el nuevo laicismo

Laicidad
y clericalismo

A partir de la relación con don Giussani, brotó una experiencia viva del cristianismo que puso de manifiesto cuál es la raíz de una auténtica actitud laica, opuesta a una clerical

Giancarlo Cesana

No quiero entrar en una polémica que resultaría estéril comentando la reseña de prensa de Maurizio Crippa, ni aventurarme en una diatriba filosófica al estilo del profesor Severino. Sí, porque incluso el filósofo, en compañía de otros excelentes colegas, imparte frecuentes lecciones sobre laicidad y religión, para quien le entienda. Por suerte, recientemente se ha decantado más de parte de los cristianos; por lo menos así creo haberlo entendido.
Pretendo explicar el significado que tienen para mí (para nosotros) los dos conceptos más empleados en la polémica planteada: laicidad y tradición. Me permito repetir sustancialmente mi intervención en el congreso de Nursia titulado “Libertad y laicidad”, donde participaron laicos de distinta extracción que, en vez de perseguirse con acusaciones y críticas, optaron por confrontarse civilmente.

Laico, uno del pueblo
Muchas veces escuché a don Giussani decir que la mejor definición de laico es “no sacerdote”, es decir, uno del pueblo, que habla en nombre de su propia experiencia, siendo la experiencia no sólo lo que se experimenta, sino lo que se experimenta y se juzga. Giussani añadía que la sugerencia de san Pablo –«valoradlo todo y quedaos con lo bueno»– era la mejor definición de cultura que conocía. Solía decir a sus estudiantes: «Yo no quiero convenceros de mis ideas; quiero ofreceros un método a través del cual vosotros podáis verificar si mis ideas, y las ideas de los demás, son justas o equivocadas». El método –que aprendimos también nosotros– es precisamente la valoración atenta de los hechos a partir de la experiencia elemental; es lo opuesto al “clericalismo”, que quiere convencer en nombre de una autoridad supuesta y no comprobada. El clericalismo dice: «Tienes que creerme porque soy cura, o más a menudo, porque soy profesor, soy juez o soy científico», no porque testimonio algo que resulta verdadero también para ti. El clericalismo está ciertamente presente en la Iglesia, pero nada a sus anchas fuera de ella, en ese mundo que, con palabras, dice aborrecerlo. Incluso los educadores que dicen que no quieren imponer nada mienten, porque imponen una regla, la de la ausencia, que entrega a los chavales a la mentalidad común. Da mucho que pensar el hecho de que aquellos que han crecido en la escuela de “ser libres e independientes” piensen todos de la misma manera. Habría que preguntarles si están contentos, por su experiencia, de haber recibido tan pocas indicaciones con respecto a la vida. Mi aprecio se dirige a personalidades como Marcello Pera, Giuliano Ferrara y otros que, a partir de su experiencia, se han rebelado contra la mentalidad común que les rodea: son verdaderos laicos como nosotros.

Tradición y experiencia elemental
La experiencia elemental es importante no porque no exista una tradición autorizada, a la que hay que escuchar con suma atención. La tradición es el patrimonio de verdad, de acercamiento a la verdad, que se nos ha entregado (tradere = entregar) desde la dedicación y el sacrificio de quienes nos han precedido. Si no se mira a la verdad como algo que nos llega a través de una tradición, o bien como un hecho viviente, se mira a la verdad como ideología y abstracción, muy a menudo violenta y destructiva. Sin embargo, si la tradición no se reconoce en algo del presente, si no se fundamenta en una realidad viva, no tiene interés para nadie. Como mucho tendrá un interés histórico, para personas interesadas por la historia, pero no para las personas “comunes”. Un evento de la tradición es importante si es importante ahora, no porque lo “fuera” en el pasado. Nos interesa comprender el pasado sólo si lo encontramos vivo ahora: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1Co 15,17). Es decir, si Cristo no está vivo, el cristianismo sirve para poco; sirve quizá para fijar los elementos de una religión civil, de un conjunto de reglas de convivencia que, como vemos, se erosionan inexorablemente. Por otro lado la ventaja de un cristianismo erigido en religión civil no está en las reglas que éste propugna, sino en la defensa activa de la vida de la Iglesia, en la que la regla es vida, amor de Dios por el hombre y por tanto amor de los hombres entre ellos.

¿Libertad como negación de toda pertenencia?
La laicidad no consiste en la orgullosa reivindicación de la libertad como negación de toda pertenencia. Eso es una estupidez. Lo decía Chesterton: «Los ateos no son aquellos que no creen en nada, sino aquellos que creen en todo». En efecto, los llamados no creyentes demuestran que creen en muchas ilusiones, por ejemplo, que será la ciencia la que les dará la felicidad. La laicidad está en la capacidad de dar vida a las reglas (preceptos o conceptos), de forma que las reglas pasan de ser constricciones a convertirse en ocasiones de libertad, en indicaciones para reconocer y amar aquello para lo que está hecha la vida: la tan perseguida felicidad. Creo que la grandeza de don Giussani es que para poder vivir el cristianismo, lo ha vuelto a “hacer”, por así decirlo, lo ha hecho encontrable de nuevo. Y nosotros, al conocerlo, no hemos encontrado una definición de nuestra vida, sino una predilección que nos hace percibir todo lo que existe, y en particular cualquier esfuerzo humano, como algo digno y valioso.