Tras
la visita
del Papa a España
Comentario a vuela pluma del artículo «Modernidad y fe» de
Francisco Umbral publicado en El Mundo del pasado 7 de mayo. Reproducimos algunos
pasajes del artículo a modo de diálogo
F. U.: En su visita a Madrid, el Papa ha dejado un rastro de claves ideológicas
y morales para la juventud española. En una de ellas dice que se puede
ser muy moderno conservando profundamente la fe. Pues ya ve usted, señor
Papa, no.
J. L. A.: El Papa no ha dejado claves ideológicas, sino signos de una
presencia que trasciende toda ideología. Una presencia fuerte, serena,
que desafía la estética y la ideología de todo Poder. Si
somos leales con los hechos, nos topamos con una pregunta, la misma que una niña
planteó a su madre ese mismo día: «Mamá, ¿cómo
puede un sólo hombre hacer feliz a tanta gente?”». ¿Cómo
puede un sólo hombre convocar el corazón de tantos y generar una
unidad como la que hemos visto?
La modernidad - no la modernosidad hecha de vestuario y copas de más -
ha consistido siempre en un paso adelante, una huella que queda en las hectáreas
del futuro y que es la que hace camino al andar.
Como toda experiencia cristiana auténtica, Juan Pablo II porta una certeza
en el presente que abre al futuro, precisamente porque lo que él es y
comunica permite vivir lo humano con todas sus exigencias, responsabilidades
y límites, ya en el presente. No hace camino quien quiere, sino quien
puede; y sólo puede caminar quien conquista terrenos nuevos, en los que
se descubre una libertad que nos rescata del temor, la ansiedad y el resentimiento
que toda utopía produce.
Los griegos son la modernidad del mundo de los dioses y el Renacimiento es la
modernidad de la Edad Media. Voltaire es la modernidad del Renacimiento y Carlos
Marx supone la modernidad del Romanticismo y del paraíso burgués
que dejó la Revolución.
Aceptando que los griegos sean un momento de progreso en la historia, nos interesa
reconocernos entre los más grandes de ellos. Y en éstos sobresale
precisamente la espera de un Misterio más grande y profundo que dé explicación
y significado cumplido del cosmos y del hombre. Si no existiera ese Misterio,
todo resultaría efímero y quedaría limitado a un mero juego
de poder, antes transferido a los dioses y después, progresivamente, repartido
entre los estrategas del mundo.
Los más grandes griegos reconocían la suprema conveniencia de la
espera de un nuevo impulso. El cristianismo autentificó, confirmando,
esos más nobles dinamismos; y también corrigió sus límites.
Pero sobre todo aportó novedad: el valor de la persona y la responsabilidad
ante la historia, ambos inimaginables hasta entonces. El cristianismo nunca ha
buscado ser moderno. Sólo le ha interesado ser nuevo cada día,
renovar la espera de cada uno de los hombres y educarles para estar de estreno
cada día.
Podríamos detectar el mismo proceso en las referencias históricas
que se citan. En estos casos también el cristianismo, en sus mejores hombres,
siempre valoró, permanentemente corrigió e impulsó con audacia.
Como ahora.
La modernidad es un compromiso con lo desconocido o con lo evidente, una apuesta,
una aventura en la nada ártica o en el todo antártico. Nietzsche
y todos los demás que sabemos clausuran el mundo viejo decretando la muerte
de Dios y la soledad del hombre. Eso es la modernidad y no ha sido superado.
La Iglesia permanece en el tiempo porque tiene un gran aliado, el mismo que sin
pretensiones teóricas supera las decretadas defunciones de la modernidad:
el corazón del hombre. La ausencia de significado y la soledad no las
puede vivir el hombre pacíficamente, pues no está hecho para ellas.
Instituciones como la Iglesia están viviendo de motivos residuales y conchas
vacías del antiguo mundo. Por eso no se puede ser moderno y hombre de
fe. La fe supone renuncia a todas las negaciones que el futuro trae como tropel,
tanto el futuro histórico como nuestro modesto futuro de cada día,
con guerras veniales que matan mucha gente y supersticiones generales que tienen
un extraño parecido entre Oriente y Occidente, parecido que ahora se ha
escenificado por sí mismo con la visita del Papa.
Ante el futuro, nuestra fe, que hizo y sigue haciendo historia, es protagonista
de su propia libertad, la que recibe, en el presente, del mismo Cristo, única
causa de su alegría. La Iglesia es experta en humanidad porque sabe que
puede ofrecer al mundo la vida que ya posee en el tiempo. Y no busca otra cosa
que respuestas reales para problemas reales; si alguna vez cae en juegos abstractos
y moralistas termina siendo estéril (como el poder de los mass media termina
saturando su propia comunicación con la proliferación incesante
de palabras vacías).
Ciertamente el dios del mundo antiguo, que sostiene como “tapaagujeros” y
que irrumpe “ex machina” en los avatares del tiempo, ha muerto. Cuando
el hombre se repliega sobre sí mismo, ese “dios” tiende a
ser restaurado o sustituido por otros dioses de recambio. ¡Pero no es a
la Iglesia a quien hay que reprochar semejante farsa!
Cuando ella es fiel a la naturaleza del acontecimiento cristiano, su magisterio
y su vida son un claro testimonio de creatividad y de afecto verdaderos; un irreductible
baluarte de libertad frente a la superchería, la voluntad de poder y todas
las maquinarias organizadas de la mentira, a las que sigue siendo sometido el
hombre.
Quiere decirse que todas las religiones vienen de los mismos orígenes,
o más bien del mismo origen: hay un punto en el tiempo y en el espacio
en que el hombre renuncia a saber, a ser, y entrega el vasto patrimonio que es él
mismo en las manos antiguas y jocosas de los dioses.
El mismo origen es nuestra naturaleza de ser racionales. La caída de las
religiones está en la pretensión de definir el dios que intuyen.
La caída del hombre no es su religiosidad, sino su idolatría. Y
es en toda idolatría - antigua, moderna y contemporánea - donde
hay renuncia a saber.
Hay un afán evangelizador de sacralizar las cosas, la naturaleza, el azar,
la vida, para erigir al hombre en medio, y eso es lo que hace hoy Occidente aunque
se crea muy moderno: guardar el sitio a Dios, que se ha ausentado indefinida
y momentáneamente. Por todo esto, la consigna del Papa no nos vale. Es
un mensaje reaccionario. No se puede ser hombre moderno y hombre de fe. Por eso
hemos vivido estos días una modernidad de gorra de béisbol al mismo
tiempo que una fe de parroquia agropecuaria.
La fe no pretende acreditarse produciendo un tipo “moderno” de personas.
A la Iglesia sólo le interesa generar un pueblo de hombres verdaderos,
con gusto por la vida y habitados por una indomable simpatía por todo
lo humano y lo verdadero, lo noble y lo bello que hay entre nosotros.
Por esta indomable simpatía nace un pueblo de hombres que contesta con
su sola existencia cualquier actitud, sea reaccionaria, temerosa o negativa.
NB. Francisco, nunca es demasiado tarde para aceptar los hechos.