Quijote

No nos había de mandar cosa que fuese imposible cumplirla

El ideal de la caballería se entrelaza al de la santidad tanto en la vida como en la conciencia y la obra de Cervantes: «Estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso», hace decir a Don Quijote (II, 58). Una introducción a la lectura del capítulo 3 (I).
Primera de una serie de colaboraciones que nos acompañarán a lo largo de todo el año del IV centenario de la publicación de la Primera Parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha

Gonzalo Santa María

El capítulo tercero de la primera parte relata que Don Quijote, después de armarse y elegir nombre digno para su dama y su caballo, yendo de camino en su primera salida, cae en la cuenta de que ha de ser ordenado según la tradición de la caballería andante. Se dirige a una venta, que a él se le figura castillo, con la esperanza de que el señor de dicho castillo le investirá caballero. La noche anterior a la ceremonia de investidura, el aspirante a caballero debe pasarla velando las armas. Así es como los personajes de la venta, ante tan extravagante figura, ven una posibilidad de salir de su rutina burlándose de Don Quijote.

É mulo y tan lúcido

El hidalgo manchego, que ha quedado trastornado a causa de la lectura de innumerables relatos de caballería, desea emular a los antiguos caballeros andantes; sin embargo, desde el primer momento se percibe que Don Quijote es muy distinto a sus precedentes héroes novelescos, porque no tiene éxito en sus acciones, es enteramente humano y revela una conciencia tan lúcida que deja perplejos a quienes le escuchan. En un litigio entre dos alcaldes vecinos dice: «Los varones prudentes, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en defensa de su rey, en la guerra justa (...). En la santa ley que profesamos se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, (...) porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, (...) no nos había de mandar cosa que fuese imposible cumplirla» (II, 27).

La Orden de la Caballería

Sabemos que Cervantes pudo conocer, además de la novelesca, la tradición histórica y real de la Orden de la Caballería, a través de Ramon Llull en su Libro de la Orden de la Caballería de 1276; o por la Segunda Partida de Alfonso X el Sabio, escrita en el mismo siglo; o también por el Libro del caballero y del escudero del Infante don Juan Manuel escrito en el siglo XIV. En todas estas obras se describen, desde los requisitos que debe reunir un aspirante a caballero, hasta cuáles eran el verdadero sentido y finalidad de la caballería, que las palabras de Don Quijote antes citadas reflejan.
Cervantes, al regreso de su cautiverio, después de jugarse la vida en Lepanto por defender la fe católica, y al servicio de su rey, debió de experimentar una gran nostalgia al encontrar que lo que quedaba del ideal de la caballería eran unas cuantas novelas fantásticas que servían de pasatiempo.

Entre todos, el menor de todos
los caballeros andantes

Según Hans Urs von Balthasar, en el comentario que dedica a Don Quijote en su obra Gloria, «como en otras épocas cristianas, también aquí se creó un mito: el mito alegre del cristiano que lucha caballerescamente por el reino de Dios. En modo alguno ha de ser el Quijote un transparente para Cristo mismo. (...) Su locura es la resultante del abismo existente entre la “idealidad” de la gracia redentora de Dios en Cristo y la “realidad” de las acciones terrenas de los cristianos».
Esa distancia es la causante de estas realistas palabras de Don Quijote: «de los caballeros andantes, yo, aunque indigno, soy el menor de todos» (I,13).
Lo que cuenta el ingenioso caballero no son sus logros sino el ideal del que él participa. Cuando encuentran a unos hombres que portaban las imágenes de San Jorge, San Martín, Santiago y San Pablo, destinadas a un retablo, Don Quijote comenta: «Estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; la diferencia que hay entre ellos y yo es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano» (II, 58).
Von Baltasar, refiriéndose al mismo pasaje afirma: «Esos cuatro santos concilian el abismo existente entre la caballería espiritual y la mundana, si bien, permanece el que hay entre la santa y la pecadora».

No tan buen estado,
sino más trabajoso

En el capítulo trece de la primera parte del Quijote, nuestro protagonista mantiene una interesante conversación con un personaje llamado Vivaldo en la que después de decirle que «los soldados y caballeros somos ministros de Dios en la Tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia», éste le comenta a Don Quijote, en tono de burla, que su profesión es más exigente que la de un fraile cartujo. A esto responde Don Quijote: «No quiero yo decir que es tan buen estado el de caballero andante como el de encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento, y sediento, miserable, roto y piojoso».

También posible
para su rudo escudero

El ideal del santo, es una posibilidad real no sólo para un caballero pintoresco como Don Quijote, sino también para su rudo escudero, porque no depende de los méritos que logren realizar, sino de tener «más de Dios que del mundo» dicho en palabras de Don Quijote. Sancho, a quien su amo, ha abierto el horizonte de la vida, su fiel e inseparable compañero, asume el ideal de su señor y así se lo hace ver diciéndole: «Quiero decir que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos. (...) ayer o antes de ayer canonizaron a dos frailecitos descalzos... Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero» (II, 8).
Así lo expresa Sancho abiertamente a la Duquesa que pretende burlarse de él: «Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi conciencia; y aún podría ser que fuese más fácilmente Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador».