cultura

Hermano de nuestro Dios y rayos de paternidad
Éste es el título que puso el joven Karol Wojtyla a una densa obra de teatro que trata los temas del arte, la pobreza, el liberalismo y el marxismo en la Cracovia de principios del siglo XX a través de la vida de Adam Chmielowski, san Alberto, pintor famoso que dedicó su vida a los pobres y que impresionó enormemente al futuro Papa que lo canonizaría

Cristina Ansorena

En el marco del V Congreso “Católicos y Vida Pública” celebrado en la Universidad San Pablo-CEU que llevaba por título “¿Qué cultura?” se proyectó la película Hermano de nuestro Dios, del cineasta polaco Krzysztof Zanussi, que presentó personalmente el film y demostró una calidad humana admirable. En 1981 llevó a la pantalla la vida de juventud de Juan Pablo II en De una país lejano. Fue galardonado con el Premio Robert Bresson en el último Festival de Cine de Venecia.
En esta coproducción europea rodada en 1997, de dos horas de duración, de una fidelidad literal al texto dramático escrito por Karol Wojtyla, apuntan ya varios temas que inquietaban al joven sacerdote ,principalmente después de su viaje a Francia donde entró en contacto con el movimiento de sacerdotes obreros –un intento de dar respuesta a la secularización de Europa desde una nueva cultura y experiencia del trabajo como lugar de realización de lo humano y cristiano– y que le han acompañado durante su pontificado: la cuestión social, que no es otra que la cuestión humana, el discurso sobre la justicia, el personalismo, las actitudes políticas... acompañados de una hondura en la reflexión que asombran en un autor tan joven. El Papa era entonces un gran aficionado al teatro que, atravesando la vida de san Alberto Chmielowski, expresa en su obra algunas connotaciones autobiográficas como la vivencia de la misericordia, el drama de un artista de tener que elegir entre el servicio a la Iglesia y el arte, la compañía cercana de la Iglesia como guía de su vocación particular, así como la situación de pobreza de los habitantes de Cracovia y el deseo de identificarse con ellos.
El mismo actor protagonista (Scott Wilson) nos introduce, desde los camerinos del teatro de Cracovia, en los tres niveles representativos: la verdadera historia de Adam Chmielowski, la representación teatral para la que fue escrito el drama y la película que propiamente acaba de empezar.
Se trata de un género teatral particular, de tipo rapsódico, donde prima la palabra sobre la reconstrucción escénica, que no busca el realismo de los diálogos sino que es esencialmente declamatorio, conceptual y enfático en la confrontación dialéctica de personajes antitéticos. La película, por tanto, adopta un lenguaje fílmico con una fotografía muy plana y una ausencia de acción dramática que marca un tempo lento. Se podría discutir su calidad cinematográfica pero Zanussi ha dado cuerpo e imagen a una obra que después de verse exige mucho más ser leída.

Responsabilidad de todos
En 1948, cuando se escribió la pieza teatral, la situación política de Polonia propiciaba que el marxismo gozara de gran actualidad en pleno debate político y cultural sobre el liberalismo y la revolución proletaria. En la obra Lenin dice a los mendigos: «No tengáis miedo» –palabras con las que más tarde el Papa comenzaría su pontificado– mientras les anima a buscar su redención en las estructuras políticas instando al protagonista y a los pobres a manifestar su ira interior, signo de la opresión, para hacer una revolución llevada a cabo por los dirigentes. Frente a la concepción marxista de la pobreza como un castigo del que hay que liberarse, que no acompaña al pobre ni se identifica con él, que no tiene autoridad moral para proponerles la salvación presente, la misma realidad de los mendigos de Cracovia obliga al afamado pintor, después Hermano Alberto, a hacerse uno con ellos, a hacerse uno con el Pobre, como única respuesta que satisface la necesidad de liberación que todos claman. Las dudas, el enfrentamiento, la pregunta sobre la fecundidad de su tarea, la tensión entre la violencia de la revolución y el aburguesamiento de los liberales encuentran respuesta en el amor del fundador de los Albertinos, en la sencillez de su vida entregada hasta la extenuación, dejando la evidencia de que las estructuras políticas no redimen el corazón del hombre sino el amor, que es responsabilidad de todos.
Que el horizonte de debate sea el marxismo imperante en la acción política de media Europa y reinante en muchas cátedras universitarias de aquella época no le quita nada de actualidad. La modalidad dialéctica de aquella época era el marxismo; la modalidad dialéctica presente es un cierto tipo de mentalidad liberal en lo político y socialdemócrata en lo cultural (un cierto laicismo radical más o menos atemperado en las formas según unos lugares u otros de Europa); pero el nexo común con aquella época es el de la dialéctica idealista que genera abstracción (con su consecuente e inevitable instrumentalización de lo humano) y desplazamiento hacia el futuro propio de toda utopía. La cuestión candente entonces, como hoy, es la respuesta al presente. ¿Existe una presencia que salva las distancias, cura la ira y toda forma de resentimiento y convierte en bendición lo que los demás consideran maldición y pretexto para el reproche incesante, la incriminación y la violencia? ¿Existe alguien de quien poder fiarse o estamos condenados a fórmulas que nos atan inexorablemente al “más de lo mismo”? Sólo la identificación de la propia vida con Cristo convierte a cada uno en instrumento que abraza la realidad y alcanza su potencia vencedora. Sí, la promesa de Cristo no defrauda, tiene en cuenta lo que no cuenta para el mundo, para “confundir” a lo que cuenta...
En esta película artística, joya de humanidad sobre un horizonte que va creciendo, salimos ganando todos al palpar la pregunta, la promesa, la esperanza de una posibilidad abierta y total de que la fuente del amor siga salvando, rescatando y restaurando la pobreza que todos compartimos a través de la carne de los santos.

Vida de Adam Chmielowski
(1845 – 1916)
Nació el 20 de agosto de 1845 en Igolomia (Polonia), el primero de cuatro hijos de una familia aristocrática rica. Estudió en el Instituto de Agricultura para administrar las posesiones familiares. A los 17 años perdió la pierna izquierda cuando luchaba contra las tropas rusas. Tras pasar por París, Bélgica y Baviera, realizando estudios de Bellas Artes, se hizo un afamado pintor, tarea en la que emergía plenamente su personalidad cristiana. Uno de sus mejores cuadros religiosos, Ecce Homo, nació de una profunda experiencia del amor misericordioso de Cristo. Tras seis meses de noviciado como hermano laico de la Compañía de Jesús, tuvo una profunda crisis espiritual y comenzó una nueva vida dedicándose de lleno al servicio de Dios. Se hizo terciario franciscano y, ya en Cracovia, continuó su actividad de pintor y asistencia a los más pobres. Decidido a hacerse uno con ellos, el 25 de agosto de 1887 tomó un hábito gris y el nombre de Hermano Alberto. Un año más tarde, nace una nueva Congregación terciaria franciscana, conocida como los Albertinos. Pasó el resto de sus días sirviendo a los más necesitados, pobres, vagabundos, marginados y abandonados hasta que el día de Navidad de 1916 moría en Cracovia a causa de un cáncer de estómago. Se le ha llamado el san Francisco polaco del siglo XX. En el curso de su vida dejó fundadas 21 casas de asistencia atendidas por 40 hermanos y 120 monjas de la Congregación. El Papa Juan Pablo II lo beatificó en su segundo viaje apostólico a Polonia en 1983 y lo proclamó santo el 12 de noviembre de 1989. Su memoria se celebra el 17 de junio.