La línea divisoria

En el Palazzo Taverna, delante de una platea de setecientas personas, monseñor Rino Fisichella, obispo auxiliar de Roma, ha dialogado sobre la nueva edición de En los orígenes de la pretensión cristiana. «Para todos llega el momento en que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que ofrezca una certeza libre de duda»

PAOLO CREMONESI

Una tarde en el Palazzo Taverna, en el corazón de la Roma renacentista, en donde al cardenal Luciano Bonaparte le gustaba recibir artistas y cómicos de la época, el primero de ellos Gioacchino Belli con sus poemas anticlericales. Una tarde en el Palazzo Taverna, en medio de la Navidad, entre irritados automovilistas atascados y peatones asediados por el frío siberiano y por las sirenas de pretorianos de uniforme.

A dos pasos, los edificios del Poder, demasiado concentrados en sí mismos para prestar atención a una “sociedad civil” cada vez menos dispuesta a delegar. También, algunos metros más allá, la Iglesia Nueva de la que partían las peregrinaciones de jóvenes que guiaba san Felipe Neri. Es el milagro de una presencia. Aquí, entre el cinismo romano y los tenues resplandores de una belleza inmortal, se encuentra el lugar elegido para presentar a la ciudad la nueva edición del libro de don Giussani, En los orígenes de la pretensión cristiana, instrumento para el año en curso de Escuela de comunidad. «No es ni mucho menos un ensayo abstracto - especifica enseguida Giorgio Vittadini, presidente de la Compañía de las Obras -, es un libro nacido de las clases que daba en la Universidad Católica».

Le corresponde a monseñor Rino Fisichella la tarea de romper el hielo.
El comienzo: un encuentro. «Don Giussani venía a predicar los Ejercicios a los chicos del seminario Capranica. Y yo, a los diecinueve años, estaba lleno de preguntas: ¿permanecer en la capital o volver al norte? La respuesta de Giussani fue clara: “Quédate en Roma, aquí está la Iglesia madre”. Y aquí estoy, primero como sacerdote y después obispo auxiliar».

Escuchando a monseñor Fisichella se encuentra un público muy heterogéneo: setecientas personas entre jóvenes universitarios, familias con sus hijos, prelados de altura, jóvenes de los barrios populares, catedráticos y periodistas. Monseñor Fisichella testimonia que las páginas del libro son para todos. Los orígenes de la pretensión cristiana, ¿qué será esta “pretensión” en tiempos de lo políticamente correcto y del “consenso”?

Y el diálogo entre el representante del Vicariato de Roma y el abigarrado mundo de Comunión y Liberación no se hace esperar, y arranca precisamente del terreno que une todas las experiencias humanas, el de la razón.

«No sería posible darse cuenta totalmente de lo que quiere decir ‘Jesucristo’ - escribe Giussani -, si antes no cayésemos en la cuenta de la naturaleza del dinamismo que hace del hombre un hombre. Cristo se presenta como respuesta a lo que yo soy, y sólo una toma de conciencia atenta, tierna y apasionada de mí mismo puede abrirme a reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo».

Llevados de la mano
Monseñor Fisichella parte precisamente de aquí: «Yo, que durante años he enseñado apologética - dice -, que consiste en la presentación del mensaje cristiano, más que su defensa, he hallado en estas páginas todo el significado de la apologética moderna. Giussani nos lleva de la mano a descubrir cómo el sentido religioso es el centro del corazón de todo hombre». «Como reza la liturgia - prosigue el obispo - en esa hermosa oración del Viernes Santo: “Oh Dios, que has puesto en el corazón de todo hombre la nostalgia de ti”, Giussani no se rinde, sino que nos lleva a considerar todas las respuestas posibles a esta pregunta hasta llegar a la certeza última».

Esta introducción de monseñor Fisichella encuentra su verificación en el número veintisiete de la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II, citada por él mismo: «Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que ofrezca una certeza libre de duda». Se llega así a lo que el obispo auxiliar de Roma define como la “línea divisoria” entre las religiones, es decir, el hecho histórico del Dios que se hace hombre. «Recomiendo siempre a mis sacerdotes - cuenta - una particular atención a la homilía del día de Navidad. En ella se demuestra la capacidad de un predicador y esa es precisamente la diferencia con las otras fes».

Desfilan las citas y las alusiones históricas: Von Balthasar, Péguy, Newman, Claudel, incluso algunos pasajes de Merton. Parece leer otros tantos títulos de las obras que hoy el mismo Giussani propone en la colección “Los libros del Espíritu Cristiano”: «Aquí reside la particularidad del cristianismo - concluye el obispo - y aquí el coraje por parte de todo hombre de analizarlo».

El corazón de la cuestión
Interpelado por las preguntas de Roberto Fontolan, moderador del acto, monseñor Fisichella entra en el campo de la actualidad: «No es verdad - dice - que todas las religiones sean iguales. Como tampoco es verdad que todas las religiones lleven igualmente a la salvación». Palabras que caen como piedras después de semanas de polémicas por parte del mundo laico, después de torrentes de tinta que, en el intento de escindir la fe de la razón, han llevado a escribir en la primera página de Il Corriere della Sera que «cuando el infinito desciende a lo finito es el comienzo de la irracionalidad». O bien, como Filippo Gentiloni en Il Manifesto: «Los ateos lo habían dicho hace tiempo, y los recientes sucesos no hacen más que darles la razón. Dios, inexistente, como quiera que se le llame, es inútil y dañino, si es verdad como es verdad que en su nombre se mata con vistas a algún Paraíso».

«Hoy - señala Vittadini - lo que se niega no es una fe más que otra, sino la misma posibilidad para el hombre de conocer al misterio de Dios, la idea misma de razón». Es el corazón de la cuestión, porque si la razón puede reconocer en su vértice la percepción del Misterio, esto fundamenta la posibilidad de diálogo entre los hombres, y fundamenta la paz, como Juan Pablo II no se cansa nunca de recordarnos, en particular desde el 11 de septiembre.

El acto llega a su fin. Se sale en silencio entre los vestigios de la Roma barroca, mirando la gloria arquitectónica y pictórica de una Iglesia que en la Ciudad Eterna hizo de la belleza un instrumento de la verdad. Una Iglesia que hace quinientos años no tenía miedo de dialogar a partir de una “pretensión” de verdad. ¿Y hoy?