Francisco y el feroz Saladino

(en qué consiste el verdadero ecumenismo católico)

Proponemos la narración del diálogo entre san Francisco y el sultán. La fuente es la Leyenda Mayor de san Bonaventura de Bagnoregio, en la edición “Fuentes Franciscanas”, Messaggero, Padua 1990. Probablemente san Francisco llegó ante el sultán Melek-el-Kamel durante la tregua que tuvo lugar entre final de agosto y final de septiembre de 1219

La figura de san Francisco ha sido interpretada a menudo por cierto pacifismo, también católico, como el símbolo de la paz. Pero dicha identificación se ha efectuado de modo equívoco. La fuerza de Francisco estaría en que se despoja de todo para predicar un evangelio genérico del amor y de la paz, sin la pretensión de llevar el anuncio de la verdad que salva y que, precisamente por eso, sería el modelo para el diálogo entre pueblos y religiones.

Bien diferente es el san Francisco que emerge de esta narración, un hombre que precisamente por la certeza de la fe recibida llega a desafiar al feroz Saladino, hasta conminarle a convertirse al cristianismo si quiere salvar su alma.

«Francisco, el siervo de Dios, respondió con corazón intrépido que no había sido enviado por los hombres, sino por Dios Altísimo, para mostrarle a él y a su pueblo el camino de la salvación y anunciar el Evangelio de la verdad. Y predicó al sultán el Dios uno y trino y el Salvador de todos, Jesucristo, con tanto coraje, fuerza y fervor de espíritu, que logró mostrar luminosamente que se estaba realizando con plena verdad la promesa del Evangelio: “¡Yo os daré un lenguaje y una sabiduría a las que no podrá resistir o contradecir ningún adversario vuestro”». Un coraje de la verdad que hace de san Francisco un ejemplo, a la manera de Juan Pablo II, que como vicario de Cristo - y con el coraje desarmado que en él proviene sólo de la fe - ha invitado a Asís a los representantes de las religiones del mundo.

Trece años después de su conversión, partió hacia las regiones de Siria, afrontando valerosamente muchos peligros, con el fin de poderse presentar ante el sultán de Babilonia.

Entre los cristianos y los sarracenos estaba en curso una guerra implacable: los dos ejércitos estaban acampados muy cerca, uno frente al otro, separados por una franja de tierra que no se podía atravesar sin peligro de muerte. El sultán había promulgado un edicto cruel: quien llevase la cabeza de un cristiano, recibiría como recompensa un roel de oro. Pero Francisco, intrépido soldado de Cristo, animado por la esperanza de poder realizar pronto su sueño, decidió acometer la empresa, sin aterrorizarse ante la muerte sino más bien ansioso por afrontarla.

Confortado en el Señor (1S 30,6), rezaba confiado y repetía cantando aquellas palabras del profeta: «aunque camine entre sombras de muerte, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo» (Sal 22,4).

Así pues, partió llevando consigo un compañero que se llamaba Iluminado y era de verdad iluminado y virtuoso. Apenas emprendieron el camino, encontraron dos pequeñas ovejas y el Santo se alegró y dijo al compañero: «Ten confianza en el Señor (Si 11,22), hermano, porque se está realizando en nosotros aquella palabra del Evangelio: “Os mando como corderos en medio de lobos”».

Avanzaron un poco y se toparon con los centinelas sarracenos, quienes, lanzándose como lobos contra las ovejas, capturaron a los siervos de Dios y, amenazándoles de muerte, les maltrataron cruel y despectivamente, les cubrieron de insultos y de golpes y les encadenaron. Finalmente, después de haberles maltratado y ultrajado de mil formas, por disposición de la divina providencia, les llevaron ante el sultán, como el hombre de Dios quería. El príncipe comenzó a indagar de parte de quién, con qué fin y a título de qué habían sido enviados y cómo habían llegado hasta allí. Francisco, el siervo de Dios, respondió con corazón intrépido que no había sido enviado por los hombres sino por Dios Altísimo, para mostrarle a él y a su pueblo el camino de la salvación y anunciar el Evangelio de la verdad.

Y predicó al sultán el Dios uno y trino y el Salvador de todos, Jesucristo, con tanto coraje, con fuerza y fervor de espíritu, que logró mostrar luminosamente que se estaba realizando con plena verdad la promesa del Evangelio: «Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro» (Lc 21,15).

El propio sultán, viendo el admirable fervor de espíritu y la virtud del hombre de Dios, lo escuchó gustoso y le pedía vivamente que se quedara junto a él. Pero el siervo de Dios, iluminado por un oráculo del cielo, le dijo: «Si tú con tu pueblo quieres convertirte a Cristo, me quedaré muy a gusto con vosotros. En cambio, si te resistes a abandonar la ley de Mahoma por la fe de Cristo, ordena que enciendan un fuego lo más grande posible y yo, con tus sacerdotes, entraré en el fuego y así, al menos, podrás saber con conocimiento de causa cuál fe debe ser tenida por más cierta o más santa». Pero el sultán le respondió: «No creo que ninguno de mis sacerdotes tenga ganas de exponerse al fuego o de afrontar la tortura para defender su fe» (de hecho, había visto desaparecer inmediatamente ante sus ojos a uno de sus sacerdotes, famoso y de edad avanzada, en cuanto había oído los términos del desafío).

Y el Santo prosiguió: «Si me prometes, en tu nombre y el de tu pueblo, que os pasaréis a la religión de Cristo si yo salgo ileso del fuego, entraré en el fuego solo. Si me quemo, venga ello imputado a mis pecados; en cambio, si la potencia divina me hace salir sano y salvo, reconoceréis a Cristo, potencia y sabiduría de Dios, como el verdadero Dios y señor, salvador de todos» (1Cor 1,24, Jn 17,3 y 4,42).

Pero el sultán le respondió que no osaba aceptar este desafío por temor a una revuelta popular. Sin embargo, le ofreció muchos regalos preciosos; pero el hombre de Dios, ávido no de cosas mundanas sino de la salvación de las almas, los despreció todos como fango.

Viendo cuán perfectamente el Santo despreciaba las cosas del mundo, el sultán quedó admirado y concibió hacia él una devoción cada vez mayor. Y, ya que no quería pasarse a la fe cristiana, o tal vez no se atrevía, rogó devotamente al siervo de Dios que aceptara aquellos dones para distribuirlos entre los cristianos pobres y las iglesias, para la salvación de su alma. Pero el Santo, dado que quería permanecer libre del peso del dinero y al no ver en el ánimo del sultán la raíz de la verdadera piedad, no quiso aceptar de ninguna manera.

Además, viendo que no hacía progresos en la conversión de aquella gente y que no podía realizar su sueño, advertido por una revelación divina, retornó a los países cristianos.