PRIMER PLANO
Mártires
y kamikazes:
una distancia abismal
Fidel González
Una de las experiencias más apreciadas por el cristianismo es el martirio. La
palabra griega que expresa este concepto ha recibido su contenido, precisamente,
del cristianismo. Aunque, después de la Revolución francesa, en la época romántica
y siguiendo los lemas revolucionarios, el concepto de martirio ha sido completamente
tergiversado: se empezó a hablar de “mártires de la libertad”, “de la patria” y
de “la revolución”. Se abre camino la idea autárquica de Estado y su culto. Se
levantan los “altares de la patria” y se establecen cultos y ritos para honrar
al “estado”, a “la patria”, a “los mártires de la patria” o de la “revolución”,
todo esto originado por la mentalidad laicista, con frecuencia con tintes neopaganos,
oficializada desde la época de la Revolución francesa. En la historia reciente,
otro elemento ha intervenido posteriormente para desviar la experiencia cristiana
original del martirio; me refiero a todos los plagios tomados de las ideologías
totalitarias que se han ofrecido como armas humanas, kamikaze, desde la Segunda
Guerra Mundial hasta nuestros días. Un caso especial es el del Islam. Escribe
el estudioso del Islam, M. Bormans: «La afirmación decisiva de la trascendencia
de Dios constituye la figura esencial del blasón del Islam, mientras hace del
Creyente el “testigo” (þâhid) de esta señoría universal de Dios, antes de convertirlo,
si es necesario, en un “mártir” (þâhid), a semejanza de los profetas: éstos,
de hecho, han gritado repetidamente a lo largo de la historia que “Él, Dios,
es uno... y no hay nadie igual a Él” (Q 112: 1-4)». En el mundo islámico se encuentra
con frecuencia una visión global, y casi totalitaria, de las relaciones que deben
existir entre lo religioso y lo civil. En este contexto se habla de la «guerra
santa contra los infieles» (que se denomina en árabe jihad). Escribe un especialista árabe,
Adel Th. Khoury: «La interpretación de lo que es y de contra quién y cómo se
debe combatir está muy diversificada. Aunque es un hecho que en el Islam, ya
desde los tiempos de Mahoma, se encuentra indicada la obligación, por parte de
los creyentes, de difundir el Islam y, si es necesario, también con la guerra».
Hoy existe una interpretación extremista y violenta de esta “guerra santa” y
del sentido de estos “testigos” a ella vinculados; se habla continuamente en
los periódicos del fundamentalismo y del terrorismo promovido por ambientes extremistas
islámicos. Encontramos numerosos casos de musulmanes que van a la muerte para
hacer saltar a la vez sus objetivos militares o civiles en una guerra que llaman “santa” (jihad).
El fenómeno está promovido por el fundamentalismo islámico y por las diferentes
reivindicaciones del mundo islámico. Estos voluntarios suicidas se denominan “mártires” de
la fe islámica. «Mi hijo Said se ha convertido en un mártir. Aquí todos lo admiran
y le envidian», relataba el Corriere della Sera del 2 de diciembre de 2003 en
un artículo en primera página dedicado al fenómeno. En las palabras de estos
voluntarios, que se entregan de forma suicida a la muerte bajo la bandera del
odio, podemos observar insolencia y decisión, odio y violencia y voluntad de
destrucción del enemigo, de «vivir sólo para la jihad» (la guerra santa). «Una
persona grande, el amigo de Said..., os quiere enviar 8.000 euros por su martirio»,
continuaba el mismo periódico. Resulta evidente que la experiencia cristiana
del martirio no tiene nada que ver con todo esto. Tratemos de formular algunas
preguntas para poder entender mejor la experiencia original.
1. ¿Cual es el significado
de la palabra “mártir”? Testimonio es el significado
original de la palabra griega “martirion”. Con esta palabra empiezan las Actas
del proceso de san Justino, mártir del siglo II, en Roma, junto a sus amigos
y discípulos Caritone, Carito, Evelpisto, Ieracio, Peone y Liberiano, durante
la persecución de Marco Aurelio, el emperador filósofo estoico. Las Actas se
detienen mucho más en el testimonio de la fe viva que estos mártires ofrecieron
que en la descripción de su suplicio. Así concluyen las Actas: «Los santos mártires,
glorificando al Señor, subieron al lugar del patíbulo, donde fueron decapitados
y consumaron su martirio en la confesión de nuestro Señor. Algunos fieles se
llevaron a escondidas sus cuerpos para depositarlos en un lugar adecuado, con
la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, al cual sea dada gloria por los siglos
de los siglos. Amén».
El término martyr indica, por tanto, el testimonio que llega hasta el derramamiento
de sangre a causa de la fe cristiana. El martirio era visto por la Iglesia antigua
como una realidad presente y normal en la vida de la Iglesia y no sólo como un
episodio esporádico y extraordinario. En la Iglesia primitiva, se vivía con la
conciencia de que ser cristiano implicaba la posibilidad de participar de manera
física en la pasión de Cristo. De hecho, en numerosos casos, el bautismo de agua
se consumaba también a través del bautismo de sangre y, a veces, éste sustituía
al del agua en los casos de mártires todavía catecúmenos (aquellos que se preparaban
para el bautismo) condenados a muerte porque creían que eran cristianos.
2. ¿Qué es
el martirio cristiano y
cuál es su especificidad?
El Catecismo de la Iglesia Católica (2473) afirma que «el martirio es el testimonio
supremo de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte».
Esta definición retoma la del papa Benito XIV, considerada como la expresión
más precisa de la doctrina cristiana sobre el martirio: «El martirio es la muerte
voluntariamente aceptada por la fe cristiana o por el ejercicio de una de las
virtudes relacionadas con la fe». Por su parte el Vaticano II, en la Lumen Gentium
(n. 42), presenta el martirio de la siguiente manera: «Dado que Jesús, el Hijo
de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor
amor que el que entrega su vida por Él y por sus hermanos (cf. I Jn 3,16; Jn
15,13). Pues bien: algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron
llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor
ante todos, especialmente ante los perseguidores».
3. ¿Cuáles son los elementos
constitutivos del martirio cristiano? El Vaticano
II describe así los elementos fundamentales: «El martirio, en el que el discípulo
se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo,
y se conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como
un don eximio y la suprema prueba de amor» (Lumen Gentium, 42). Por eso los Padres
de la Iglesia han visto siempre en el martirio un “segundo bautismo”, una “segunda
regeneración” cuya eficacia proviene de la pasión de Cristo. Y por eso la Iglesia
ha hecho memoria de los mártires desde los primeros momentos de su historia como
reconocimiento de la Presencia continua de Cristo en las vicisitudes humanas.
La canonización de los mártires no significa, por tanto, levantar monumentos
a viejos y honorables héroes, sino que es la confesión de esta Presencia; se
trata de hacer memoria de la vocación esencial del cristiano. Por eso el martirio
manifiesta no sólo la verdad de Cristo, sino también de la Iglesia.
San Agustín (Enarrationes in Ps. 34) afirma que lo que convierte en mártir al
cristiano no es la pena de muerte sufrida, sino la causa por la que la sufre:
si lo que hace que una persona se convierta en mártir fueran los tormentos, todos
los campos de trabajos forzados, las minas y las prisiones, estarían llenos de
mártires y todos aquellos que son víctimas de la espada serían mártires. El mártir
cristiano no muere por una ideología o por valores. Muere por la persona de Cristo
que vive en su Iglesia.
En la tradición de la Iglesia los elementos, siempre simultáneos, del martirio
son dos: el testimonio público en favor de Cristo y la muerte voluntariamente
aceptada por confirmarlo. El objeto del testimonio no es cualquier causa, sino
sólo la sufrida por testimoniar lo que confesamos en el Credo y abraza, por tanto,
todas las expresiones de la fe.
4. ¿Qué exige la Iglesia para el reconocimiento
o la canonización de un mártir?
Los elementos jurídicos del martirio fueron fijados ya en los tiempos antiguos.
Estos elementos son: el perseguidor y el mártir (elementos personales); la muerte
(elemento material); la aceptación voluntaria, pero no buscada, de la muerte
y soportar con perseverancia la persecución y la violencia (elementos morales);
el odio a la fe cristiana en el perseguidor, y el amor y la fidelidad a Cristo
por parte del mártir (elementos formales o causas). Por tanto los criterios requeridos
por la Iglesia para la canonización de los mártires son muy precisos: a) que
hayan sido asesinados por odio a la fe; b) que hayan aceptado voluntariamente
la muerte por amor a Dios, a Cristo, a la fe cristiana o a las virtudes cristianas
confesadas (por ejemplo, la virginidad);
c) que la muerte violenta se atestigüe a través de textos o documentos dignos
de fe. Estos cristianos pueden ser declarados mártires después de los habituales
procesos canónicos en las propias diócesis y en Roma. Se debe verificar también
la existencia de la fama de martirio entre los fieles y la existencia de pruebas
o signos de esto, como también los milagros y las gracias recibidas por su intercesión;
estos milagros tienen que verificarse mediante un examen de carácter científico
y teológico.
5. ¿Pueden darse casos de martirio con nuevas modalidades? En la
edad antigua,
cuando terminaron las persecuciones, la Iglesia empezó a venerar otra forma de
santidad cristiana canonizada: la santidad monástica, que se consideraba como
una nueva forma de martirio. Este concepto se extendió también a la virginidad
cristiana. El monje, al igual que la virgen, eran cristianos que teniendo a Cristo
como único sentido de su vida (monakos) renunciaban a un estado de vida para
vivir totalmente según la modalidad de la relación de Cristo con su Padre celestial.
En este sentido eran “mártires”, testigos de esta forma de relación. Fueron también
considerados mártires los que habían sufrido por la ortodoxia de la fe. Este
es el caso de san Atanasio. Más adelante estos santos serán llamados “confesores” (de
la fe). Dom Bernardo Olivera, abad general de la Orden Cisterciense, recordando
al grupo de monjes asesinados en Argelia por algunos fundamentalistas islámicos
el 21 de mayo de 1996, explicaba las razones de su martirio afirmando: «Del martirio
del combate espiritual hasta el martirio de la sangre derramada; se trata del
mismo grito que llama al perdón y al amor a los enemigos. La vida es más fuerte
que la muerte: ¡el amor tiene la última palabra!» y concluía invitando a todos
a «hacer resonar la voz de nuestros mártires» en el perdón y en una vida de fiel
consagración a Dios. Lo mismo vale para tantos misioneros que ofrecen su vida
como testigos de Cristo.
Como afirmó el cardenal Ratzinger a propósito de la Veritatis Splendor: «Los
mártires nos enseñan el camino para comprender a Cristo y para entender lo que
quiere decir ser hombre. Ellos son la verdadera apología del hombre y muestran
que la criatura no es un fracaso del Creador». Ellos, como todos los santos,
son verdaderos iconos de la grandeza y de la potencialidad del hombre, espejo
de la grandeza de Dios: «Gloria Dei vivens homo» (san Ireneo).