LOS PROFETAS EN LA BIBLIA

Yo soy

Profeta, liberador, caudillo, legislador. ¿Quién fue el hombre que condujo al pueblo de Israel desde Egipto hasta la tierra prometida? Indudablemente el único hombre que estuvo «cara a cara» con Dios. Éste es el primero de una serie de artículos sobre profetas del Antiguo y del Nuevo Testamento

PAOLA RONCONI

Con la figura de Moisés Huellas comienza una serie de artículos sobre los profetas del Antiguo Testamento, hasta llegar a Juan el Bautista. Pero, ¿quién es el profeta? Del latín tardío propheta, del griego prophetes (de pro, “en nombre de”, y phemì, “hablar”; en hebreo es nabi, “aquel que es llamado - hombre de Dios”) es “aquel que habla por” otro, aquel que anuncia ante el pueblo, que proclama.
Dios escoge a un hombre y lo hace instrumento de su designio; pero la primera reacción del elegido es la conciencia de la propia debilidad e incapacidad. «¿Cómo haré?», se pregunta.
Esta duda enseguida se ve suplantada por el presentimiento de la fuerza de Dios: en la debilidad de su profeta Dios puede obrar con toda su potencia y misericordia.
Los profetas no son adivinos; no predicen el futuro mirando en una bola de cristal, sino que ven la obra de Dios en el tiempo presente.
Lo que el profeta anuncia es la liberación, una promesa de plenitud que el hombre a menudo rechaza, a causa de su pecado original, de su incapacidad para mantener vivo su anhelo de vida. Y la respuesta de Dios es siempre un amor más grande que el mal y que la traición del hombre.
Dios ha elegido a un pequeño grupo de hombres para enseñar a su criatura que Él es su único Dios y creador, y para amarlo. Reviviendo la historia del pueblo de Israel se puede comprender la experiencia cristiana y el método que el Señor ha elegido para hacerse presente en la vida del hombre, en cada instante de nuestra vida.
¿Hombre o mito? A lo largo de los siglos muchísimos autores han hablado acerca de la vida de Moisés: desde Filón de Alejandría a Gregorio de Nisa, desde los psicoanálisis de Freud hasta los últimos estudios sobre los que hemos podido leer recientemente en los periódicos. Según los hermanos Sabbah - investigadores judíos de lengua francesa -, Moisés tendría orígenes egipcios más que judíos. Más aún: Abraham podría identificarse con el faraón egipcio Akhenaton. De aquí se extrae una conclusión: los judíos son de origen egipcio. Pero, aparte de todas estas interpretaciones, veamos qué dice la Biblia.
Cuatro libros narran las vicisitudes de Moisés: Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. No hay seguridad acerca de la identidad del autor; el mismo Moisés podría haber sido el redactor de una parte tan esencial de la historia de Israel. Junto con el Génesis, estos libros forman el Pentateuco. Se trata de libros históricos, que narran lo sucedido a este pueblo, pero son, sobre todo, la fuente de la ley judía, la Torah.
Los historiadores sitúan la liberación de los egipcios bajo los faraones de la XIX dinastía, hacia el siglo XIII antes de Cristo.
Ya fuera un judío salvado por una princesa egipcia, que lo recogió de las aguas del Nilo en una cesta revestida por dentro de pez y betún y criado por su madre natural, Iochebed; o un general egipcio, lo que es seguro es que creció en la corte del faraón: sería culto, rico, estaría en contacto con el politeísmo egipcio, con los sacerdotes iniciados en las técnicas de meditación oriental, y sentiría quizá curiosidad por encontrar las clave de los misteriosos cultos faraónicos y de la tradición de sus padres. Por aquellos tiempos los israelitas eran esclavizados y explotados como mano de obra en la construcción de las ciudades de Pitom y Ramsés. El homicidio de un soldado egipcio que maltrataba a un trabajador le obligó a huir. Fue un cambio de vida radical: en la tierra de Madián, al sureste de Palestina, fue acogido por el sacerdote madianita Jetró. Se casó con una de sus hijas, Séfora, con la que tuvo un hijo, Guersom, que significa “forastero soy en tierra extraña”, y después tuvo otro, Eliezer, es decir, “el Dios de mi padre es mi auxilio”. Durante años pastoreó el rebaño de su suegro, en la paz de aquella tierra libre. Un día sucedió lo inimaginable: durante su trabajo cotidiano el Señor, «Dios de su padre (Amran; ndr), Dios de Abrahám, Dios de Isaac, Dios de Jacob» se le apareció bajo la forma de una zarza que ardía sin consumirse, le llamó y le habló. Puede ser que Moisés, crecido en la corte egipcia, durante años en contacto con cultos empapados de esoterismo y magia, no se espantase de la modalidad con la que Dios se le apareció. «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel (...) El clamor de los israelitas ha llegado a mí y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Y ahora marcha, te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los israelitas» (Ex 3,3-10).
Esta es la vocación de Moisés, el único hombre que ha hablado «cara a cara» con Dios, sin mirarle a la cara, porque «no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Ex 33,20). Ni siquiera Abraham, Isaac o Jacob fueron objeto de un favor semejante. Moisés condujo fuera de Egipto a su pueblo (la Biblia habla de 600.000 hombres «de a pie» (Ex 12,37), y si añadimos mujeres y niños la cifra llegaría a un par de millones de personas: un número elevadísimo y bastante improbable si se piensa que habrían de atravesar el desierto).
Dios, para ayudarles, derrotó a los egipcios, desencadenando contra ellos verdaderas pestilencias (las diez plagas) y ahogándoles en el Mar Rojo, a la altura de Baal Sefón. Los israelitas pasaron cuarenta años en el desierto hasta alcanzar la tierra prometida y en estos cuarenta años Dios dictó por dos veces a Moisés sus mandamientos. Alimentó al pueblo con maná y codornices. Derrotó a sus enemigos. En forma de nube, les protegió de día y les guió de noche. Les perdonó cuando se rebelaron.

La elección
Sin embargo el hombre, frente a una predilección así, se siente inadecuado y trata de sustraerse a la llamada. «¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?» (Ex 3,11) pregunta Moisés, cuando el Señor le llama. La respuesta es: «Yo estaré contigo; y esta es la señal que yo te envío: cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en esta montaña». El Señor estará con él, este es el signo que identificará su misión: los hebreos servirán a Dios en la montaña del Sinaí. «No van a creerme (los israelitas, ndr), ni escucharán mi voz» (Ex 4,1).
Yo estaré contigo. Muchas veces Dios asegura su presencia física para confortar a su profeta. «Dijo Moisés a Yahveh: “¡Por favor, Señor! Yo no he sido nunca hombre de palabra fácil, ni aun después de haber hablado tú con tu siervo; sino que soy torpe de boca y de lengua [quizá era tartamudo, ndr]”. Le respondió Yahveh: “¿Quién ha dado al hombre la boca? ¿Quién hace al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Yahveh? Así pues, vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir. (...) ¿No tienes a tu hermano Aarón el levita? Sé que él habla bien (...) Tú le hablarás y pondrás las palabras en su boca; yo estaré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que habéis de hacer. Él hablará por ti al pueblo, él será tu boca y tú serás su dios”» (Ex 4,10-16).
La segunda vez que Moisés subió al monte Sinaí para recibir las tablas de la Ley, después de la traición del pueblo hebreo, el profeta gritó al Señor, casi como un desafío, esta imploración: «Si no vienes tú mismo, no nos hagas partir de aquí. Pues, ¿en qué podrá conocerse que he hallado gracia a tus ojos, yo y tu pueblo, sino en eso, en que tú marches con nosotros?» (Ex 33,15-16). Es como decir: solo si estás con nosotros, lograremos hacer lo que debemos, y yo, Moisés, lograré llevar a término lo que me has pedido.
De nuevo dice Moisés: «No van a creerme, ni escucharán mi voz» (Ex 4,1), y el Señor le da signos: el profeta es aquel que de forma evidente es hombre de Dios gracias a signos extraordinarios e inequívocos: junto a la zarza Moisés recibe un bastón - denominado bastón de Dios -, del que no se separará nunca. Era el instrumento con el que Moisés actuaba en nombre de Dios. Y también la mano leprosa de Moisés y la serpiente de bronce que curaba al pueblo de las mordeduras de serpientes del desierto.

El nombre
Pero el signo de máxima predilección es la revelación del nombre.
En la zarza ardiente, la aparición dice: «Yo soy el dios de tu padre...», y la palabra utilizada para indicar “dios” es ‘Elohim, un nombre genérico y plural pronunciado ‘Eloha en singular. «”Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros”». Todos conocían el nombre común ‘Elohim, que es como para nosotros la palabra “dios” o “god” para los ingleses, “gott” para los alemanes. Pensemos en el momento en el que suceden estas cosas: «Los dioses de los egipcios eran más numerosos que las ciudades a ellos dedicadas», dice el estudioso judío André Chouraqui en su libro Mosè. Cuando Dios dice a Moisés que es el Dios de sus padres es como si le dijese que precisamente Él y sólo Él había elegido a ese pueblo a través de ellos y que siempre era Él el que llamaba a Moisés. Pero aquí se hace necesario un paso más: la revelación del nombre particular del dios de los patriarcas. Moisés quiere conocer el nombre de aquel en cuyo nombre actúa. Moisés quiere saber el nombre de quien le está mandando, para tener autoridad ante los israelitas. Sin ese nombre nadie le seguiría. Sin ese nombre nadie podrá reconocer su misión: «Si voy a los israelitas y les digo: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; cuando me pregunten: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?». «Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros”». “Yo soy”, traducción del hebreo ‘Ehyeh, primera persona del verbo ser “hawah”, pero también “Yo seré”, con una acepción atemporal, eterna. Los hombres, hablando de Él, le llaman “Él es”, “yahweh”. Así habla Chouraqui: «Conocer el nombre de alguien significa tener poder sobre él, para llamarlo, para comunicarse con él, para darle órdenes», para entrar en relación con él. «El hombre oriental - continua Chouraqui para aclarar - vive en un universo de palabras y de signos cuya esencia traducen los nombres». Pensemos, por ejemplo, cuando Jesús le dice a Pedro: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Por tanto la esencia del Dios de Moisés es el ser, el ser eterno.
En tiempos más recientes dejó de pronunciarse el nombre propio de Dios por reverencia. Permanecieron las consonantes de la palabra, creando el nombre inefable YHWH, totalmente impronunciable. Un nombre que durante la lectura se pronunció “Adhonai”, Señor.
Todo esto es profecía de la encarnación. Que Dios haya declarado su nombre prefigura el método que usará enviando a su Hijo: mostrarse, darse a conocer. «Antes de que Moisés le pidiera al Señor conocer su nombre, los dioses eran fuerzas naturales representadas por estatuas adoradas en los templos. De repente deja de ser un objeto. Se hace presente como persona, como Ser trascendente, Omnipotencia, Él, Dios de sus padres, Él, el liberador de Israel, el Creador», explica Chouraqui.

Desde el monte Nebo
Moisés hablaba cotidianamente con Dios dentro de la tienda que el Señor le había ordenado construir. La tienda era el templo que custodiaba el arca de la alianza: dos codos y medio de largo y codo y medio de ancho, en madera de acacia, revestida de oro puro. Sobre la cubierta dos estatuas de querubines de oro. Dentro, las tablas de la alianza (cf. Ex 25,18ss.). Solo Moisés podía entrar en la presencia del Señor y recibir sus mandatos y sólo él podía trasladar la tienda durante el camino en el desierto.
A través de la ley el legislador de Israel hizo de las tribus errantes que habían emprendido la aventura del Sinaí el núcleo de una verdadera nación, preparada, como tal, para salir del desierto y entrar en la historia.
Profeta, liberador, caudillo, legislador, Moisés no entró en la Tierra prometida, sino que la contempló de lejos, desde el monte Nebo, frente a la ciudad de Jericó. Allí murió a la edad de 120 años - edad totalmente improbable, más bien simbólica. 120 es el número considerado ideal por la sabiduría egipcia - «como había dicho el Señor. Lo enterraron en Moab, frente a Bet Fegor; y hasta el día de hoy nadie ha conocido el lugar de su tumba. Moisés murió a la edad de ciento veinte años: no había perdido vista ni había decaído su vigor.» (Dt 34,5-7). El Deuteronomio termina así: «Pero ya no surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara; ni semejante a él en los signos y prodigios que el Señor le envió a hacer en Egipto contra el Faraón, su corte y su país; ni en la mano poderosa, en los terribles portentos que obró Moisés en presencia de todo Israel» (Dt 34,10-12).


Pobre, sin rostro. Y, sin embargo, consciente y cierto. Al leer los pasajes bíblicos, se reconoce que la estructura íntima
de la personalidad del Profeta es la certeza. No se trata de un carácter psicológico, sino la señal de que Dios actúa en él, de que el profeta refleja la presencia de Otro. Es, por tanto, luchador: «Me puse ante ellos cual piedra durísima… como un muro de bronce», al igual que los muros inexpugnables de la ciudad.
(Luigi Giussani)

Es difícil que pueda comprender la experiencia cristiana quien de algún modo no está dispuesto a vivir la historia del pueblo de Israel con todos sus acentos y dramas. San Pablo afirma que la historia de Israel es una pedagogía de Cristo. A través del pueblo judío la pedagogía divina quiere enseñar al hombre que sólo hay un Dios y que Este lleva a cabo su plan misterioso mediante la elección de un tiempo y un espacio, de un reducido grupo de hombres. Elige a un pueblo, tan efímero y frágil como queramos, pero cierto de que Dios ha establecido con él una alianza y de que ningún límite humano debido al pecado original puede tener la última palabra. Los Salmos son la forma de diálogo que Dios ha establecido para la relación con el pueblo que ha elegido. Quienes hoy los rezamos asumimos un clima judío, definido enteramente por esa espera tan particular de plenitud que surgió en la historia humana y que no se puede comparar con las demás formas religiosas.
(
Luigi Giussani)