Salvados por un acontecimiento
Las reflexiones de un conocido eclesiástico estadounidense sobre la nueva
encíclica. «¿Qué nos asegura en la vida de la Iglesia
que nuestra unidad es una realidad que no nace de nosotros? El sacramento»
Lorenzo
Albacete
Cuando el papa Juan Pablo II introdujo en el rosario los Misterio de
la Luz, dijo que los acontecimientos de la vida de Cristo debían ser contemplados
a través de los ojos de María. En su nueva encíclica sobre
la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia), el Santo Padre ratifica que «contemplar
el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el “programa” que
he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a
remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización.
Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste,
en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo
y de su sangre» (n.6).
A través de los ojos de María
No se puede reconocer a Cristo resucitado como presente en nuestro mundo si no
es a través de los ojos de María. Como en la Encarnación,
a través de María el Espíritu Santo hace de Cristo una presencia
concreta, tangible, un “rostro” viviente que reconocer y contemplar.
Por esto rezamos: Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam. María nos garantiza
la “objetividad” de la presencia de Cristo; nos asegura que la experiencia
que tenemos de su presencia no es algo puramente subjetivo, la proyección
de nuestros sueños y deseos. La buena noticia de la salvación es
posible sólo si esta salvación y la vida nueva que comunica tienen
su origen fuera de nosotros. La “salvación” implica algo que
no somos capaces de determinar con nuestras fuerzas, significa ser rescatados
de una situación desesperada. Las buenas intenciones, las inspiraciones
positivas, la devoción religiosa y el entusiasmo, el conocimiento y la
virtud por sí solas no pueden salvarnos. Somos salvados por un acontecimiento
que sucede independientemente de nuestras posibilidades de “auto-perfeccionamiento”.
Los muertos no pueden volver a la vida por su voluntad. Este «algo que
acaece para cambiar nuestra situación» se llama acontecimiento.
Este acontecimiento ha sucedido una vez para siempre hace dos mil años
en el seno de María y ha “dilatado” el alcance de su poder
salvífico a través de los misterios de la vida de Cristo, en particular
su muerte y resurrección.
Una presencia objetiva
Esta presencia salvífica de Aquel que ha vencido a la muerte nos alcanza
a través de la experiencia de la unidad entre quienes comparten su vida
formando así el “cuerpo de Cristo”. Sin embargo, esta unidad
no está hecha de sentimientos o de objetivos comunes; es un hecho, un
hecho objetivo creado por el Espíritu Santo a partir del acontecimiento
de Cristo. Esta unidad tiene un nombre: la Iglesia. Pero, ¿qué es
lo que en la vida de la Iglesia nos asegura que nuestra unidad es de verdad una
realidad que no nace de nosotros? Es el sacramento del cuerpo y de la sangre
de Cristo. Es la Eucaristía. En toda la nueva encíclica, el Pontífice
insiste en la importancia de reconocer el hecho objetivo de la presencia salvífica
de Cristo en el Eucaristía. Por eso, el Papa subraya que debemos «mantener
que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y
el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte
que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están
realmente delante de nosotros» (n. 15).
Si la Eucaristía es el sacramento de la «objetividad» de la
presencia salvífica de Cristo, entonces existe un vínculo indisoluble
entre María y la Eucaristía. Así pues, el Santo Padre escribe: «María
concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad
física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta
medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies
del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor» (n.55).
María preserva nuestra devoción eucarística de su degeneración
en ritualismo o pietismo sentimental. Como memorial que hace presente el acontecimiento
objetivo de nuestra salvación, la Eucaristía nos garantiza que
la experiencia de comunión por la que hemos encontrado y contemplado en
el otro el rostro de Cristo Resucitado es una vocación a hacerlo objetivamente
presente en todas las circunstancias de la vida a través de las cuales
buscamos «el fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira» (n.59).