ANIVERSARIOS

Giuseppe Verdi
La fuerza del destino

Centenario de la desaparición del compositor que dominó la escena del melodrama durante la segunda mitad del siglo XIX. Defensor de un liberalismo laico, masónico y anticlerical, pero, a pesar de esto, capaz de dar voz al Misterio en el escenario

Andrea Milanesi

Giuseppe Verdi falleció a las 2,45 de la madrugada del 27 de enero de 1901, en la suite del primer piso del Hotel de Milán, en donde solía alojarse con ocasión de sus estancias en la capital lombarda. Con él desaparecía el hombre que, junto con su gran rival Richard Wagner, había dominado la escena del melodrama durante la segunda mitad del siglo XIX.

Dos grandes figuras que chocaron, se pelearon, se estimaron a su manera, pero que resultan fundamentalmente opuestas por concepción y temperamento artístico, por índole y carácter humano. Mientras que el alemán inauguraba en 1876, con su Tetralogía dedicada a El anillo de los Nibelungos, el Festpielhaus de Bayreuth (el templo que hospedaría a la música wagneriana), Verdi inauguraba en 1887 el hospital de Villanova sull’Arda, querido y financiado totalmente por él; o instituía en 1899 la Obra Pía Casa de Retiro para Músicos, «en la que hospedar y mantener a personas de uno y otro sexo afectos al Arte Musical, que sean ciudadanos italianos y se encuentren en estado de pobreza». A esta obra definida por él mismo como «mi obra más bella» Verdi destinaría los derechos de autor obtenidos de sus melodramas. No quiso que fuese inaugurada mientras él viviera, para no poner a nadie en situación de tener que darle las gracias.

Un cuadro confuso
¿Podemos hablar de un Verdi filántropo? ¿Estaba Verdi movido por un heroísmo de vocación altruista o por un profundo sentido de caridad? Estos pocos indicios no nos permiten ciertamente hacer un juicio definitivo, aunque contribuyen a arrojar luz sobre un cuadro generalmente confuso. Tampoco este es el ámbito para alcanzar posiciones definitivas o resolutivas sobre temas tan delicados y complejos, demasiadas veces liquidados con arrogancia simplista o viciados por prejuicios infranqueables. Serían muchas las anécdotas para esbozar los rasgos de un carácter de por sí absolutamente reservado como el de Verdi: enfermo de escorbuto, irreverente, altivo y soberbio, defensor de un liberalismo de signo laico y masónico, pero también anticlerical declarado. No pierde nunca la ocasión para abandonarse a juicios sarcásticos sobre la institución eclesiástica («Mantente alejado de los curas» es uno de sus dichos más citados). Reacio a regularizar mediante un matrimonio religioso su relación con Giuseppina Strepponi, accede a ello sólo después de una larga convivencia y no sin choques con el sacerdote celebrante. A este respecto sus tonos están llenos de escepticismo e ironía, nunca de hastío o de acentos blasfemos: no hay en él una palabra de ofensa o descrédito en relación con la religión. A cambio logra esquivar los blandos intentos de conversión procedentes de su amada Giuseppina, como se deduce de una amarga confesión de esta última al psiquiatra que se había convertido en su consejero espiritual, el doctor Cesare Vigna: «Es un hombre honesto, comprende y siente cualquier sentimiento delicado y elevado, y con todo eso este bandido se permite ser, no diré ateo, pero sí poco creyente, y con una obstinación y una calma como para molerlo a palos. Yo le hablo continuamente de las maravillas del cielo, de la tierra, del mar, etc. Se ríe en mi cara y se hiela mi entusiasmo totalmente divino al decirme: “¡Estáis locos!”. Encima lo dice de buena fe».

Los comienzos
Hijo de pobre gente, nacido en «esa enorme mosquitera que es el valle del Po entre Parma y Mantua», Verdi comenzó su relación con la música a través de las polvorientas partituras del coro de una iglesia rural. Las obras maestras de los grandes músicos del pasado le acompañaron desde su formación juvenil, en el estudio del órgano y del contrapunto. Así, presagiando la llegada de un renacimiento musical italiano, Verdi encuentra inamovibles puntos de referencia entre los autores de trabajos de fuerte inspiración católica: Palestrina, Allegri, Carissimi, Cavalli, Alessandro Scarlatti y Pergolesi. Testimonio de esta obsequiosa consideración serán las pocas obras sacras compuestas por Verdi que han llegado hasta nosotros: sobre todas el Réquiem y las Piezas Sacras. Pero este no es el núcleo de la cuestión, pues allí donde el compositor no llega en primera persona a expresar su propio sentimiento religioso a través de canales institucionales, son sus grandes melodramas y sus inmortales personajes los que comunican lo inexpresable. Cuántas veces han sido las iglesias y templos edificados sobre el escenario operístico los que albergaban la expresión de un sincero y fervoroso aliento: la basílica de San Ambrosio en Milán (I Lombardi alla prima crociata), la capilla de Aix-la-Chapelle en donde se halla sepultado Carlomagno (Ernani), el Monasterio de Yuste en el que Carlos V se ha retirado del mundo (Don Carlo), el Templo de Salomón en Jerusalén (Nabucco), etc. Cuántas melodías sacras han dado testimonio de un anhelo ultraterreno y de una insistencia llena de energía vital: partiendo precisamente de Nabucco, con la cavatina D’Egitto là sui lidi de Zacarías recordada por el pueblo judío, y con el celebérrimo Va pensiero, inspirado en el salmo Super flumina Babylonis; en I Lombardi, en donde la gran oración a la Virgen de Giselda (Salve Maria) va acompañada por otra cima de la música coral verdiana (O Signore, dal tetto natio); pasando por la misteriosa pregunta existencial que traspasa trabajos como Don Carlo o La forza del destino (que contiene otra invocación a la Virgen: Madre, pietosa Vergine), para llegar a los grandes ceremoniales religiosos de Aida y a la última gran oración de Otello, el Ave Maria que Desdémona entona antes de ser asesinada. Junto a esto se sitúa el monumento granítico de la Misa de Réquiem, que Verdi escribió para conmemorar la desaparición de Alessandro Manzoni y concebió con conciencia vigilante y profunda, como se desprende de una carta escrita al libretista Camille du Locle: «Estoy trabajando en mi Misa y lo hago con gran placer. Creo que me he vuelto un hombre serio, no soy ya el bufón del público que con un tambor y una gran caja grita: ¡Adelante, adelante, vengan! Usted comprenderá que cuando oigo ahora hablar de óperas mi conciencia se escandaliza, y me santiguo rápidamente».

Pensamientos sombríos
«El Dios de Verdi es un Dios malo y cruel», escribe la crítica en los días siguientes al estreno del Réquiem, un trabajo al que se considera «más dramático que religioso»: sin embargo, en mí opinión, se trata de la expresión sincera de un hombre para el que la muerte es una realidad dolorosa, que en el curso de pocos meses perdió a su mujer y a dos hijos, y con la que espera verse cara a cara de un momento a otro. Precisamente en esos años afloran en la correspondencia del músico pensamientos sombríos cada vez más frecuentes, presagios fúnebres envueltos en un nihilismo aparentemente sin esperanza: «Creo que la vida es lo más estúpido y - lo que es aún peor -, inútil. ¿Qué hacemos? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué haremos? Resumiendo todo, la respuesta es humillante y tristísima: ¡nada!», escribe a su amiga Clara Maffei. Esto nos remite a las muchas transposiciones escénicas de este tránsito final, y en particular al «¡Morir! ¡Tremenda cosa!» entonado con terrible énfasis por don Carlos de Vargas en el acto tercero de La Forza del destino. Tras la pérdida de Giuseppina Strepponi, la última asidua y devota presencia humana que le queda es Arrigo Boito - compositor como él y autor también de los libretos de Otello y de Falstaff - ; es él quien nos desvela algunos de los rasgos significativos escondidos en los pliegues ocultos del alma del músico. La carta dirigida al estudioso Camille Bellaigue es uno de los testimonios más profundos y conmovedores de las relaciones entre Verdi y lo Transcendente: «Había un día que él prefería a todos los demás del año. La vigilia de Navidad le recordaba a los Reyes Magos de la infancia, los encantos de la fe que no es verdaderamente celeste hasta que no llega a la credulidad del prodigio. Esta credulidad él la había perdido, como todos nosotros, muy pronto, pero la añoró amargamente durante toda la vida. Nos dio ejemplo de la fe cristiana por la conmovedora belleza de sus obras religiosas, por la observancia de los ritos (te acordarás de su hermosa cabeza inclinada en la capilla de Santa Ágata), por su homenaje ilustre a Manzoni, por las disposiciones para sus funerales, encontradas en su testamento: un sacerdote, una vela, una cruz. Sabía que la fe es el sostén de los corazones». Y así nos dejó el gran maestro en el momento último: solo, con «un sacerdote, una vela, una cruz», sin el consuelo de función religiosa alguna. Con miles de personas siguiendo su noble féretro en silencio, pero fundamentalmente solo. Solo en la vida, quizá por no haber tenido nunca el valor de dar un nombre vivo a aquel Misterio al que, sin embargo, había sido capaz de conferir potente y solemne voz sobre un escenario.