24 de junio. San
Juan Bautista
El
Señor
concede
su Gracia
El último y mayor de los profetas nunca dejó de proclamar la Verdad,
lo cual le llevó hasta el martirio. Ajeno a la pretensión de hacer
milagros, sabía que la salvación llegaría a través
del encuentro con un hombre. Y su tarea fue la de preparar los corazones para
ese encuentro
Giancarlo Giojelli
«No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista;
sin
embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él» (Mt
11,11).
Fue el primero en exultar de alegría en el seno de su madre, en la humilde
casa de Ain Karem, al sur de Jerusalén. Su padre, Zacarías, estaba
mudo. Era un sacerdote del templo, cuya voz se había secado esperando
poder cantar la gloria del Señor.
Juan exultó de gozo en el seno de Isabel. No había nacido todavía,
pero ya quería clamar: «Está aquí, ha llegado aquel
al que todos esperábamos, aquel al que toda la historia del pueblo, al
que toda la historia del mundo espera». Aún no fue un grito el suyo.
Fue una exultación que más tarde resonó por los valles de
Judea. Su madre fue la primera en comprender y en arrodillarse ante el Misterio
que se había hecho carne. Y su padre recuperó la voz. Comprendió en
seguida que el niño estaba destinado a anunciar la Buena Noticia, la mejor
que el mundo podía esperar: estaba a punto de cumplirse la Promesa, el
juramento hecho a Abrahán. Zacarías e Isabel decidieron llamarlo
Juan, ante la sorpresa de parientes y amigos: nadie de la familia se llamaba
así, pero Yohanan quiere decir «El Señor concede su gracia».
Esa palabra, “gracia”, resonaba en la historia todavía corta
de los dos embarazos anunciados ambos por mensajeros misteriosos y gozosos.
Una voz que clama
Desde entonces el destino de Juan fue ser él mismo una voz, «Voz
que clama en el desierto». El último y mayor de los profetas. Profeta
en el seno materno, profeta en la infancia, profeta en el desierto, profeta en
las orillas del Jordán, donde le esperaba la tarea de bautizar a su primo.
Cuando se abrieron los cielos y desciendió el Espíritu, Juan fue
profeta al señalar con el dedo al Destino de todos: «Seguidlo».
Profeta hasta el martirio por causa de la verdad. Jamás dejará de
proclamar la verdad. Y la rabia humana contra su voz se convertirá en
el alfiler con el que Herodías traspase la lengua de su cabeza degollada.
De la exultación a la violencia ciega, su historia es en buena parte conocida.
Lucas relata que el niño crecía y se fortalecía en el espíritu
y que vivió en regiones desérticas hasta el día de su manifestación
a Israel. Es creíble que se refiera a la comunidad de Qumran, a orillas
del Mar Muerto. No debió permanecer mucho tiempo en Qumrán. La
comunidad intuía que necesitaba prepararse para el acontecimiento final
con una vida de penitencia y oración, alejado de los centros del mundo,
llenos de mercaderes y barullo. Juan tenía una tarea: hablar al pueblo.
Y se presenta ante el pueblo como lo describen los Evangelios: una figura ascética,
vestido con pieles de camello, con un cinturón de piel. Su aspecto recordaba
a Elías, el más encendido de los profetas, que era un hombre velludo,
ceñido por un cinturón de cuero.
Bautismo de conversión
Todos los Evangelios coinciden en los detalles sobre él. Sus datos concuerdan
también con las fuentes judías y romanas que dan cuenta de los
diversos movimientos bautismales que estaban surgiendo en aquel entonces. Muchos
esperaban algo confusamente. Esperaban a alguien. Pero sólo a uno, a Juan,
se le llama “el bautista”, porque sólo él reúne
una muchedumbre de hombres y mujeres. Solo a él se refiere Jesús,
y habla de él al pueblo como enviado de Dios. Sabemos con cierta precisión
la fecha en la que Juan comienza a predicar la conversión y a bautizar
en el Jordán: en el año decimoquinto del imperio de Tiberio César,
entre octubre del 27 y septiembre del 28 después de Cristo. Juan no pretende
hacer milagros o eventos prodigiosos como las figuras mesiánicas que recorrían
entonces la tierra de Israel. Nunca a través de la magia vendría
la salvación; él lo sabía bien, vendría de un hombre.
Juan debía preparar los corazones para ese encuentro, llamando a todos
a la penitencia y a la oración sin excluir a nadie. El suyo era un bautismo
de conversión, no un rito mágico de salvación ni un baño
ritual. Estaba a punto de llegar alguien más grande y más poderoso.
Alguien enviado por gracia, esa gracia que Juan llevaba inscrita en el nombre.
Lo veían predicar y bautizar con agua por todo el curso meridional del
río Jordán: en Betania, Ennon, o Silimi. La gente iba a donde estaba él
y se quedaba allí. Acudían publicanos y soldados, gente simple
y gente culta, ricos y pobres. A todos les repetía que estuvieran contentos
con lo que tenían, con lo que Dios les había dado, esperando a
Aquel al que él no era digno de desatarle las sandalias, Aquel que bautizaría
con Espíritu Santo y fuego. Llegaban también emisarios del poder
para preguntarle si era el Mesías. Se sabe que Herodes Antipas temía
que el movimiento mesiánico se transformase en una seria amenaza para él,
en una insurrección contra su gobierno cruel y corrupto. Antes o después,
había que quitar a Juan de en medio.
Las cuatro de la tarde
Un día Juan señaló a Jesús entre la muchedumbre.
Había llegado como los demás, se hallaba entre los demás. «He
ahí el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo».
Había llegado como los demás, como tantos otros. Al día
siguiente, cuenta el Evangelio, Juan lo vio pasar mientras estaba con sus discípulos
y, fijando la mirada en Jesús, dijo: «He ahí el cordero de
Dios». Y los dos discípulos, oyéndolo hablar así,
siguieron a Jesús. El Evangelio cuenta el primer intercambio de palabras
entre Jesús y los que iban a ser sus primeros apóstoles, los primeros
de un movimiento grandioso de la Historia que dividirá el tiempo y que
con el tiempo llegaría hasta nosotros. «¿Qué buscáis?»; «Rabí, ¿dónde
vives?»; «Venid y veréis». Eran las cuatro de la tarde.
De forma sencilla, casi natural, Juan había cumplido su misión,
había preparado el corazón de esos hombres para que reconocieran
la verdad. Bastó una señal y unas pocas palabras. Justamente a
orillas del Jordán, Giussani cuenta cómo le impresionó la
sencillez de un momento tan extraordinario: «Lo que me sorprende - dijo
- es esa normalidad, es decir, que la verdadera novedad sucede a través
de las circunstancias ordinarias. El artificio no se inserta nunca de forma orgánica
en la vida. Hay una clamorosidad, una excepcionalidad que no decide sobre la
vida, no obstante las apariencias. En cambio, es el clamor de un sentido nuevo
en las circunstancias habituales lo que decide en la vida. Jesús acudió aquí como
los demás judíos que seguían al profeta, igual que Juan
y Andrés. En esta adhesión humilde al comportamiento de todos,
surge la gran ocasión, el acontecimiento de la salvación. Es evidente
que Juan y Andrés no pretendían nada, tan sólo esperaban.
Lo que brota en las circunstancias cotidianas no es lo extraordinario, sino el
sentido de todo. Si un hombre vive de forma rutinaria, en el sentido de que no
espera nada de su vida cotidiana, nunca comprenderá el signo de Dios.
Y la espera - porque incluso en el gesto más rutinario, como es lavar
los platos, puede darse esta espera (del marido que llega a casa o del hijo que
vuelve del colegio) - es siempre de algo más grande».
Desde el fondo de su celda, poco antes de ser asesinado, Juan envía a
preguntar a Jesús si era él o otro el que debía venir. Un
gesto que siempre se ha interpretado de manera pedagógica para borrar
cualquier duda de la mente de sus discípulos. Sin embargo, es lícito
pensar que también Juan, que exultó en el seno materno, bautizó a
Jesús y vio el poder del Espíritu, fue el primero en intuir y señalar
a sus amigos a quién debían seguir, también él había
tenido que hacer las cuentas consigo mismo, con sus expectativas, y quería
saber qué estaba sucediendo. Jesús le responde diciendo a los mensajeros
que cuenten lo que ven y oyen. «También el precursor profético
del Mesías - escribe el historiador de la Iglesia Antón Votgle
en el libro Los santos, de Ediciones Encuentro - debe hacerse consciente de que
el que había venido era distinto de lo que él se esperaba, y que
su acción salvífica comenzaba de forma distinta a lo que él
esperaba. Incluso para el profeta que prepara los caminos del Señor existe
sólo un camino para la salvación personal: la fe en la revelación última
de Dios iniciada en Jesús de Nazaret».
El baile de Salomé
Su muerte es una de las páginas más dramáticas del Evangelio.
Juan ataca directamente a Herodes, que le había quitado la mujer - Herodías
- a su hermanastro, considerado como rehén por los romanos. Herodes lo
arrestó y, como testimonia Flavio Josefo, lo encerró en la tétrica
fortaleza de Macairo, en las celdas bajo las salas en donde el tetrarca celebraba
suntuosas fiestas y banquetes. Pero teme al Bautista, y se opone a Herodías,
que quiere matar al profeta. La mujer aprovecha la ocasión de vengarse
durante la fiesta que Herodes ofrece por su cumpleaños. Ante toda la corte
hace bailar a su hija Salomé, de diecinueve años. Gustó tanto
al rey la danza que prometió a Salomé darle lo que le pidiera.
Herodías sugirió a su hija que pidiese la cabeza de Juan, cuya
lengua, según la tradición, traspasó con un alfiler.
Hay que destacar que toda la vida de Juan está dominada por la constante
referencia a Jesús y por signos que remiten a un cumplimiento que va más
allá de su personalidad extraordinaria: la gracia de la concepción
de Isabel, estéril y entrada en años o la aparición del ángel
a Zacarías y su posterior enmudecimiento curado al pronunciar el nombre
del hijo y profetizar su misión de precursor. El encuentro entre María
e Isabel y esa misteriosa exultación, el grupo de discípulos que
Juan reúne y entrega a Cristo y la manifestación del Espíritu
Santo en el bautismo de Jesús en el Jordán son signos que Juan
jamás refiere a sí mismo, porque es consciente de que es Jesús
el que tiene que venir. Su figura debió imponerse con tal fuerza que tras
su muerte se difundió la voz de su resurrección, y durante un tiempo
la Iglesia tuvo que resaltar su papel profético, muy distinto de el del
Mesías. Por ejemplo, cuando Pablo llegó a Éfeso, en Asia
Menor, se encontró a doce discípulos que habían recibido
el bautismo de Juan y no habían oído hablar todavía del
Espíritu Santo. Pero rápidamente creen al apóstol y se bautizan
en el nombre de Jesús, como cuentan los Hechos. El hombre que preparó el
camino a Cristo fue fiel a su misión incluso después de su muerte.
El último de los profetas - «más que un profeta» dijo
Jesús de él, «el mayor de los nacidos de mujer» - había
anunciado y preparado el camino al Señor desde el seno de su madre hasta
el martirio. Y lo hizo anunciando y esperando el cumplimiento que se le había
prometido y que él mismo, el primero entre todos los hombres, vio, reconoció e
indicó al mundo.