAURA COTTA RAMOSINO

Está de moda entre los intelectuales el lanzar acusaciones de vez en cuando contra la denostada “literatura de consumo”, hecha de libros con cubiertas llamativas y contenidos sospechosos, idónea para los regalos de última hora, para llenar las estanterías un poco desnudas de la librería del salón, y responsable de atontamiento estival que afecta al europeo medio de vacaciones.

Pero ya hace muchos años, G.K. Chesterton, en un librito humorístico y lleno de paradojas cuyo título elocuente era La belleza de la fealdad, ponía en guardia a los denominados “hombres de cultura” ante el desprecio o presunción con que trataban a la denominada “narrativa popular”, como si fuera la principal responsable de la degeneración moral de la juventud y del desarrollo de la criminalidad entre el populacho.

Hay un modo infalible para barruntar las preferencias de la gente común respecto a la lectura: basta con ir en metro entre las ocho y las nueve de la mañana, cuando el apiñamiento alcanza su cota máxima y la paciencia decrece proporcionalmente, y mirar alrededor: entre la masa apretujada siempre hay alguno en equilibrio precario, con una mano en la barra y la otra sosteniendo un tomo más o menos voluminoso; en cada parada está a punto de caer al suelo o, lo que es peor, encima de algún vecino irritable, pero no renuncia a leer. Entre estos “presos” de la lectura, hallaréis siempre al menos uno que lee el último best-seller de Ken Follet o una edición económica de algún viejo éxito. Porque las historias de Follet son sobre todo tramas apasionantes que te mantienen atrapado durante horas, a veces incluso hasta las dos de la mañana aunque al día siguiente tengas que ir a trabajar...

El placer de la literatura
En cierto sentido, Ken Follet es un producto típico de la posguerra inglesa: sus padres, que eran muy religiosos, no le permitían a él ni a sus hermanos ver la televisión, ir al cine y ni siquiera oír la radio. Para el joven Ken la mejor compañía eran las muchas historias que les contaba su madre y las fantásticas aventuras creadas por su propia imaginación. Comenzó a leer prontísimo y los libros se convirtieron en su mayor placer y la biblioteca local en su lugar preferido. «No tenía muchos libros propios, así que acudía a la biblioteca pública. Sin los libros gratis no habría llegado a ser un lector empedernido, y si uno no es lector no puede ser escritor». Cuando tenía diez años, su familia se trasladó a Londres, donde Ken terminó los estudios. Después decidió estudiar Filosofía en el University College; una elección aparentemente extraña en el hijo de un inspector de hacienda, pero obvia para el escritor, quien la atribuye - al igual que su pasión por la política (es un activo militante del Partido Laborista y su segunda esposa es diputada en el Parlamento del mismo partido) - a la educación religiosa impartida por sus padres. Le movía el deseo de dar una respuesta a las miles de preguntas que se planteaba. Preguntas que se transformaron en realidad concreta cuando, durante el primer trimestre de universidad, su novia, Mary, se quedó embarazada y ambos decidieron casarse. Siguieron muchos años de trabajo y escasez, en los que Ken trabajaba de día como periodista para mantener a la familia y escribía novelas por la noche y los fines de semana, hasta que llegó su primer éxito en 1978, El ojo de la aguja, que le hizo famoso y volvió innecesario otro trabajo.

En el mundo editorial, Ken Follet es conocido como el “rey del suspense y las historias de espías” y, ciertamente, desde su primer best-seller, la mayoría de sus libros está ambientada en el marco de la Segunda Guerra Mundial, entre espías asesinos al servicio del Tercer Reich, valientes héroes solitarios de la Resistencia e ingeniosos averiguadores de enigmas al servicio de Su Majestad Británica y de la libertad. Follet está enamorado de sus héroes solitarios, a veces frágiles y confusos, sobre todo frente al amor y la traición, y se percibe claramente que detesta hacerles sufrir, como se ve obligado a hacer para atrapar a los lectores.

Cuidado exquisito
Pero lo que hace de Follet un verdadero maestro en su género es probablemente algo menos epatante: la extraordinaria pasión con la que es capaz de esbozar no sólo a sus protagonistas, sino también a las comparsas, esos personajes que en la jerga de la novela policíaca americana se llaman DOA (Dead on arrival), algo así como “cadáveres andantes”, que entran en escena justo para ser asesinados en la página siguiente. Follet demuestra también hacia ellos un cuidado exquisito y, lo que es más raro, una piedad y una atención casi maternales.

¿Y qué decir de los “malos”, a menudo tan complejos y fascinantes que merecen el papel de protagonistas? Como en El ojo de la aguja, donde un imprevisible y despiadado espía nazi se refugia en una isla cercana a Inglaterra, con la información que podría revelar a Hitler la fecha y el lugar del desembarco de Normandía, y se encuentra frente a una mujer, primero como amante y después como imprevisible adversaria, sola pero decidida, capaz de arriesgar la vida para impedirle llevar a término su misión. Y nosotros lectores, naturalmente, esperamos desde el inicio que este asesino sin sentimientos, casi inhumano en su infalibilidad, al final sea vencido y eliminado. Sin embargo..., hasta por la muerte del Needle (este es el nombre en clave del espía), nos vemos forzados a verter al menos una lágrima, porque Follet no nos deja olvidar nunca que en lo profundo de su corazón, frente a la muerte, el amor, la amistad y la pasión, incluso estos individuos terribles son hombres como nosotros, sufren y están dispuestos a todo, aunque por una idea equivocada.

Inicio casual
Pero la novela más famosa y más querida de Ken Follet no es una de suspense ni un relato de espías, sino una historia que habla de... catedrales.

Follet cuenta que la idea surgió de forma absolutamente casual: comenzando a escribir novelas se dio cuenta de que no sabía nada de arquitectura y de edificios y decidió comprarse un par de libros que le enseñaran al menos un poco de terminología arquitectónica. Así empezó a interesarse cada vez más por las catedrales medievales, tanto que comenzó a hacer excursiones a Lincoln o Winchester, alquilaba una habitación en un albergue y se quedaba un par de días sólo para contemplar la iglesia. Así, poco a poco, en su cabeza empezó a cobrar forma la trama de Los pilares de la tierra. Naturalmente, sus amigos se mostraron muy escépticos: ¿qué pintaba un escritor de suspense escribiendo un libro sobre la construcción de una iglesia?

Pero Ken estaba seguro de que su idea era buena: construir una catedral era una gran empresa, que suponía al menos treinta años de trabajo e implicaba a todo tipo de personas, desde monjes a caballeros, desde el soberano a los maestros constructores que trabajaban en ella; era un entramado magnífico para contar la existencia de sus personajes, para mostrar cómo crecía y cobraba forma en toda su concreción un gran ideal, tal vez el mayor ideal que haya producido el mundo medieval. Follet se apasiona por este gran sueño pero ni se le ocurre censurar todas las miserias, las violencias y las contradicciones de una época dramática (a mediados del siglo XII, Inglaterra fue devastada por una terrible guerra civil); así, de cuando en cuando, no faltan escenas fuertes, incluso ofensivas. Se necesitan más de mil páginas para ver surgir la catedral y, naturalmente, para resolver el misterio que pone en marcha la trama, un descubrimiento que, al final, reunirá a todos los personajes.

El prior Philip y la catedral
La catedral de Kingsbridge nace ante todo del sueño del prior Philip; amparado de pequeño en un monasterio junto a su hermano después de que sus padres fueran asesinados por los soldados ingleses, el monje galés es un hombre extremadamente práctico, pero animado a la vez por una fe profunda y, aun estando rodeado de hombres de Dios bastante poco “santos”, reconoce en Dios y en su Iglesia la única fuerza capaz de oponerse a la injusticia y a la violencia que dominan el mundo a su alrededor. Por su sueño está dispuesto a llamar insistentemente a las puertas de los poderosos y de todos los soberanos que se sucederán en el trono de Inglaterra, y no se detendrá ni siquiera frente a todos los aparentes fracasos del proyecto, la escasez de dinero, la oposición de los hombres, y hasta el derrumbamiento del edificio.

La iglesia la comienza Tom, el constructor, como ofrenda por el alma de su mujer, muerta al dar a luz, pero será completada muchos años más tarde por su hijo adoptivo, Jack (que, casualmente, es el responsable del incendio que destruyó la iglesia precedente), después de un largo viaje hasta Santiago de Compostela, durante el cual descubre la belleza milagrosa de las catedrales francesas y encuentra, después de años de separación, a su mujer y su hijo.

La maravilla que experimenta Jack ante las vidrieras de la catedral de Reims debe haber sido la misma del propio Follet cuando las vio por primera vez y que le quedaría grabada en el corazón durante años, dado que las encontramos de nuevo en su último libro, Alto riesgo.

Es precisamente el asombro y el deseo de la belleza lo que pone en marcha todo: cuando por primera vez Tom le muestra a Philip el proyecto de la catedral y el prior le pregunta por qué desea construirla él, Tom, que es un hombre sencillo, no sabe qué responder de primeras, pero luego dice lo que es para él la verdad: «Porque será bellísima». Y Philip le da razones: no hay nada mejor que hacer algo bellísimo para Dios y si ese proyecto es lo más precioso que él puede ofrecerle, Dios lo aceptará.

Victoria vana
Pero Los pilares de la tierra se convierte también en el relato de la historia de los hombres cuando buscan organizar el futuro sea como sea e imponer un orden propio a la realidad, a menudo a costa de arrollar y someter las vidas de otros. Es sobre todo el pecado de los nobles y de los reyes, como Enrique II que, exasperado por la imposibilidad de someter al arzobispo Thomas Becket, manda a sus caballeros matarle en la misma catedral de Canterbury; pero es una tentación en la que cae también un hombre bueno como Philip: el incendio de la antigua iglesia de Kingsbridge le sorprende justamente mientras, como el hombre rico de la parábola evangélica, está echando cuentas sobre cómo usar mejor y organizar productivamente los recursos de su monasterio, y el derrumbamiento de la primera fase de la catedral no hace sino recordarle que la obra no es ante todo suya sino de Otro.

No es casual que el libro acabe justo con la fustigación simbólica que Philip, convertido en obispo, y otros hombres de Iglesia imponen a Enrique II como castigo por la muerte de Becket. Philip en aquel momento se da cuenta de que la muerte del arzobispo de Canterbury demuestra que el estado puede prevalecer sobre la Iglesia sólo con la fuerza bruta, pero que se trata de una victoria vana, y la devoción que nace espontáneamente entre el pueblo alrededor del santo y la sucesiva humillación son un signo poderoso de una transformación extraordinaria y de un mundo que ya no es el mismo.