PRIMER PLANO

Más fuerte que la muerte. El cristianismo como victoria
Una mujer enferma de cáncer, que día tras día sufre y se consume. Tres hijos a los que atender. ¿Dónde está aquí la positividad? En la certeza de que hemos sido creados para ser felices ahora, y de que el Señor escucha siempre nuestras oraciones y las atiende, según sus tiempos y sus modos

Querido don Giussani: Retomando los Ejercicios de este año me he topado con una palabra que no me ha dejado indiferente: felicidad. A los ojos del mundo, una persona como yo está automáticamente excluida de esta posibilidad: mi mujer tiene un tumor y, junto a mis tres hijos, la veo consumirse día tras día. En estos últimos tiempos se defiende del dolor con morfina. Antes de lo que cabía esperar he empezado a considerar en los momentos más duros que si el Señor se la llevase ella dejaría de sufrir y nosotros de verla sufrir.
Otra tentación es la de pedir el milagro de su curación sólo para cambiar las circunstancias, que se me presentan no como una ocasión de conversión sino como un fardo insoportable.
Lo hago todos los días desde hace más de un año, con una fidelidad más grande que mi fe.
Pero algo dentro de mí se adhiere de golpe a lo que dice Cesana: «Querer ser feliz significa para mí quererlo ahora, con lo que tengo, sin vivir el tiempo como un intervalo indefinido que me separa de lo que espero». También yo quiero intentar, con toda mi miseria, imitar a la Virgen en su respeto a la libertad de Dios. Porque mi vida podría cambiar totalmente, o podría también seguir con las mismas circunstancias durante diez días, diez meses o diez años. Quiero creer firmemente lo que siempre nos has enseñado, es decir, que la realidad no sólo no es mala, sino que todo, también todo lo que sucede, es un bien para nosotros. Es la paradoja cristiana. Si creemos en el único Dios que se ha encarnado, estamos condenados a un prejuicio positivo sobre la realidad. Pero se trata de una condena ventajosa, porque la vida es más humana, más bella.
Esto es lo que me permite, incluso ahora, hablar de felicidad. Se me ha hecho una promesa, y mi corazón ya ha experimentado razonablemente que puede creer en esa promesa. Podría citar cien experiencias que han sido como anticipos del Paraíso, y que han iluminado mi vida como un relámpago. Me viene a la mente uno de los pequeños relatos con los que nos hiciste crecer hace muchos años, y que me ha guiado siempre como una estrella polar. Nosotros somos como unos soldados en el frente a los que en un momento dado se les da la libertad para volver a casa. Estos soldados afrontan un viaje peligroso, avanzan en medio del fango bajo el fuego enemigo, con proyectiles de mortero y balas silbando alrededor. Estos desvalidos tienen una única certeza: una persona –de cuya palabra no es lícito dudar– les ha asegurado que, suceda lo que suceda, conseguirán llegar a casa. La perspectiva del viaje cambia completamente: las balas siguen silbando, pero por dentro el corazón canta. Creo que este corazón que canta en medio de la tempestad tiene mucho más que ver con la felicidad que mil pequeñas seguridades humanas.
Ahora ya no puedo limitarme a facilitar fríos partes médicos a todos los que me piden noticias sobre mi mujer, ni siquiera a los colegas más cínicos y distantes. Quiero decirles que la esperanza que está plantada en mi corazón es también para ellos, que la mayor parte de los afanes que nos angustian son poca cosa. Me gustaría decirles que, si miramos limpiamente nuestra vida, todos deberíamos estar menos inclinados al lamento y más dispuestos al agradecimiento por lo que hemos recibido. Después dejo de lado el respeto humano y les pido a todos –también a los que no creen– que recen por mí y por mi familia. Y a los que me objetan que mis oraciones parecen no surtir ningún efecto, respondo como puedo lo mismo que dices tú a los niños en el libro Aprendiendo a rezar: «Si parece que no nos escucha es sólo para educarnos en tener verdadera confianza en Él: Él sabe si lo que pedimos está bien y sabe cuándo es bueno atendernos. Podemos suplicarle cualquier cosa que nos parezca buena, pero el Señor, que ve todo, puede entender que no será buena o que hay otra cosa que es mejor para nosotros. Al insistir en pedir a Dios cosas que creamos que son justas y buenas se obtiene siempre algo bello y grande para nuestra vida: algo que imaginamos nosotros o algo que Dios sabe». Estas palabras tuyas fueron las únicas que puede decir hace algunos años a una amiga cuyo niño se había muerto en la cuna y que me pedía cuentas de la sordera de Dios a su petición de salvarlo. Ahora me toca a mí. Evidentemente la misión que se me pide consiste en repetir estas cosas.
Querido don Giussani, es de noche y estoy cansado. ¡Qué hermoso sería poder descansar un poco en tu abrazo! Porque la vida es fatigosa, y lo es más todavía cuando te toca vivirla enfrentándote cotidianamente con la muerte. Es como caminar siempre en el borde de un abismo, y esto te hace volverte loco. Esto es lo que pensaba hace algunas horas, pero tenía que preparar los sandwiches para la cena de los niños. Es lo hermoso de la realidad: que no hace trampas, te hace estar siempre con los pies en la tierra. Pero es también el gran signo que remite a Otro, y por eso la amo como es, porque existe. Gratis.
¿ Adivinas de quién he aprendido esto? Tengo una madre biológica, que me ha traído al mundo. Pero tengo además una madre que me ha regenerado y me ha dado todo aquello que necesito para afrontar la vida como un hombre. Esta otra madre, aunque todos se obstinen en llamarte padre, eres tú.
Carta firmada