Arte

Virgen Madre
La forma del Misterio

Un recorrido por algunas de las obras maestras del pasado, con una nueva clave de lectura: las palabras de don Giussani sobre la Virgen en la carta a la Fraternidad de CL de junio de 2003

Giuseppe Frangi

¿Qué imágenes pueden ayudarnos a guardar en el corazón esta afirmación de don Giussani? ¿Qué imágenes nos la evocan por su sencillez y fuerza? Para responder proponemos un recorrido a través de algunas obras maestras de la historia del Arte. Descubriremos cómo el realismo que las caracteriza es también una clave para interpretar estas obras y rescatarlas del halo de misterio indefinido que a menudo las rodea cuando las contemplamos.

Dentro del tiempo

La primera etapa de nuestro viaje se conserva en Monterchi, en el límite entre Umbría y Toscana. Donde Piero della Francesca (nacido a pocos kilómetros de allí) nos dejó una de sus obras más célebres, aunque algo enigmática. Se trata de la Virgen del Parto, que se hizo famosa también por la atención que le dedicó Andrej Tarkovski al principio de su película Nostalgia. El tema no es ajeno a la tradición toscana. Su origen se encuentra en la tradición iconográfica bizantina, según la cual los artistas pintaban en el seno de María un óvalo donde representaban al Niño Jesús. Por lo tanto, la innovación de Piero della Francesca avanza en la línea del realismo. En este cuadro María se encuentra al final de su embarazo. Dos ángeles abren la gran tienda que la cobija: es la tienda forrada de pieles de cabra (se perciben recortadas tapizando el fondo) que, según profetizó el Éxodo, acogería el Arca de la nueva alianza. En efecto, Maria es foederis arca, como nos recuerdan las Letanías. El Arca toma la forma de su vientre, que ni siquiera el vestido logra ya contener, como nos muestra el autor con una intuición sencilla y a la vez conmovedora. El gesto instintivo de María, que parece proteger con la mano derecha a su hijo, nos revela que el Arca-vientre es algo extraordinariamente imprevisto y precioso. En cambio, la otra mano se apoya en el costado, con la palma hacia fuera, en un gesto típico de las embarazadas, como sujetando la espalda fatigada por el peso del huésped. Lo que el pintor nos presenta es sencillo, real y creíble. Psicológicamente no nos aparta de la normalidad, no inflama la escena con un énfasis portentoso. Es más, todo está envuelto en un silencio tenso y absorto, como todo el arte, conformado de absoluto, de Piero della Francesca. Sencillamente todo ocurre dentro del tiempo, pues éste es el método de Dios. Y María se abrió de par en par a ese método.

Un afecto inusualmente intenso

Unos años antes de la obra de Piero della Francesca, de la que hemos querido partir por su temática, Donatello esculpió este bajorrelieve, que se conserva en el Alte Museum de Berlín, en ese estilo stiacciato (relieve muy plano, ndt.) que le permitía plasmar su intenso sentido dramático. Lo realizó para los nobles florentinos de la familia Pazzi: de ahí su nombre, Madonna Pazzi. Con esa libertad valiente que siempre le caracterizó, aquí Donatello imagina una escena privada e inusual. La Virgen y el Niño, tomados de perfil, parecen hundir sus cabezas la una en la otra. Se percibe una intensidad de afecto absolutamente insólita: la Virgen inclina su rostro de manera algo forzada, poco natural, como si quisiera escrutar el misterio de su hijo. Con las manos le protege, por una parte, y por otra le atrae hacia sí. Pero no se trata del gesto afectuoso, sencillo y a la vez incontenible, de una madre hacia su hijo. Ese niño, fruto de la libertad de Dios, representa su destino. Ese niño es el Misterio de Dios que se comunica al hombre empezando precisamente por su madre. En este caso, comunicar no tiene solo una acepción verbal: es un acto de afecto que supera todo lo demás, es una atracción irresistible hacia una felicidad no prevista. María la experimenta, y a la vez, de manera muy humana, se ve atravesada por el miedo a perderla.

El drama y la ternura

Lo cierto es que le quitarán a ese hijo: María presiente el drama que la acompañará ya desde el momento feliz de la maternidad. Los comitentes de los Médici le pidieron al jovencísimo Miguel Ángel que esculpiese una Virgen, también en bajorrelieve, que se conserva hoy en la Casa Buonarroti de Florencia. Es impresionante que un chico de 18 años tuviera la sensibilidad de adentrarse tan profundamente en la angustia de una madre. La Virgen de la Escalera es una obra maestra extraordinaria, que conjuga en la figura de María el sentido del drama y la ternura instintiva. De perfil, al pie de una escalera, María estrecha al niño. Apenas acaba de amamantarlo, el pecho esta casi descubierto y la túnica cubre en parte la cabeza de Jesús. Éste, de espaldas, se ha quedado dormido, como vemos por el bracito torcido hacia atrás, que cae en el abandono pesado del sueño. En la iconografía cristiana, el niño dormido representaba la profecía de la pasión del Señor y parece que María lo sabe. Su mirada, tan humana y llena de dignidad, se dirige al vacío: ni mira al Hijo ni a nosotros. Parece incluso ausentarse de la felicidad del instante. Ante ella tiene el destino futuro (a su espalda unos querubines sujetan una tela parecida a la Sábana Santa) y con el gesto sencillo de sus manos parece querer preservar al hijo de ese destino. «El drama supremo es que el Ser pida al hombre que le reconozca», escribe don Giussani.

La tensión de la mirada

«La figura de la Virgen es el constituirse de la personalidad cristiana», sigue don Giussani. Una percepción que desde siempre ha sido una evidencia poderosa para los corazones sencillos. Caravaggio fue el artista perfecto destinado a reflejar esta brecha misteriosa que María sabe abrir en los corazones de los sencillos. En la iglesia de San Agustín, en Roma, se conserva esta obra maestra, pintada en los años más felices de su largo periodo romano, en torno al 1600. Representa a dos campesinos romanos, arrodillados a la entrada de una casa: por la puerta se asoma una mujer muy hermosa, con un niño, ya crecido, en brazos. Es la Virgen de Loreto: como mandaba la tradición los peregrinos que llegaban al santuario daban una vuelta de rodillas a la Santa Casa. A estos dos peregrinos Caravaggio les depara la sorpresa de ver verdaderamente a María en el umbral de su casa. No hay nada de milagroso o de irreal en lo que pinta el gran artista lombardo. Todo es verdadero, todo está en orden. Caravaggio, siendo fiel a su estilo, no nos engaña ni esconde nada de la realidad. En primer plano, los pies de los dos humildes peregrinos arrodillados se convierten en un emblema del realismo que deja fuera de juego a la pintura de ficción y de academia. Pero éste no es el dato de mayor realismo plasmado en la tela. Lo más verdadero que Caravaggio pinta es precisamente la tensión que nace de la mirada de los dos peregrinos. No vemos sus ojos, porque están de tres cuartos. Sus manos no se abren por el éxtasis de la aparición, se juntan sencillamente, casi con timidez. Más que anonadados, los dos ancianos parecen “atrapados” por la figura de María y le piden que sea también madre suya.

Un pesebre
en la palma de la mano

Sabemos que, desde el punto de vista moral, Caravaggio fue el artista más escandaloso de su tiempo, y no solo eso: violento, prepotente, incluso un asesino. Y, sin embargo, le tocó a él representar la verdad del hecho cristiano, quizá como ningún otro en la historia del arte haya sido capaz de hacerlo. En el arte moderno la representación de María prácticamente ha desaparecido. No ha desaparecido la tensión religiosa, simplemente se ha eclipsado la percepción concreta de cómo empezó la presencia de Dios en el mundo. Pero el caso de Caravaggio nos invita justamente a no poner etiquetas y a no sentenciar a nadie. Hacia la mitad de los años 50, un artista de cabello blanco que acababa de llegar a Nueva York recorría la ciudad buscando algún encargo que le permitiera sobrevivir. Le pidieron que hiciese una felicitación navideña y él, que algo de catecismo sabía ya que era hijo de padres católico-bizantinos, originarios de Eslovenia, ideó una imagen muy simple: una gran mano que tiene en su palma una pequeña imagen del Pesebre. Todo realizado en un solo color, el oro, como para dar la idea de la preciosidad que representaba. Ese artista es quizá el más inesperado, Andy Warhol.
Ciertamente hay parte de casualidad en esta imagen, y como tal la contemplamos, sin pretender construir sobre ella una lectura alternativa de este gran intérprete del arte moderno. Tomémosla así, como representación de la libertad de Dios –su mano– que gracias a María, haciéndola madre de su Hijo, entró en nuestra historia.