EEUU y Europa: dos tradiciones que se comparan

Estadounidense, profesor de Derecho constitucional comparado, experto en constitucionalismo europeo. En una conferencia en el Centro Cultural de Milán Paolo Carozza reflexiona sobre la imagen de hombre y de sociedad que puede deducirse de una Constitución

Luca Pesenti

Para comprender que una persona que se llama Paolo Carozza es un lustroso cuarentón americano hay que encontrárselo cara a cara y ver su rostro inequívocamente yanqui. Si no lo tienes delante, únicamente su nombre traiciona orígenes italianos no demasiado lejanos. Esos orígenes que le permiten hablar correctamente la lengua italiana aunque él, que es bastante perfeccionista, no deje de excusarse por sus (pocos) errores de pronunciación. Profesor de Derecho constitucional comparado en el Notre Dame Law School, experto en constitucionalismo europeo, Paolo pertenece a la comunidad en EEUU. Todos estos rasgos hacen de él un interlocutor privilegiado en estos tiempos borrascosos para comprender el espíritu europeo viéndolo reflejado en el espíritu americano.

Autonomía originaria de la persona
El punto de vista de partida es necesariamente el jurídico. Preguntarse qué imagen de hombre y de sociedad se deriva de una Constitución no es en ningún caso un puro ejercicio intelectual. Así descubrimos, por ejemplo, lo que está en el centro de la Constitución norteamericana: «En todo el ordenamiento estadounidense - explica Carozza - la cuestión central, el verdadero perno alrededor del cual gira todo, es la relación entre la persona, el derecho y el Estado. Y esta relación empieza con la autonomía originaria de la persona: el derecho se forma y se desarrolla sólo como reconocimiento de la existencia del individuo». Y ofrece enseguida un ejemplo sorprendente, al menos para nosotros los europeos, que ilustra mucho más que mil palabras: «Yo me llamo Paolo porque mis padres me bautizaron con este nombre. Es mi nombre, el nombre que define quién soy yo. Pues bien, si a mí este nombre no me gustase y quisiese cambiarlo, podría hacerlo tranquilamente porque, y este es el principio motor, el nombre que se me impuso no pertenece a nadie más que a mí, y puedo hacer con él lo que quiera». He aquí el sentido de una civilización que se construye pacientemente en torno al “yo” personal.

La “voluntad general” de Rousseau
Esto no tiene un valor meramente simbólico. La prioridad de la persona sobre el derecho está cargada de consecuencias: «El derecho constitucional estadounidense - explica de nuevo Carozza - no tiene ninguna pretensión de definir la sociedad y la persona en sus mínimos detalles, ni pretende controlar y reglamentar cualquier aspecto individual de la vida. Y esta idea encuentra un reflejo evidente en la Constitución, que lo único que prohibe de forma expresa es la esclavitud. Por el contrario, percibo una tentación “totalizante” en el debate sobre la Constitución europea, porque existe la tentación de plantearla como modelo general de convivencia entre las personas. Esto sucede porque en Europa es todavía demasiado fuerte la referencia a la “voluntad general” de Jean-Jacques Rousseau. Para los norteamericanos, por el contrario, Rousseau representa la tentación más evidente de una posible dictadura liberal, que es la dictadura de la mayoría y del derecho sobre la persona».

Los engaños ideológicos de los ideales
Son palabras que suenan un poco estridentes, pero que son terriblemente realistas, pues cualquier ideal humano, incluso el más bello y perfecto, esconde también engaños si se tergiversa ideológicamente. Y esto vale en primer lugar para Estados Unidos. Detrás de la centralidad del “yo” se esconde el límite más grande que existe en el mundo americano: el del individualismo. «La tradición cristiana y europea - explica Carozza glosando una reflexión de Giorgio Vittadini - nos ha enseñado a partir siempre del deseo y a unirnos para responder a las necesidades que emergen del deseo de cada hombre. Nos ha educado, en definitiva, en la idea de la subsidiariedad que parte del “yo”, que se desarrolla en obras concretas y que sólo al final se traduce en una representación política, en una organización social, en un modelo de Estado. Esta reconstrucción, este reclamo al significado profundo de la idea de subsidiariedad es precisamente lo que en EEUU se da menos por descontado». Tan es así que la palabra “subsidiariedad” ni siquiera existe en el mundo académico estadounidense: se habla, eventualmente, de federalismo. Y entonces es como navegar contra corriente, pues la expresión de un “yo” en un “nosotros” se convierte en lo más difícil, al estar inmersos en el mal de la cultura individualista normal. «En Estados Unidos el gran problema es que no se da por supuesto el paso del deseo de la persona, del primado del “yo” a la construcción de una economía ideal, de un bien común. Este es el motivo por el que la tradición cristiana que ha revivido Comunión y Liberación - la de la construcción de un pueblo como resultado del encuentro de una pluralidad de personas conscientes de su“yo” - en EEUU no va demasiado bien. Este es el riesgo americano: olvidar que el ideal de la subsidiariedad es el de dar un subsidium, una ayuda concreta, una asistencia a la persona, para evitar que en los momentos de dificultad sea destruida».

Europa existe si existe un pueblo
Esta misma crítica, pero por motivos distintos, puede hacerse al modelo de unificación europea sintetizado en el debate por la definición de una Constitución común. Y también en este punto las palabras de Carozza son contundentes: «Los gobiernos europeos y los burócratas de Bruselas parecen obsesionados por la necesidad de crear una Carta fundamental que sustituya a la vida de los pueblos europeos. La idea que tienen los constituyentes europeos es que el derecho constitucional puede crear el pueblo europeo. ¡Nada más peligroso! Si no existe antes un pueblo, si no existe un movimiento de educación que permita a los pueblos europeos sentirse un único pueblo, no existirá jamás Europa. La Constitución europea pretendería indicar también un ideal bueno de vida, de sociedad. Pero si estos ideales no nacen desde abajo, si no nacen de la vida de un pueblo, el riesgo de autoritarismo o incluso de totalitarismo es fortísimo. En Estados Unidos esto es absolutamente impensable. Lo que debe hacer una Constitución, en mi opinión como americano, es tan solo una cosa: defender la libertad de los individuos para que puedan seguir plenamente sus propios deseos. Por otra parte, nuestra tradición tiene su origen en la Declaración de Independencia de 1776, en donde se sanciona el derecho inalienable a la búsqueda de la felicidad».