Grandes entrevistas

El nihilismo terrorista y la crisis occidental
Los atentados contra las Torres Gemelas y la estación de Atocha, la afirmación de que ya no hay valores y no existe la verdad son síntomas de una disgregación del yo y de un nihilismo que se insinúa en toda la sociedad poniéndola en crisis. Hablamos de ello con uno de los más famosos intelectuales franceses contemporáneos

a cargo de José Luis Restán y David Blázquez

La tesis fundamental de su pensamiento, en estos últimos tiempos, es la de que el terrorismo está desafiando al mundo occidental, el mundo libre y democrático. Más concretamente, se trata del desafío del nihilismo a la civilización. El peligro que nos acecha es algo polimorfo, no muy definido y de difícil denominación, que tiene como caldo de cultivo eso que usted llama nihilismo. ¿Qué es exactamente ese nihilismo que usted entiende como el origen del terrorismo moderno y que hemos visto en su radicalidad en el atentado del 11M?
El nihilismo terrorista no es un producto del islam. Y no lo es, por la sencilla razón de que es un producto moderno y porque los asesinos matan, en primer lugar, a los propios musulmanes. He podido seguir de cerca el terrorismo en Argelia y las víctimas del terrorismo islámico son niños, campesinos y mujeres, musulmanes todos ellos. Por ello, no quiero reducir el problema del terrorismo a algo propio del mundo islámico. En mi opinión, el terrorismo nihilista es, fundamentalmente, la guerra contra los civiles. Y esta guerra ya existía en el siglo XX bajo los regímenes totalitarios que se constituyeron para aterrorizar a la gente. El grito en Manhattan, el grito que brota en los asesinos de Atocha –«¡Viva la muerte!»– es idéntico al comunicado que escribieron inmediatamente después de los atentados: «Vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte».
La novedad de este terrorismo es que se ha convertido en un fenómeno mundial. Este terrorismo nihilista fue descrito magistralmente por Dostoevskij en su novela Los demonios. En este libro aparecía un grupo terrorista formado por gente muy heterogénea, cada uno con sus creencias e ideales. Algunos creían en Dios, otros afirmaban que había muerto, los de allá creían en la Gran Rusia y los de acá no creían en nada, pero todos tenían en común la voluntad y el placer de la destrucción. Y es en esto, precisamente, en lo que consiste el nihilismo. El nihilismo es lo contrario al amor a Dios, porque se puede ser nihilista y creer en Dios (como Ben Laden), o no creer en nada, o creer en la raza (como los nazis o los bolcheviques). En definitiva, lo que caracteriza el nihilismo es que no considera que haya nada malo en cometer el mal. El nihilismo no se sitúa más allá del bien y del mal, sino que piensa que todo lo que hace está bien. Ben Laden, de hecho, se considera el enviado de Dios. Y se puede ser ateo y, sin saberlo, hacerse Dios, según decía Dostoevskij: «Si Dios ha muerto, todo está permitido». El problema, por tanto, es el mal, no creer o no creer en Dios. Para el nihilismo no existe el mal, todo está permitido, no existen tabús. Se puede asesinar a quien nos venga en gana y de la manera que mejor nos parezca. Recordad las víctimas de Atocha: eran trabajadores de barrios humildes, todos contra la guerra en Iraq, y esto no ha impedido el ataque de los terroristas.
Lo que defino como nihilismo es la capacidad de destruir, de generar terror por el simple placer de destruir, de crear miedo.

En Europa hay muchos intelectuales que han proclamado un relativismo radical, es decir, una ruptura absoluta con los vínculos de una sociedad tradicional. Algunos afirman que no existen ya ni verdad ni mentira, que todo es relativo: un cinismo radical. Es cierto que estos intelectuales no están a favor del terrorismo, pero, decantándose por un relativismo total, ¿no se está cultivando una base moral y cultural incapaz de oponerse al reto que supone el terrorismo?
Hay dos formas de nihilismo, decía Nietzsche. Por una parte, el nihilismo activo del terrorismo que tiende a destruir, el que goza con la destrucción, el que grita «¡Viva la muerte!». Por otra, está el nihilismo pasivo, el que deja gritar a los terroristas, el que deja gritar «¡Viva la muerte!», y deja que se destruyan pueblos enteros. Este nihilismo pasivo está muy difundido en Europa. Existe, a mi modo de ver, una crisis europea –pero también americana–, y cuando digo que Occidente está contra Occidente lo digo porque pienso realmente que existe una crisis de civilización.
Me gustaría recordar que Ben Laden ha pedido a los europeos que acepten el poder terrorista de los islamistas sin oponerse al islam, retirando las tropas de Iraq. Bajo mi punto de vista, el problema es que si comenzamos a ceder a este chantaje ya no podremos volver atrás y cederemos hasta el final. Aquí surge el problema, por ejemplo, del velo en las escuelas, pero no sólo. Ahora a Ben Laden le ha dado por exigir una parte de España (Al-Andalus) que hace siglos perteneció a no sé qué califa de Bagdad. El nihilismo pasivo, que he que querido expresar en el título del libro, no es sólo la oposición entre Europa y EEUU: Europa está dividida, cada uno está dividido en su conciencia. Hay una gran fractura dentro de Occidente, una fractura profunda, filosófica. Nada nuevo: todas las civilizaciones felices –y nosotros, con todas nuestras dificultades somos los más felices en el mundo– han querido creer que su felicidad era eterna, pero la felicidad siempre está amenazada. Lo que caracteriza a Occidente desde los tiempos de la Grecia Clásica es la capacidad de oponerse a quien amenaza su felicidad.

Usted escribe en su libro que Europa ya no sabe decir «yo», ya no sabe quién es ella misma. Dice también que las instituciones europeas lo único que hacen es gestionar un desierto conceptual. Pero parece que entre los políticos y los intelectuales no hay una intención clara de definir qué es realmente Europa, de reconocer su tradición y sus raíces. ¿Se puede construir el futuro de la UE sobre la base de la persona prescindiendo de esta identidad propia?
Creo que el problema actual de Europa es que no es capaz de valorar el mal que la rodea, las desgracias que le pueden suceder. Precisamente por esto nos quedamos atónitos frente a hechos como los de Atocha, del mismo modo como los estadounidenses se quedaron de piedra delante de Manhattan. Es esta conciencia de la desgracia común lo que puede unificar la civilización occidental, y no una conciencia única acerca de Dios o del Paraíso.

Aunque nunca ha existido la unidad de la que usted habla, lo que sí es cierto es que existían tradiciones compartidas, experiencias comunes. Sin embargo, parece que hoy en día el individuo se encuentra completamente aislado, como si las realidades sociales que transmitían la tradición, el valor del mundo (desde la familia hasta las comunidades religiosas) ya no tuvieran vigencia y el tejido social fuera cada vez más débil. ¿Es esta situación actual una base sólida para luchar contra la gran amenaza que supone el nihilismo terrorista?
Europa, desde el tiempo de los griegos, no se ha construido sobre un tejido social sólido. Si releéis los diálogos de Platón veréis los problemas de su época: adolescentes que repetían tal cual lo que les habían contado sus padres. Lo demuestran los diálogos de Platón, en la Grecia Antigua, cinco siglos antes de Jesús. La crisis del tejido social existe no sólo en la modernidad, sino desde el inicio mismo de Occidente, y es precisamente la capacidad de la cultura occidental de afrontar esta crisis lo que la ha mantenido unida.
La alternativa es esta: enfrentarnos a la crisis o dormirnos tranquilamente haciendo como que no vemos los problemas. La capacidad de afrontar los problemas de la actualidad es el valor más importante de Europa (como se ve ya en las tragedias griegas, o en Homero...). Pero, por otra parte, la herida más grave que tenemos es cerrar los ojos frente a los problemas del mundo.
Durante la segunda guerra mundial, en 1938 y 1939, Francia vivía en un mundo pacífico e idílico, y cantaba una canción popular que decía: «¡Todo va muy bien!». Y cuando el Reich cayó, Europa y EEUU cantaron: «¡Los grandes conflictos han terminado! Ya no existe la violencia, sólo quedan conflictos de baja intensidad». Durante los diez años que han transcurrido entre la caída del muro de Berlín y el terrible atentado de Manhattan, los intelectuales americanos decían: «Estamos viviendo el fin de los conflictos». Y no era verdad. Siempre he dicho que dejar que se matase a mujeres en Afganistán, dejar en el poder a sus dictadores, no era únicamente un problema de los afganos, sino también de los ciudadanos de Manhattan.

¿ Cómo juzga usted el fenómeno del pacifismo que ha invadido nuestras ciudades después de la intervención de EEUU en Iraq?
Desde hace ya bastantes años me muestro muy crítico con el pacifismo. Comencé criticando a los pacifistas alemanes que se echaron a las calles para manifestarse contra los misiles americanos, contra los misiles que nos defendían de los misiles soviéticos. La expresión make tea, but no war es graciosa, pero no sirve para nada. Hacer el té estará bien para la digestión, pero no resuelve los problemas. Los pacifistas no son verdaderos pacifistas, porque si lo fueran de verdad no se habrían levantado contra la intervención en Iraq olvidándose de protestar contra la peor de las guerras que desde hace ya diez años mantiene contra el pueblo checheno Rusia, una potencia particularmente importante, que es miembro del Consejo de Seguridad de la ONU.
¿ Dónde estaban los pacifistas cuando Grozny fue destruida? ¿Dónde están ahora que el pueblo checheno se encuentra amenazado? Es verdad que los chechenios no son muchos, quizá un millón, pero ¿es esta una razón para no exigir la paz en Chechenia? La razón fundamental por la que la gente se echa a la calle por la paz en Iraq y no lo hace por un pueblo al borde de la destrucción es que en un caso tendrían que manifestarse contra Putin, y eso no le interesa a nadie, y en el otro caso manifestarse contra Bush. Los pacifistas no son pacifistas, son antiamericanos y antiBush.
No puedo entender que se acepte que no se defienda al pueblo checheno, cuando todos se autoproclaman “amigos de la paz”. Existe una gran hipocresía y una profunda inconsciencia en los manifestantes que se dicen pacifistas. No es nada nuevo, hubo muchas manifestaciones pacifistas a favor del comunismo en el 47 y contra las armas nucleares (porque en ese momento sólo estaban en manos de EEUU), pero en el momento en el que Stalin se hizo con un arsenal nuclear nadie se acordó de manifestarse, hasta los años 80. La sola idea de que el pacifismo se afirme como una verdad absoluta debería ser motivo de desconfianza. Siempre he preguntado a los pacifistas por qué nunca se han manifestado contra la guerra de Chechenia y nunca he obtenido una respuesta. Y mientras tanto el pueblo checheno es destruido en la soledad más absoluta.

Usted ha señalado la capacidad de someter todo a crítica como la característica fundamental de Europa. Pero la crítica siempre se ha apoyado en un punto previo: una tradición que se ponía en discusión. Hay un núcleo de certezas que siempre ha sido intocable: la idea de que asesinar está mal, o, por ejemplo, de que lo que sucede en el Congo tiene que ver conmigo, que estoy en Madrid. Creo que actualmente no se realiza un esfuerzo cultural y educativo que genere ese tipo de conciencia. ¿Desde dónde partir? ¿Dónde encontrar energía para oponerse a un desafío como este si no hay nada positivo desde lo que partir?
Creo que Europa siempre se ha unificado “en contra” y no “a favor de”. Es cierto que cuando uno combate una enfermedad es porque tiene una cierta idea de lo que es la salud. Vivir en una democracia quiere decir vivir en el menos malo de todos los regímenes, no quiere decir estar en el Paraíso, porque la democracia nos permite luchar contra ciertos males, contra determinadas opresiones. Pero el bien es relativo al mal. Los médicos no saben lo que es la salud perfecta. Cuando se pretende la salud perfecta no se es médico, sino un charlatán. En mi opinión, sucede lo mismo en política y en filosofía, tenemos una idea de lo que es falso. Aunque no tenemos una idea de lo que es la verdad absoluta, sabemos que dos más dos no son cinco, tenemos una cierta idea del mal, sabemos que los campos de concentración son un mal absoluto y, por tanto, tenemos puntos en torno a los cuales unificarnos para definir una vida menos malvada. La sabiduría de Occidente es esta.
Yo soy menos positivo que usted, porque no pienso que las raíces y la idea de bien las hayamos perdido hace 10 ó 20 años. Basta ver que el escenario donde se perpetraron las masacres más atroces en el siglo XX fue Europa. En Europa nació Hitler, nació el comunismo con sus millones de muertos. Por tanto, no somos inocentes, no somos ángeles sin culpa, hemos llevado a cabo guerras de religión mucho antes que el islam, hemos sido capaces de genocidios mucho antes que el resto del mundo. De hecho, la idea de genocidio estaba ya presente en la literatura griega de la Odisea y de la Ilíada, donde se destruye toda la ciudad de Troya. El peor de los males es cerrar los ojos frente al mal que cometemos y que somos capaces de pensar.
Shakespeare no nos dice que todo el mundo sea bueno y con buenas intenciones, no nos dice que baste beber té para que desaparezca la violencia. Shakespeare analiza la raíz de los comportamientos violentos: la envidia, la maldad... Esto es la cultura: abrir los ojos también cuando nos duele. Creo que precisamente es esto lo que falta hoy. Estamos llenos de buenas intenciones, tenemos grandes ideas sobre nuestra inocencia, pero hemos dejado espacio libre para que se cometieran grandes crímenes en el mundo, mientras nosotros festejábamos el fin de las guerras y el reino de la razón. Ni la ONU, ni EEUU, ni tampoco Europa han intervenido en el último genocidio del siglo XX: Ruanda. Allí, durante tres meses, eran asesinados 10.000 tutsi al día, es decir, al cabo de tres meses, un millón. Por esto, no podemos proclamarnos inocentes; debemos abrir los ojos a nuestras complicidades.
Atravesamos uno de los momentos más decisivos de la historia. Reflexionad sobre esto: después de los atentados de las Torres Gemelas la gente llamó ese lugar Zona Cero. Este era el término usado para nombrar el lugar donde caían las bombas atómicas que se lanzaban antes de Hiroshima. La gente, viendo los atentados del 11S se sintió desnuda frente a un poder de devastación análogo al de las bombas H. En 1945 los hombres descubrieron que la historia podía terminar, que el hombre podía acabar con su propia existencia. Antes, sólo el poder de Dios podía acabar con la humanidad, pero no se concebía que el hombre pudiera terminar con la aventura humana. En 1945 surgió una tremenda responsabilidad para el país que tenía la bomba H. Desde lo sucedido en Manhattan hemos descubierto que el poder de devastación y la voluntad de mal están mucho más difundidas de lo que creíamos. El monopolio ya no está en manos de las naciones con capacidad nuclear. La potencia de la bomba nuclear está en manos del primer loco de turno. Lo que sucedió en Hiroshima puede volver a suceder. Atocha podría haber sido mucho peor si los trenes no se hubieran retrasado. Podrían haber muerto 10.000 personas. Hay un gran poder de devastación en manos de cabezas huecas que pueden matar a bajo precio, porque no hay que olvidar que los atentados de las Torres Gemelas han costado lo que cuestan dos apartamentos en Madrid. Ahora somos mucho más responsables de lo que lo éramos antes. No se trata de ser optimista o pesimista, lo que digo es que debemos ser mucho más responsables.
Hemos pasado de la era de la bomba nuclear (bomba H) a la de la bomba humana (bomba h, humain).
La tentación es la de apartar la vista y tratar de vivir a gusto como si nada hubiera sucedido, pero cuando se cede a esta tentación la realidad nos cae encima como las Torres Gemelas o Atocha. Hay que ser centinelas de los peligros.