SHAKESPEARE

La Misericordia
y la ley


Anna Leonardi

Las contradicciones de la sociedad contemporánea en materia de derecho hacen que resulte muy actual Medida por medida, tragicomedia escrita por William Shakespeare en 1604, capaz de hablar al espectador de hoy como al de la Inglaterra isabelina. El tema es el de la ley que, puesta bajo una lente de aumento, muestra toda su debilidad. En la trama se supera esta laguna por una medida más grande que la norma, que se convierte en fuente para un derecho nuevo.
En una Viena imaginaria, el duque Vicencio lleva a cabo un experimento: creyendo haber sido demasiado indulgente durante su gobierno, finge tener que partir y deja la regencia a Ángelo , hombre fiel, virtuoso e íntegro, bajo el que la ley deberá despertar de nuevo. En realidad, el duque no deja la ciudad, sino que permanece en ella disfrazado. Circula entre su súbditos vestido de fraile, observa el proceder de su inflexible vicario y revela el objetivo más profundo de su acción: «Tenemos estatutos rigurosos y leyes severas, que son freno y brida necesarios para contener la propagación de la mala hierba, y he dejado que durante catorce años éstos fueran inoperantes (...) Y por eso he impuesto el oficio sobre las espaldas de Ángelo , que puede, amparándose en mi nombre, mantener el orden. (...) El señor Ángelo es escrupuloso y sabe guardarse del mal; y no reconoce que la sangre corre por sus venas y que su apetito prefiere el pan a la piedra. Así podremos saber –si es verdad que el poder cambia las inclinaciones– cuánto valen las apariencias». El duque, por tanto, no está movido por impulsos moralistas, sino que quiere someter a examen la eficacia de la ley. Y los resultados no tardan en llegar. Ángelo, desempolvando un viejo edicto, condena a muerte a Claudio, reo de haber tenido relaciones con su prometida, Julieta. La hermana de Claudio, Isabela, joven novicia, suplica al vicario implorando la gracia para su hermano. Ángelo es inamovible: «Resígnate, hermosa joven, es la ley», pero después se encapricha con ella: la belleza y la pureza de Isabela encienden en él un instinto tan bajo que le induce, en vano, a proponerle que se entregue a él a cambio de la vida de su hermano. Ángelo se mancha con la misma culpa de la que es juez. El desenlace de la dramática situación se confía al fraile/duque que, gracias a su sabiduría y a su misericordia cristiana, vuelve a poner a raya a todos los personajes. Habiendo tenido noticia del chantaje, sugiere a la joven Isabela una estratagema para resolver el caso: fingiendo ceder al terrible chantaje de Ángelo, hará que éste crea que se está acostando con ella, cuando en realidad lo está haciendo con Mariana, la afligida prometida a la que había abandonado. Claudio, que es condenado a muerte, a pesar de la supuesta entrega de Isabela, será (siempre gracias a una treta del duque) fingidamente decapitado en la persona de un vulgar pirata. En este punto el duque descubre sus cartas: dejando el disfraz de fraile/hábil director y reapropiándose de los ropajes de duque/juez misericordioso, obliga a Ángelo a confesar públicamente. Pero de nuevo la piedad prevalece sobre el disgusto por la bestialidad de los actos humanos: «Pues bien, Ángelo , el mal que habéis hecho ha sido respondido con el bien. Procure amar a su mujer como ella se merece. Es muy digna de vos. Yo me siento inclinado a una conveniente dosis de indulgencia». El duque se da cuenta de que hay algo extrínseco a la ley, que ya no permite «un Ángelo por Claudio, muerte por muerte, medida por medida». A esto había hecho referencia Isabela, poniendo en guardia al infame Ángelo : «¡Ay de mí, ay de mí! Todas las almas que han existido han sido condenadas una vez. Y Aquel que habría podido aprovecharse de esto, supo encontrar remedio para ellas. ¿Qué sería de vos, si Aquel que es el Juez Supremo os juzgase solo por lo que sois? Oh, pensadlo solo un momento, y vuestros labios proferirán clemencia, como el espíritu del primer hombre creado».
La misericordia, encarnada en la figura del duque Vicencio, desbarata cualquier condena obvia, se convierte en soberana en el “submundo” descrito por el poeta, hecho de prostitutas, de mequetrefes, de rufianes, de blasfemos. Todos son invadidos por esta novedad e implicados en una nueva responsabilidad: el duque, perdonando, restablece las funciones de cada uno y las leyes del contrato social. La resolución de todo el plan es dramáticamente complicada, pero se convierte en divinamente justa. Y toda la reconstrucción de la nueva humanidad parece confiada a la advertencia que Shakespeare hace gritar al pobre Ángelo en un momento de lucidez: «¡Ay de mí!, que una vez perdida la gracia de Dios, todo se atraviesa. Y nuestra mente no es más que un cúmulo de contradicciones».