VERANO

Casi como un alba

Beethoven, Sonata para piano n.5

LUIGI GIUSSANI

La quinta sonata de Beethoven evoca en mí un episodio de la época trascurrida en el seminario, y que recuerdo siempre con gratitud conmovida, pues fue significativo de una amistad, de un amor gratuito.
La clase de Religión estaba confiada a mons. Gaetano Corti, un profesor que me quería mucho, amistosamente, y que era veinte años mayor que yo. Él profesor y yo alumno de primero de liceo con 16 años: era verdaderamente un amigo, con una amistad real, cordial, afectuosamente viva. Cuando canté Misa - lo que fue para él una fiesta personal - , además de preparar la licenciatura, recibí un encargo: se trataba de ocuparme de la Misa dominical y de las confesiones en una parroquia milanesa. Algunos domingos iba de Venegono a Milán dos o tres veces, porque quedaba con algún chico para hacer algo juntos y, cuando llegaba, no había nadie. Pero, “el que no arriesga no gana” y “el que la sigue la consigue”... En aquel periodo, hacía este gran esfuerzo los domingos, y por la noche llegaba agotado a casa. Monseñor Corti, todos los domingos, durante un año me esperó al piano, sentado en el magnifico piano que había en la sala de profesores. La primera vez me dijo: “Escucha, escucha esta”. Era la quinta sonata de Beethoven, la más bella entre sus sonatas juveniles.
Esta sonata en do menor es muy melancólica y se adapta bien al cansancio - él la había escogido aposta - que me invadía todos los domingos por la noche. Expresa la naturaleza del estado de ánimo con el que volvía a casa: la congoja porque la respuesta al deseo del nuestro corazón, que es Cristo, no encuentra acogida en el hombre, porque el hombre ni siquiera persigue de verdad el deseo que le constituye. La melancolía y la tristeza, son un signo claro y conmovedor de que haber nacido para la felicidad no afecta sólo a la persona individual; implica a la persona de todos y al destino de todos. Esta tristeza paradójicamente está unida a una ligereza, a una ternura, - como se expresa también en la dulzura pacificadora de la quinta sonata -, o incluso una alegría porque, en el fondo, tenemos una seguridad: la seguridad de que el misterio de Dios, haciendo justicia de todo, al realizarse lo salvará todo.
Monseñor Corti, con suma discreción, casi identificándose con aquella música, me ofrecía un consuelo profundo al compartir el peso de mi jornada. Al abrazar el pesar y el cansancio, en un cierto momento el horizonte se abre y todo se vuelve leve: no se acaban el cansancio, el dolor, el sufrimiento físico, pero uno se serena porque es apoyado, sostenido, ayudado, amado. De forma similar ocurre en el itinerario que describen los tres movimientos de la sonata: el límite de las cosas al final se transfigura, y ya presentimos y gustamos lo ilimitado en nuestros mismos límites; casi como un crepúsculo, como un alba que todavía no ha llegado, pero que está ya presente. Dentro del horizonte, en última instancia ciego, de nuestra experiencia de hombres se da ya este punto de fuga, y Aquello de lo que la realidad es signo entra en el signo y nos toca, nos busca y nos dice: “vamos juntos”. La verdad, lo último, con toda su sugestividad, se ha hecho compañero de nuestros pasos trabajosos.
Como aquella primera vez me quedé entusiasmado, mons. Corti me la propuso también el domingo siguiente, y el siguiente, y así durante todo el curso. Durante todo un año este hombre, que estaba ocupadísimo con sus estudios, veinte años mayor que yo, me esperó todos los domingos, a las diez de la noche, cuando yo llegaba en tren (o en bicicleta) y tocaba para mí la quinta sonata de Beethoven. ¡Durante todo un año! ¡Tratad de imaginar cómo volvía a mi habitación, después de la tercera o cuarta vez, qué pensamientos tenía, qué clase de estímulo suponía este comportamiento de amigo!