El
tesoro
de la Iglesia,
el corazón del mundo
La Eucaristía es un don demasiado grande para
verse expuesto a ambigüedades y reducciones. Despojada de su valor sacrificio
salvífico, a menudo se interpreta como un mero
encuentro convivial fraterno. En la nueva encíclica el Papa disipa cualquier
equívoco. Se aviva el asombro por una presencia
Marina Ricci
«Desde hace más de medio
siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi
primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia,
mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo,
el tiempo y el espacio se han “concentrado” y se ha representado
de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa “contemporaneidad”».
Leamos la encíclica desde aquí, partiendo de ese «corazón
henchido de gratitud» que Juan Pablo II confiesa en su decimocuarta encíclica,
dedicada a la Eucaristía. 76 páginas, dictadas ciertamente por
la preocupación ante las “sombras” de nuestro tiempo que oscurecen
el significado del sacramento central de la vida de la Iglesia, pero ante todo,
por una historia personal que ha obtenido vida y alimento del encuentro cotidiano
con el misterio del cuerpo y la sangre de Jesucristo. Así, con 83 años,
Juan Pablo II expone la doctrina de la Iglesia acerca de la Eucaristía
dando testimonio de cómo el Misterio de este sacramento ha acompañado
su vida entera y de que ha valido la pena dar la vida por Cristo, como dijo recientemente
durante su visita a España.
Una conciencia colmada de gratitud
Juan Pablo II ya había escrito acerca de la Eucaristía en la carta
apostólica Dominicae Cenae de febrero de 1980. Veintitrés años
después retoma el tema y sus palabras revelan una conciencia que los años
han colmado de paz.
«
Hoy - escribe el Papa - reanudo el hilo de aquellas consideraciones con el corazón
aún más lleno de emoción y gratitud, como haciendo eco a
la palabra del Salmista: “¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando
su nombre” (Sal 116, 12-13)... Cada día, mi fe ha podido reconocer
en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se acercó a
los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el
corazón a la esperanza».
Esta premisa nos ayuda a abordar un texto cuya lectura se hace a veces difícil.
Como un catecismo, explica de nuevo qué es la Eucaristía «a
los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas
y a todos los fieles laicos», esperando, como escribe el Papa, lograr reavivar «el
asombro eucarístico». El asombro ante un sacramento donde «está el
tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo
hombre, aunque sea inconscientemente, aspira» (n.59).
Contra ambigüedades y reducciones
Opuesta a este asombro resulta la descripción de la necesidad dolorosa
que ha motivado la nueva encíclica. En uno de sus pasajes, el mismo Juan
Pablo II, la sintetiza así: «Hay lugares donde se constata un abandono
casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden,
en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer
la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se
percibe a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico.
Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado
y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces
oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión
apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente
a la eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá,
surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención,
transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina
con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo
dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir
ambigüedades y reducciones» (n.10).
Si bien en la encíclica a este párrafo le preceden una serie de
observaciones positivas que matizan la impresión negativa, impresiona
inevitablemente el largo elenco de sombras que oscurecen la percepción
de la Eucaristía, así como la insistencia con la que Juan Pablo
II repite que para la Iglesia la Memoria de Jesucristo no es sólo un recuerdo,
sino una presencia real, el don por excelencia, porque es don de sí mismo,
de su persona, de su obra de salvación. «La Iglesia vive continuamente
del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de
un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que
este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada
comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado» (n.12). Si esto
es así, no debe sorprender el largo y minucioso repertorio de llamamientos
a una correcta celebración del Sacrificio eucarístico contenido
en la encíclica Ecclesia de Eucharistia: desde la necesidad de la confesión
antes de recibir la comunión a la invitación a evitar la “banalización” de
la misa y la prohibición, en las relaciones con las otras confesiones
cristianas, de usar la Eucaristía como instrumento de la comunión
porque «más bien la presupone como existente y la convalida».
Las páginas escritas por Juan Pablo II acerca de la Eucaristía
miden continuamente la distancia entre el “asombro” suscitado por
la Memoria cristiana y la “desmemoria” de la grey, ovejas y pastores.
Distancia que llega a puerto, al término de la encíclica, ante
el “primer tabernáculo de la historia”, el seno de la Virgen
de Nazaret.
El fiat de la Virgen como el amén del fiel
«María - escribe Juan Pablo II - concibió en la anunciación
al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre,
anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente
en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y
la sangre del Señor. Hay, pues, una analogía profunda entre el
fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén
que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor (...) Aquel
cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era
el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía
significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón
que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había
experimentado en primera persona al pie de la Cruz» (n. 55-56).
En esta imagen de una mujer capaz de decir «sí» al anuncio
de un ángel, todas las explicaciones del Papa acerca de la Eucaristía
adquieren el sabor de una promesa para todo hombre e inducen a creer y esperar
que el encuentro con el Misterio del cuerpo y de la sangre de Jesucristo sea
capaz de transformar la vida de cada uno y el mundo entero.