El misterio presente
La lectura atenta y apasionada de un profesor de teología.
«La Eucaristía es Cristo que nos restituye una humanidad verdadera»
Stefano Alberto
«Cristianos, ni siquiera vosotros conocéis vuestra felicidad; vuestra felicidad
presente». Péguy describe la experiencia que compartimos todos los
hombres: el deseo de ser libres, es decir, completos, verdaderamente felices.
Pero, como todos, fácilmente nos olvidamos a causa de las contradicciones
y desilusiones, contentándonos con instantes de alegría efímera
o con el lamento de lo que falta.
Sin embargo, cada uno de nosotros, como Zaqueo, el publicano que se encaramó a
un árbol para ver pasar a Jesús, querría ser arrancado de
sus proyectos y escuchar a alguien que le dijera: «Baja en seguida, porque
hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19, 5ss.). Esto es la Eucaristía:
Cristo nos restituye una humanidad y una vida verdaderas, y lo hace viniendo
a nuestra casa.
Don por excelencia
En las páginas de la reciente encíclica de Juan Pablo II Ecclesia
de Eucharistia aparece insistentemente el “asombro” ante la realidad
del “don por excelencia” del Señor, «don de sí mismo,
de su persona en su santa humanidad» (n. 11). La encíclica evoca
con fuerza el acontecer físico y carnal del único sacrificio de
Cristo, una realidad sobrecogedora para la religiosidad actual a menudo individualista,
confusa, hueca y hecha de buenos sentimientos. Resuenan las palabras de Péguy
ante el misterio eucarístico: «Él está aquí.
Está aquí como el primer día... El mismo sacrificio sacrifica
la misma carne y la misma sangre...».
Se ofrece a nuestra libertad poder experimentar algo inconcebible para el hombre:
la familiaridad con el Misterio de Cristo, que se entrega totalmente como alimento
y bebida para el hambre y la sed de vida que tiene el hombre: «La Iglesia
vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente
a través de un recuerdo movido por la fe, sino también mediante
un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose
sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado» (n.
12).
En el Mensaje para la XVII Jornada Mundial de la Juventud, el Papa defiendió con
fuerza que el cristianismo «no es una opinión y no consiste en palabras
vanas. ¡El cristianismo es Cristo! Es una Persona». Es una Presencia
real, el Hijo de Dios nacido de María «incluso en la verdad física
de su cuerpo y su sangre» (n. 55). Así, la Iglesia, Cuerpo de Cristo,
no es el producto de los análisis y de las actividades humanas: es una
vida que se comunica, se encuentra y se recibe como un don gratuito. La Iglesia
es el misterio visible de Cristo presente en el mundo: es Cristo que sigue viviendo
y actuando para la salvación del hombre. Esa unidad y esa paz, que en
las sucesivas tentativas históricas de los hombres, marcadas por la herida
del pecado original, parecen ideales inalcanzables, en Cristo suceden como primicias
que se ofrecen a la libertad y a la responsabilidad de quien las acoge: «A
los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia
cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone
la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo
la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres» (n.
24).
Cristo vive y obra en el mundo, y está presente en la unidad de los que Él
penetra con la energía de Su Espíritu y une a Sí, a través
del Bautismo y la Eucaristía, como miembros de Su Cuerpo. En la Eucaristía, «no
solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo
nos recibe a cada uno de nosotros» (n. 22). Su Presencia abraza nuestra
humanidad en las circunstancias alegres y tristes, en los intereses y los afectos;
se ofrece como compañía a nuestro camino «poniendo una semilla
de viva esperanza en la entraga cotidiana de cada uno a sus propias tareas».