Tolstói Clásicos

La guerra y la paz del príncipe Andrei

La lucha existencial de uno de los protagonistas de Guerra y paz desemboca en un final poco deseable, el príncipe Andrei se despide de los lectores perdido y prisionero de un interrogante que renueva continuamente su herida original, sin llegar al reconocimiento de la realidad de Dios. La autora nos introduce en la lectura de la novela de Tolstói iluminando que el recorrido de la razón puede detenerse antes de su meta, pero a costa de una insatisfacción que no comprende la vida aunque la ame

Guadalupe Arbona Abascal


La gran creación de Tolstoi es una novela histórica. La intención del escritor ruso en Guerra y Paz es mostrar el movimiento histórico que abarca los años que van desde 1805 (la derrota de Austerlitz), pasando por la batalla de Borodino en 1812, hasta llegar a la toma y el incendio de Moscú por Napoleón. Además describe los movimientos que agitan la sociedad rusa: la banalidad y desorientación de la aristocracia, el orgullo del ejército ruso o el mundo –reflejado más de refilón y con menor detenimiento– de los siervos y los campesinos. En el corazón de este universo inmenso, Tolstói sitúa a una serie de criaturas que aportan la necesaria experiencia; la conciencia de la historia rusa y el conflicto personal se realiza plenamente en el príncipe Andrei Bolkonski.

La trayectoria de Andrei
Su corta pero intensa vida participa de la guerra y la paz que envuelve a todos los personajes; al mismo tiempo Bolkonski sufre su propia guerra y anhela la paz para sí. Hijo de uno de los valerosos hombres de la vieja Rusia que aparece elegíacamente representada en la novela –tras el vendaval napoleónico nada será igual– es probablemente un descendiente de la Rusia que amó Tolstói y que sabía que moría. Además es uno de los personajes favoritos del autor. La preferencia se muestra en la trayectoria que se le concede: el príncipe Andrei hace su aparición en las primeras páginas de la novela y su peripecia no llega hasta el final de la historia. Se salva de este modo de la degradación generalizada que Tolstói reparte entre sus personajes. La alegre Nata-sha, el bondadoso Pierre, los condes Rostov, el viejo príncipe... son figuras ricas si bien sometidas a un paso del tiempo que degenera y envilece; un devenir temporal que va secando los ideales, el júbilo de la juventud, la templanza de la madurez, la grandeza de ánimo, etc. Tal y como señala Steiner: «Tolstói ensombrece nuestra imagen de sus personajes con una excesiva franqueza. El efecto es casi macabro, como en esos retablos españoles donde vemos al mismo personaje pasar del esplendor al polvo a través de sucesivas etapas de decadencia» (Tolstói o Dostoievski, Siruela, 2002, p.118).
El proceso del príncipe Andrei contradice de un modo notorio esta serie de trayectorias de los personajes tolstóianos, su muerte prematura interrumpe la pérdida paulatina de su humanidad y, en este sentido, su figura cobra un carácter excepcional y se destaca del resto.

Dos guerras

La guerra acompaña al príncipe desde el principio y sus batallas se establecen a dos niveles: la guerra contra Napoleón y su guerra personal. Una y otra se entrecruzan en la experiencia del príncipe y por esta razón su figura se convierte en el emblema de la estructura de la novela. El lector recordará o podrá leer, según el caso, la entrada de Bolkonski en el salón de aristócratas de Anna Pávlovna: «Un nuevo invitado entró en la sala. Se trataba del joven príncipe Andrei Bolkonski (...) era un joven de baja estatura, hermoso, de enérgico rostro y rasgos secos muy acentuados. Todo era en él un vivo contraste con su pequeña esposa, tan viva; desde su mirada cansada y aburrida hasta su paso lento e igual. Parecía conocer a todas las personas reunidas en la sala y que esto le fastidiaba tanto, que hasta le resultaba muy desagradable mirarlas y escucharlas. De todos aquellos rostros, el que más tedio parecía producirle era el de su graciosa mujer. Separóse de ella con una mueca que no concordaba con su hermoso rostro» (p. 17).
Desde el inicio y de una manera repetitiva, se pondrá de manifiesto la contradicción –o batalla– de este personaje, hermoso y, al mismo tiempo, descontento e insatisfecho.
La batalla interior continuará, abandona a su familia para ir a la guerra y allí experimenta sentimientos opuestos entre su admiración por Napoleón y su amor por Rusia, se siente confundido entre la belleza de la naturaleza y la desolación que produce la contienda... es un personaje en lucha.

Ambicionar la gloria

Durante la batalla de Austerlitz, arrebatado por un deseo de reconocimiento, busca la satisfacción en la gloria militar, y piensa: «Mañana puede ser, incluso estoy seguro de ello, lo presiento, habré de demostrar todo lo que soy capaz de hacer (...) sí ambiciono la gloria, sí quiero que los hombres me conozcan y amen (...). A nadie se lo confesaré jamás, pero, Dios mío, ¿qué le voy a hacer si no amo más que la gloria y el amor de los hombres? La muerte, las heridas, la pérdida, de muchos hombres, de mi padre, de mi hermana, mi mujer, los seres que me son más queridos; pero por terrible y contrario a la naturaleza que parezca, yo lo entregaría todo por un momento de gloria». Así será y como un héroe enarbola la última bandera de su batallón, poniendo en peligro su vida. Pero tras la heroicidad que le llevará a ser prisionero de las tropas napoleónicas, sufre la decepción y comprende que el afán de gloria no es suficiente para poseer ni un instante del sentido de la vida: «Todo era inútil y mezquino comparado con el severo y majestuoso orden de las ideas que habían llegado a él con el agotamiento de sus fuerzas debido al dolor, a la pérdida de sangre y a la espera de una muerte próxima. Mirando a los ojos de Napoleón, el príncipe Andrei pensaba en la nulidad de sus grandezas y de la vida, de una vida cuyo sentido nadie podía comprender; en la nulidad aún mayor de la muerte, cuyo significado ningún viviente podía penetrar ni explicar».

Una deliberada pasividad

Su casi milagrosa vuelta a casa le presenta nuevas batallas, se entera de que su mujer ha muerto y se siente culpable de la infelicidad de su esposa. Y así, no pudiendo soportar el dolor de sus límites, decide retirarse de la vida, decisión que le confiesa a su amigo Pierre, conde de Bejuzov: «Al contrario, debemos procurar que la propia vida sea lo más agradable posible. Yo no tengo la culpa de vivir; por tanto debo vivir lo mejor que pueda sin molestar a nadie, hasta que llegue la muerte» (p. 466). La guerra del príncipe se polariza entre la búsqueda de satisfacción y de sentido y la amarga decepción que le hace elegir una deliberada pasividad. Es como si su alternativa existencial estuviese entre la vida alegre pero oscura de sentido y el descendimiento hacia la abstinencia de vida, sin exigencias, sin dolores... en cierto modo, el adelantamiento de la muerte.

Realidad testaruda e hiriente

Más adelante estaremos de nuevo ante estas oscilaciones, el príncipe quiere encerrarse y, sin embargo, la rea-lidad testaruda e hiriente vuelve a despertar a Andrei. Primero a través de la amistad con el conde de Bezujov: «Por primera vez desde Austerlitz vio aquel cielo alto e infinito que contemplaba cuando estaba tendido en el campo de batalla. En aquel instante despertó algo alegre y joven en su alma, algo que llevaba tiempo adormecido, lo mejor que había en su ser (...). La entrevista con Pierre iba a ser para el príncipe Andrei, a pesar de que él no cambiara exteriormente, el comienzo de una nueva vida en lo más íntimo de su alma» (p. 472). Más tarde la joven Natasha despierta su deseo de vivir. Esta muchacha, como un nuevo impulso alegre y bueno de vida, despierta lo mejor del príncipe Andrei. Probablemente las páginas dedicadas a la discreta y tensa relación entre ellos sean las más luminosas del libro. Una relación que Bolkonski describe así: «Si me lo hubieran dicho, nunca habría creído que podría amar así. Esto no se parece en nada a lo que haya sentido en otro tiempo –decía–; para mí, el mundo está dividido en dos partes; una es ella, y ahí está la alegría, la esperanza, la luz; y la otra donde no está ella, y eso es la tristeza, son las tinieblas» (p. 575).

Una violenta contradicción

La luminosidad de su relación está pendiente de un hilo, y sin que se pueda restar un ápice a su pureza, parece amenazada por la oscuridad (el viejo príncipe se opone a la boda, el compromiso no puede ser público...). De nuevo la guerra del príncipe se concreta en el drama de un amor feliz y triste. A través de la relación de Natasha y Bolkonski se muestran esos dos polos del amor, la felicidad y el dolor: «Sentíase a un tiempo feliz y triste. No tenía razón alguna para llorar, pero las lágrimas estaban a punto de brotar de sus ojos. ¿Por qué? ¿Por su amor de otros tiempos? ¿Por la princesita Lisa? ¿Por tantas desilusiones? ¿Por sus esperanzas en el porvenir?... Sí y no. Lo que sobre todo despertaba aquellas lágrimas era la violenta contradicción que de pronto advirtiera entre algo infinito e impreciso que habitaba en él y esa materia estrecha, corpórea, de que él y también ella estaban constituidos. Era esa contradicción lo que le oprimía y llenaba de felicidad mientras Natasha cantaba» (p. 565).

Extrañamente ausente

La lucha se establece entre el amor por la vida que se le ofrece y el sentimiento de su infinitud que siempre aparece caracterizado por su imprecisión, por su ambigüedad, por su extrañeza. Steiner en el libro citado comenta el paganismo de Tolstói en el que «Dios se halla extrañamente ausente» (o. c., p. 89). Se podría añadir que en el caso del príncipe el sentimiento del infinito es constante aunque parece que éste sólo es posible donde acaba la vida. Es como si Dios fuese una instancia lejana y abstracta a la que tendiese todo pero que no fuese pertinente para la vida que se basta en sus leyes de nacimiento, decadencia y muerte.
Tras la traición de Natasha, los amantes se separan, esta nueva decepción de Bolkonski será la más amarga: «Era como si aquel firmamento infinito que se elevaba sobre él se hubiera convertido repentinamente en un cielo bajo y definido, que lo oprimía, en el que todo era claro y no había nada eterno y misterioso» (p .755). Vuelve al campo de batalla para olvidar su guerra y arrebatado por ese vitalismo con el que está retratado cae herido.

Deudor de la vida

A pesar de todo se siente deudor de la vida que aunque no comprende, ama: «¿Es la muerte? (...) No puedo, no quiero morir. Amo la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire (...). ¿Qué me ocurrirá allí, y qué es lo que ha sucedido aquí? ¿Por qué sentía tanto dejar la vida? Tal vez había algo en esta vida que nunca comprendí y que no comprendo aún...». No comprende la vida pero la ama. En Bolkonski, Tolstói hace descansar su vitalismo: la vida con sus alegrías, esfuerzos, desilusiones, afanes y dolores... es deseable y sin embargo el porqué sea amable parece escapársele de entre las manos. El conocimiento de las razones por las que se puede amar se le oculta.
Las casualidades nada fortuitas de una novela, que domina un narrador omnisciente como Tolstói, llevarán al héroe al reencuentro con su amada. El autor ruso no ha parado de proteger a este personaje favorito y al final de su camino lo ha querido salvar de la degradación con una muerte caracterizada por el desapego y la tranquilidad. Solamente en alguna ocasión volverá su rostro hacia Natasha para manifestarle su amor: «Nadie me proporciona tanto silencio como usted, tanta seguridad, tanta luz... Quisiera llorar de alegría» (p.1182). Pero lo que prima es una especie de abstinencia de la vida: «Antes había tenido miedo al fin. [Pero] cuando volvió en sí después de ser herido, en su alma, momentáneamente desprendida del peso de la vida, floreció el amor eterno, libérrimo, que no procedía de este mundo. Y desde entonces no tuvo miedo a la muerte ni pensó más en ella» (p.1180).

Nada es cierto

Cosa que ya anunciaba al inicio de su peripecia cuando tras haber sido herido por primera vez y contemplando el escapulario que le ha regalado su hermana, la princesa María, proclama: «Nada, nada es cierto, fuera de la pequeñez de cuanto me es comprensible y la majestad de aquello que es incomprensible, pero que es lo más importante de todo» (p. 356). Rechaza la forma humana de Dios, la imagen de Cristo en el escapulario. Al príncipe le parece insalvable la barrera entre sus afanes –comprensibles– y el destino –incomprensible– por eso guerra y paz son irreconciliables. Es como si la guerra del príncipe estuviese huérfana de sentido aunque lo anhela y su paz estuviese ausente de drama. O lo que es lo mismo, la vida –guerra– es el torrente arbitrario de dolores y alegrías y la calma –o paz “sui generis”– es tan abstracta y desapegada de los hechos que han marcado su camino que se hace poco veraz y menos deseable. Tolstói quiere salvar al príncipe pero lo hace en una calma átona y ataráxica.