cultura

¿Cómo alcanzar la certeza sobre Cristo?
La conciencia del hombre frente al hecho de Cristo. En una novela y en una película,
a las que merece la pena volver a acercarse, encontramos documentadas las actitudes
racionalista y protestante descritas en el segundo capítulo de Por qué la Iglesia


Son las doce, doctor Schweitzer
Introducción de Davide Rondoni a la novela de Gilbert Cesbron publicada en 1993 en la colección BUR “i libri dello spirito cristiano” (los libros del espíritu cristiano, ndt.) En España se publicó en el año 2000 en Ediciones Encuentro.
Albert Schweitzer, teólogo protestante y músico, partió hacia África como misionero y, en un apasionado esfuerzo por imitar a Cristo, se dedicó al cuidado de la población africana fundando un hospital (en Lambaréné, Congo francés) al que dedicó todas sus fuerzas. Se convirtió en símbolo de la dedicación generosa a los enfermos de lepra. A causa de la fascinación que despertaba su vida, un gran novelista de formación católica como Gilbert Cesbron quiso dedicarle este drama teatral, que nos muestra a su “personaje”, Schweitzer, en su momento culminante, en la plenitud de su historia humana y psicológica.
Es significativo que Cesbron, que era novelista, dedicara a la figura de Schweitzer un drama teatral. Con toda probabilidad la prosa de una novela no habría conseguido dar el “relieve” necesario a los protagonistas. Esto se comprende muy bien por la intensidad de los diálogos y de las semblanzas, que emergen en los cambios veloces, en las indicaciones de los tonos de voz o de los silencios. Hay que destacar también que, cuando Cesbron escribía estas páginas en 1954, era ya autor de novelas conocidísimas, como Los santos van al infierno o Perros perdidos sin collar.
El retrato que el autor compone con la rica firmeza de su estilo inclinado a la poesía muestra la fascinación que Schweitzer despertó en su tiempo. La fascinación de una vida completamente entregada a un ideal. Cesbron, que había basado con anterioridad su obra Los santos van al infierno en la figura de los curas obreros, no podía permanecer insensible ante este concertista de órgano que se había hecho cirujano. Se aproxima a este personaje para sondear el drama que se produce en la vida del hombre que persigue una causa justa. Y capta el momento en el que el esfuerzo humano de llevar a cabo el bien conoce la propia fragilidad, pues se ve obligado a pasar por el obstáculo de las elecciones, de las prioridades, por un dilema entre bien y justicia. Es decir, el momento en el que, con especial evidencia, se reclama a mostrar toda la racionalidad de una posición de fe.
Pero es necesario dar un paso atrás para comprender mejor la tensión que animaba a Schweitzer.
En 1906, siendo un joven teólogo, había publicado una obra titulada Investigaciones sobre la vida de Jesús (Edicep, 1990-2002). En ella se proponía analizar toda la literatura científica sobre la figura de Cristo.
La conclusión de su estudio era que «aquello que es permanente y eterno en Jesús es totalmente independiente del conocimiento histórico, y puede ser comprendido sólo por medio de su espíritu, que obra todavía en el mundo».
La “concreción histórica” de Jesús, en resumen, escapaba a su investigación, como a la de los que le habían precedido. La teología protestante había llegado a la conclusión de que la figura histórica de Cristo era huidiza por dos motivos: la inadecuación de las fuentes y la proyección en una dimensión “escatológica”. Ésta última hacía de su figura algo intangible en el presente, y en última instancia, algo abstracto para el hombre contemporáneo. A Schweitzer le interesaba que el deseo de relación y de ensimismamiento con Cristo no se agotase en una desesperada investigación histórica llevada a cabo con el método racionalista o en una especulación filosófica. Le interesaba una relación, en el presente, con el mismo Cristo de hace dos mil años. Pero el Cristo de los protestantes no era contemporáneo.
Por eso decidió imitar a Jesús en el aspecto que le parecía más conmovedor: la caridad. En este sentido, la figura de Schweitzer es la denuncia de la impotencia de un intento de relación con el acontecimiento cristiano fundado sobre un análisis racionalista, y por tanto sobre el “esfuerzo” filosófico, en vez de sobre el reconocimiento de un acontecimiento presente.
Schweitzer, rechazando la “vía” filosófica, intentó aquello que sí le era posible: el impulso de imitación “sentimental”. El protestante lleva a cabo su esfuerzo de adhesión a Cristo por medio de una iluminación interior que debería hacer puros al corazón y a la mente. El método católico, en cambio, se basa en el encuentro con la realidad viva de Cristo hoy, la Iglesia. En este encuentro el hombre capta una correspondencia entre las exigencias de la propia razón y del propio corazón y la presencia de Cristo. Es decir, lleva a cabo un acto de la razón no reducida a análisis racionalista, sino entendida como sorpresa por la correspondencia entre un hecho, una presencia y las exigencias de la vida. Se hace así más claro que el bien es Cristo, y no lo que el hombre consigue realizar.
En los tres actores principales del drama (el doctor, el constructor y el misionero) se expresan tres modos de entender la promoción humana y el resultado de la caridad. La figura del padre Carlos (en la que se adivina al padre De Foucauld) emerge por su mayor humildad y racionabilidad, a pesar del peso de su propia condición. En la amistad y en la diferencia entre Schweitzer y él se propone el tema de fondo de la obra.
La acción del drama se desarrolla en dos noches, en agosto de 1914, al comienzo de la Primera Guerra Mundial.
En estas páginas intensas Cesbron sorprende el trabajo de la tensión y de la impotencia del genio protestante. El doctor se ve obligado a hacer las cuentas con circunstancias que parecen hacer vano su esfuerzo caritativo: la guerra amenaza su obra, el pueblo no parece progresar y a esto se añade la ingratitud de los enfermos. Todo su ímpetu de generosidad y de bondad sufre una aparente derrota. El sentimiento que le había movido por el camino más cierto para él de la presencia de Cristo tiene que hacer ahora las cuentas con el tiempo, con el cansancio, con las dudas. Con la noche. Precisamente la misma noche en la que, en cambio, el padre Carlos...


Dies Irae
La presentación de don Giussani de la película de C. T. Dreyer, publicada en “Mis lecturas”, de Ediciones Encuentro
El dramatismo que el sentido religioso introduce en la vida, como se documenta en Dios tiene necesidad de los hombres, se convierte en tragedia para el hombre que piensa, para el hombre capaz de reflexionar realmente sobre sí mismo: éste es el mensaje amargo, tremendo, grandioso de esta película.
Se trata de una obra cinematográfica de un gran valor artístico tanto por el uso de la palabra como por su fuerza comunicativa. El silencio se adueña de las primeras secuencias e imprime el tono dominante a la película. Ciertamente, todas las palabras que aparecen podrían escribirse en tres o cuatro hojas de cuaderno y, sin embargo, hablan al corazón como descargas poderosas.
El silencio de los primeros minutos se rompe con una frase de la bruja: «Grande es la fuerza del mal». He aquí el verdadero título de la película. Grande es la fuerza del mal que se insinúa en la ilusión a la que se inclina el corazón del individuo, que penetra en la forma normal de vivir de la multitud y la dispone a la violencia contra aquello que no corresponda a la propia imagen ideal: la bruja, precisamente. Pero también se insinúa y domina en el corazón de la gran figura del pastor protestante: el protagonista de la película, el poseedor, el proclamador y amante de la ley. Por lo demás, todo esto no le ha impedido elegir como esposa, siendo ya anciano, a una muchacha jovencísima; no ha tenido en cuenta el ronzal con el que la atrapaba, el destino sofocante al que la obligaba y el precio de esta elección, es decir, la excepción a la regla. Porque en efecto, debería haber condenado, según sus reglas, a la madre de esta muchacha que era bruja, pero no la condena, contraviniendo a su conciencia. Grande es la fuerza del mal que perturba y corrompe la frescura juvenil de la muchacha, que asedia la voluntad y los sentidos del hijo del pastor. También la mujer demostrará tener el espíritu maléfico de su madre la bruja. La joven mujer del pastor, llena de vitalidad, angustiada y aprisionada por aquella relación, intentará liberarse a través del hijo. Pero el mal está en la sangre, ha heredado de la madre el poder mágico de la brujería.
La mujer que aparece al principio es una amiga de la madre, y al revés que ella será condenada a la hoguera. Le dice al pastor: «No habéis condenado a mi amiga; si has hecho una excepción con ella, hazla conmigo».
Grande es la fuerza del mal; y de hecho, el deseo de la joven mujer, cargado de este extraño poder, hará morir al pastor.
¿Qué puede hacer un hombre ante esta fuerza del mal? Aquí llega el verdadero significado de la película: el dramatismo del sentido religioso se convierte en tragedia para el hombre que piensa. El sujeto de este mensaje, el personaje que muestra esta tragedia es la encarnación del protestantismo; la interpretación protestante es, sin duda, la interpretación más profunda que la conciencia humana haya dado del sentido religioso.
El hombre no puede hacer nada contra el mal. Puede irritarse hasta reaccionar con violencia (quemar a la bruja), pero no puede hacer nada. Es la humillación que el pastor protestante lleva en su corazón para toda la vida, consciente en el fondo del error al que se ha adherido y al que se adhiere, a pesar de sus palabras y de su rol lleno de dignidad, guía del pueblo; es una demostración de esta imposibilidad del hombre para resistir al mal. La tradición de la Iglesia denomina a este fenómeno «pecado original», fuente amarga y ambigua que se halla en la raíz de nuestras acciones, de cada vida.
Pero Cristo ha venido por este mal, Dios ha venido a liberarnos de este mal. ¿Cómo? Según la visión protestante, poniendo la esperanza en el más allá, en una realidad sin conexión con el presente, sin relación con el presente, abstracto, como nubes sobre los asuntos humanos. Este es, por tanto, el único consuelo que puede sentir el hombre que piensa y que descubre en sí la tragedia del mal: la esperanza en el más allá, en el más allá donde se encuentra la misericordia. La bruja, poco antes de ser condenada a la hoguera, se dirige al pastor y le dice: «¡Libérame, como has liberado a la madre de tu mujer!». Y el pastor le repite: «Ánimo, dentro de poco serás libre», es decir, después del fuego, en el más allá. «¡Pero es en el más acá dónde quiero vivir!» dice la bruja, justamente, humanamente. Pero no recibe respuesta.
El punto culminante de la película es la última escena, cuando, después de la muerte imprevista del pastor, su madre, la severa celadora del justo, acusa a la nuera, durante el funeral y delante del pueblo, de ser la causa de la muerte de su hijo. La acusa de ser una bruja como su madre. Las palabras que cierran la obra, las últimas palabras, dan voz al rostro de la joven esposa del pastor: «Mis ojos están llenos de lágrimas y nadie me las seca». De este modo se explica la contradicción con la secuencia de la película en la que ella llora al ver la muerte de la bruja en la hoguera, y el hijo del pastor acude a ella y, viéndola envuelta en lágrimas, le dice: «Yo te las seco». Aquí no se halla la esencia de la vida; aquella es sólo una breve compañía ilusoria. El sentido de la vida, tal como emerge en esta película, es más exacto en su expresión última: «Mis ojos están llenos de lágrimas y nadie me las seca».
Se trata, por tanto, de un cristianismo que planea sobre la vida de un modo moralista, porque sólo indica el más allá. De este modo se proclama una ley que expresa de manera más clara, potente, el sentido del pecado, la conciencia del mal que está en nosotros, el sentido de la ambigüedad, de la impostura, de la mentira que hay en nosotros. Porque sin ley, como también dice San Pablo, el hombre se daría menos cuenta de esta mentira que hay en él. Un cristianismo como éste planea sobre el mundo, gravita sólo como comunicación de leyes morales que exaltan el sentimiento del mal para el que no existe ningún remedio.
El remedio está en un más allá que no tiene nada que decir a nuestra vida cotidiana, a nuestra aspiración y a nuestro dolor cotidiano. Es únicamente una propuesta de huida. Tú, bruja, que estás a punto de ser quemada, piensa en el más allá.